Carla, Lex, Christian, encuentros en el camino




Sobre Biasca, Suiza, 8 de agosto 

En la Gran Vía de Madrid nunca habría tenido tantos ni tan agradables encuentros como los de esta mañana. Debe de ser que dos mil metros de desnivel son muchos metros y por fuerza la esencia termina diseminada por sus riachuelos, majadas y pendientes. Hacía más de una hora que había desmontado mi tienda y comenzado a caminar cuando avisté la cabaña de Christian, Lupo, su perro salio a recibirme, Lupo es viejito, tiene quince años, pero sigue siendo un perro juguetón y cariñoso. Encontré a Christian faenando con algunas cabras. Probamos primero con el inglés pero luego resultó que se sentía más cómodo con el italiano, aunque tuviera un vocabulario reducido. Christian es un hombre tímido de sonrisa suave y austera. Cuando le pregunto qué tal lleva su vida solitaria en un lugar tan agreste me dice que no está solo, que su mujer anda con las cabras por allí, y me señala la ladera opuesta, al otro lado del río. El ambiente es espléndido aunque no se vea demasiado, el perfil de altas montañas hacia levante y la niebla trepando por las laderas. Es un bello balcón sobre el valle. Por el amplio corral de Christian, todos los alrededores de la amplia cabaña, corretean unos gordísimos conejos que comparten el terreno con las gallinas, dos burros y un par de vacas. Junto a la cabaña tienen un toldo donde se ven cacharros de cocina, un toldito, imagino, para comer a la sombra frente al espectáculo del valle y sus montañas. Le digo que no he desayunado, que si me puede vender un poco de leche. Las vacas están sin ordeñar todavía, de cabra, si te gusta, sí tengo. Cuando le digo que sí y que tengo un hijo cabrero que tiene una cabaña más modesta que la suya en unos montes al norte de Madrid, sonríe y mueve la cabeza como asintiendo. Me bebí un litro en unos minutos. Tuve que insistir para que me cobrara la leche. Después de darme mil y una explicación sobre el camino, que no estaba claro y perdería en dos ocasiones, nos despedimos cordialmente. Tenía la sonrisa fácil de la gente sencilla. ¿Cuando, coño, se me quitará la costumbre de generalizar sobre tantas cosas? Y es que lo he dicho varias veces, y se lo volvería a decir media hora después a Lex, mi siguiente encuentro, eso de que no me gustan los suizos, como si los suizos fueran todos iguales, y precisamente hoy que pasaría un buena hora de charla con Carla, la solitaria y servicial encargada del refugio Capanna Alpe Cava, mi siguiente destino habitado. 



Sí, acababa de reencontrar mi camino por segunda vez con la ayuda del gps cuando divisé a Lex en lo alto de unas rocas dando cuenta de un bocadillo. No sé si llegó a saludarme porque cuando me paré y levanté la cabeza  para tomarme un respiro ya me estaba hablando de mi chaleco haciendo alabanza de la utilidad de sus múltiples bolsillos. Lex, ni idea de como se escribe, es holandés pero nada más empezar a hablar con él me pareció que tenia un buen parecido con el Yul Brinner de las películas que veía de niño. Lex ha comenzado su Via Alpina al norte de Chamonix hace veinte días; así que ya sabes, tres semanas te quedan para llegar al Mont-Blanc, me dijo enseguida. Lex habla un inglés con una pronunciación tan meticulosa que en pocos minutos me encuentro yo a mi vez haciendo un esfuerzo inusitado por alcanzar una pronunciación acorde con las circunstancias. Parlanchín, sagaz, veloz, devana un tema tras otro, dejamos asuntos sin concluir porque otros les sustituyen en la premura. Y mientras estamos charlando de golpe aparecen una docena de cabras que se nos echan encima como si buscaran entre nuestras cosas algún preciado tesoro y Lex las espanta pero ellas vuelven cabezonas, así hasta que entre los dos, y ahora a base de pedradas, conseguimos alejarlas. Dos horas más tarde, al otro lado del paso, me enteraría de que era un pequeño rebaño rebelde que traía loco al pastor porque acostumbraba a danzar por donde les daba la gana. Si me parara todo lo que me apetece hoy con la poca gente que me voy a encontrar me daba la noche de charla. Así se lo digo a Lex. Nos despedimos con la foto de rigor. En una esquina de su mapa le escribo la dirección de mi blog. 


Otra media hora después me tropiezo con otro solitario. Es un hombre de mi edad, ha dormido en su tienda un poco más arriba y va camino de Selma donde finaliza su excursión. Me da enseguida el parte del tiempo, mañana el tiempo será verdaderamente malo. Me aconseja que me tome un día de descanso en Biasca. De ahí en adelante el camino se pone de patas, me envuelve la niebla y me veo caminando por una empinada pendiente de rocas que se pierde en la nada de una espesa niebla. Una estrecha canal con el fondo de nieve en cuyo final presumo debe encontrarse la Bochetta di Pianca Geneura.

El paso termina por quedar atrás. Las nubes ocultan las cumbres de las montañas. Ahora debo hace un largo descenso, excesivo para mi gusto porque sé que todo lo que baje y más tendré que remontarlo para alcanzar el paso Mauro. En la parte más baja me encuentro con un joven cargando una ligera mochila a la espalda. Es el pastor que lleva desde las seis de la mañana subiendo y bajando collados a la búsqueda de las cabras que habíamos espantado Lex y yo dos horas antes. Me dice que no son cabras de ordeño y que pasan todo el verano sueltas en el monte y que él sube cada dos semanas a buscarlas para reconducirlas cerca del establo original, diez kilómetros al norte de Selma. 



El siguiente paso será una dura subida, una estrecha horcada que no da respiro para un pequeño descanso porque lo que veo a mi pies cuando estoy en su cima me inquieta un tanto, el camino se precipita por un espolón por un lugar que me parece inverosímil. No puedo quedarme a descansar con la intriga de lo que me espera en el descenso. Y así, venga, continuemos, y mientras voy descubriendo que aquello, pese a su verticalidad se puede bajar sin mucho susto en el cuerpo, aparece en mi memoria la imagen de un hombre muy mayor, de mediana estatura, pelo completamente blanco, mirada segura, cierto aire risueño, el rostro curtido, la mirada de quien ha vivido una intensa e inapreciable vida, una persona que admiro, no, no es la palabra, que lo llevo dentro de mí como un pequeño tesoro, sencillo, audaz, amante irrefrenable de la montaña. Sí, estoy enamorado de este hombre, de él y de su vida, su nombre, quizás lo hayáis adivinado, es Walter Bonatti. Me vino así sin más a la memoria mientras descendía un espolón aéreo y expuesto de roca clara como la nieve. Recordaba su primera ascensión a la oeste de Les Drus cuando se encuentra en un punto de no retorno y ninguna posibilidad de acceso por delante. Un momento impactante. ¿Qué hacer? Hasta que descubre lejos a su derecha, algo alto, una entalladura en V en la roca y se le ocurre la posibilidad de lanzar la cuerda con algún nudo al final probando a encastrarla. Y lanzar la cuerda montones de veces hasta que al fin queda firme allí arriba y entonces a prepararse a volar en un enorme péndulo inciertísimo sobre el vacío absoluto. Cuando leí por última vez su libro, Montañas de una vida, ¡cuántas veces la emoción me llegó a humedecer los ojos! No abandoné a Bonatti hasta muy avanzado el descenso, recrear la lectura de su libro fue recorrer una forma de pensar y vivir que admiro profundamente. 



La Capanna Alpe Cava ya estaba ahí a tiro de piedra. Me encanta encontrarme con gente que me gusta, hoy es día de suerte en ese sentido. Así que solo me faltaba el animoso bongiorno que me dio Carla, la regente del refugio, nada más entrar en su salón. ¿Por qué será tan fácil hablar con algunas personas y tan difícil con otras? Con Carla fue como si de repente uno pudiera hablar absolutamente de todo con total espontaneidad, el sentimiento de soledad, las cosas esenciales, la pasión por una vida que para ellos transcurría una parte importante del año a dos mil metros de altura, la historia de una mujer mayor con dificultades de movilidad reducida que había perdido recientemente a su hijo, y que aparece de vez en cuando por allí para ascender alguna de la montañas o para pintarlas. Y me trae una pintura que le dedicó la última vez que estuvo allí e intentó ascender un pico algo difícil y aunque no logró llegar a la cumbre quedó tan encantada que decidió quedarse en el refugio dos días más para saborear su aventura. Y un tema y otro y me cuenta de otros que han pasado por allí haciendo la Vía Alpina y de que querían modernizar el refugio y rehacerlo este años, pero como eso requería cerrarlo durante el verano, al final lo pospusieron. Y me cuenta que tienen una baita más abajo del valle donde en las otras estaciones va con su marido y su hijo y desde donde hacen excursiones por la montañas del entorno. La torta de almendras que me como con el café con leche está riquísima. La he hecho yo, me dice con orgullo. No pone ningún reparo a ser retratada. También hago una foto de la pintura que le regaló en agradecimiento la señora mayor, y que se llama Regine. Era hora de irse, me hubiera gustado quedar allí pero la necesidad de disponer de dos o tres horas para escribir, más el hecho de tener que descender dos mil metros y ascender al siguiente otros dos mil aconsejan que haga al menos un par de horas de camino todavía. 



Me hubiera gustado hablar un poco de Dámaso y Tomás, los protagonistas de mi novela, a los que seguí en sus ires y venires descendiendo hacia Biasca, pero está claro que no caben más cosas en mi jornada de hoy. Mientras cierro el kiosco, para no faltar a la costumbre, ha empezado a llover, ese sonido suave e intemporal que este año tantas veces me ha acompañado en mi caminar. 






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