Henry Miller en la última cuesta del día



Por debajo del collado de Termo, 22 de agosto 

Hay días que parecen tan normales, en donde apenas nada resalta que sirva para para poner un hito, subrayar alguna particularidad, que parecieran invitar a pasarlos por alto; ni siquiera un fotografía, un detalle que permita, sirva para decir algo provechoso, para recordarlo entre los acontecimientos de las otras jornadas. 

Debe de influir también mi ánimo, esta mañana me cansé, ni idea de por qué, más de lo usual. Mis piernas no estaban en ese punto gozoso de los mejores momentos, también me costó echar a andar, a las seis y media tuve que hacer un gran esfuerzo para salir del saco. 

Desayuné en las cercanías del col de Baranca mientras un rebaño de cabras y ovejas se acercaban a olisquear quién era ese individuo que se estaba zampando un buen trozo de queso, algo de embutido y unos puñados de anacardos. 


Desde el col de Baranca había que seguir subiendo hasta el de Egua. El caminante charló un rato con un grupo de italianos que estaban desayunando en el collado y después inició el largo descenso del valle del mismo nombre hasta el refugio de Boffalora en el que siquiera se detuvo pensando que más valdría comer en Coloforo. 



Pronóstico del tiempo para esta tarde y mañana: tormentas, lluvias y máximas de siete grados con mínimas de uno bajo cero. Salgo del restaurante un tanto escéptico, pero no llueve. La tienda la abren en media hora así que hago tiempo en la puerta. Miro el mapa, una ascensión de mil metros, un descenso de otros mil hasta Rima, una nueva subida igual de alta más un breve descenso hasta el refugio Ferioti. Ese es el programa inmediato. La temperatura es baja y las nubes están estables a la altura de dos mil metros. 

Lo sospechaba, echaría a andar después de comer y en unos pocos minutos mi cuerpo cambiaría de registro y comenzaría a comportarse como era debido. Ha sucedido así muchas tardes, tardes que después de llevar muchas horas andadas desde temprano por la mañana el cuerpo despierta como de un largo sopor y se pone alegremente a trabajar para llevarme donde yo quiera. Buen amigo, mi cuerpo, cada vez no sólo le comprendo mejor, es que cada vez le quiero más. ¡Ay, si yo pudiera convencerle para que se cuide y pueda seguir llevándome de aquí para allá; mi cuerpo, mi amigo, mi entrañable compañero de fatigas a quien tanto quiero, quien tantos deseos míos satisface, a quien tanto debo! ¡Gracias cuerpo mio por esta trotada veraniega a la que te invité y a la que tú te apuntaste con tanta generosidad, con tanto desprendimiento a sabiendas de que ibas a tener que trabajar arduamente durante meses! 

Lo he dicho algunas veces, no hay mayor placer que comprobar que tu cuerpo funciona bien. Cayeron cuatro gotas mientras subía, así que tuve que ir muy atento por si aparecía un espacio lo suficientemente amplio como para montar la tienda, no tenía ganas de mojarme hoy. He perdido mis auriculares de reserva, como era de esperar, así que la lectura de mi novela forma parte de los otros sonidos que pueblan el aire, el ruido de los arroyos principalmente. La lectora tiene una voz agradable y cándida, una voz que uno pudiera pensar que llegando a ciertos parajes, muy típicos en los libros de Henry Miller, donde explota las posibilidades de sus geniales, la voz se le ruborizaría un tanto, pero no, esta lectora lee lo que le echen sin pestañear, su voz cantarina y animosa describe con soltura y objetividad tanto los imprescindibles polvos que el guión requiere como los largos monólogos en donde se mezcla todo, filosofía de la vida, trabajo, relaciones de pareja, dinero, muerte. Ritmo del cuerpo bajo el peso del macuto, ritmo de la novela donde se entrevera un sucinto relato que sirve para sustentar las ideas del autor, ritmo el de la propia pendiente con sus cortos bucles arremetiendo la ladera con decisión entre una espesa vegetación.



El valle se fue alejando lentamente y cuando ya había alcanzado casi el límite en que las nubes se mantenían estacionarias en lo alto como si de un techo postizo se tratara, por encima de un repecho del camino apareció un pequeño espacio plano con un banco de piedra contra la pendiente. Perfecto. No me esperaba esto en una ladera tan abrupta. No había tiempo que perder, coloqué la tienda y me repantigué en el asiento. Profusa vegetación me rodeaba, algún abeto aislado aquí o allá, el ruido de un arroyo próximo. 

Unos minutos después los bancos de niebla que subían del valle invadieron mi campamento de altura y todo quedó perfecto para un decorado de invierno londinense. Duró el tiempo de hacer unas tomas, cayeron algunas gotas pero ello no impidió que yo pudiera seguir con la escritura de mi crónica que debía interrumpir de vez en cuando para llamar al orden a algunos mosquitos que merodeaban en torno a mi cabeza y mis manos. El frío y una lluvia débil terminaron por invitarme a que me metiera en la tienda. Ahora cae una lluvia ligera sobre la tienda, es agradable como una brisa en día de calor. Anochece. Me voy a dar cuenta de mi cena. Buenas noches. 





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