Una tumba en la montaña


Chiareggio, 1 de agosto 

Quizás no debí haber comprometido la habitación hasta comer y ver qué pasaba con el tiempo. Son las cuatro de la tarde. Me asomo al balcón y veo pasar a dos grupos de jóvenes con sus abultados macutos a la espalda. No llueve y se ve algún raro claro en el cielo. No me siento a gusto mano sobre mano a esta hora, soy un animal que está fuera de su espacio habitual, mi espacio a esta hora es otro, el bosque, algún alto prado, no la cómoda habitación de un hotel. ¿Quien puede explicar estas cosas? 

He terminado con mi crónica de hoy y he subido a mi habitación para seleccionar las fotos y mandárselo todo a Victoria para que lo publique en el blog. De paso he mirado el correo, había un comentario de Santiago Pino a la entrada titulada: "Nena". Reproduzco sus palabras aquí:

"Me has hecho recordar la parte oscura de la montaña en la que se impone prudencia y respeto, y aun así puede ocurrir que en un arranque de cólera la montaña te arrebate esta gratificante vida, para quedarse con ella. A veces quedando petrificado, para formar parte de la montaña".

Ayer, en las cercanías del paso Cancien, poco antes de aquella visión arrobadora de hielo y aristas rocosas que se elevaban hasta los cuatro mil metros del Bernina, me tropecé con una lápida fijada sobre uno de los grandes monolitos de granito. Estas palabras estaban talladas en el mármol:

"Fernando Pagnoncini
Fra le tue amate montagne riposa nella pace del Signore". Reposa entre tus amadas montañas en la paz del Señor.

En el macizo del Bernina

La visión de aquella imagen me sirvió de compañía durante un buen rato. Después tuve una larga conversación por teléfono con Victoria y olvidé el asunto hasta esta tarde que leí las palabras de Santiago. Recuerdo que lo primero que hice cuando vi la lápida fue acercarme a ver el rostro de aquel hombre, quizás quería descubrir en sus facciones ese amor que se nombraba más abajo, después mis pensamientos volaron a un mundo irreal en donde los muertos guardan cierta conciencia de su estado de quietud tras la muerte, en cuyo caso amante y amada permanecerían juntos como Romeo y Julieta en el mausoleo de Verona. Fantaseaba con ello pero en el fondo de mí había algo que me hacía grata la idea. Yo me autoinmolé en los barrancos del Cañón de Añisclo en una de mis novelas, pero entonces era una razón ajena a la montaña, estaba relacionada con una frustrada fidelidad, el caso en el que pensaba ahora era diferente, la bondad de mi fantasear sobre el hecho de ser enterrado en la montaña, en aquellas más amadas y visitadas en vida, tenía que ver con un auténtico sentimiento de amor, digo a la montaña pero debería matizar e incluir en ello amor a un estilo de vida en donde la naturaleza y sus elementos tendrían parte no como elementos pasivos sino como integrantes de esa relación viva cuyo resultado es el individuo integrado en todo aquello que la montaña ha significado para él, integradas sus propias vivencias en ellas. 

Simplificando, me estimulaba la idea de vivir esa vida sin vida en un apartado lugar de la montaña, mis cenizas, ese espíritu que Homero recrea de los héroes fallecidos en los campos de batalla de Troya y que nunca parece dispuesto a desaparecer definitivamente o porque la memoria de los vivos los reclaman o porque Tiresias u otros se lo devuelven de continuo como si de patrimonio de aquel pueblo eximio se tratara. Es decir, aprovechaba esa esperanzada idea que casi todas las culturas han tenido respecto a lo muertos, intentando mantenerles en vida latente más allá de la memoria. 

Volviendo al recogimiento de aquel rincón de la montaña donde podían yacer las cenizas de un montañero fallecido en las cercanías, y sin ir más lejos en elucubraciones, la idea de que me llevaran a un rincón así tras la muerte, un balcón sobre el bello panorama de las cumbres, me resultaba muy grato. Imaginaba el tránsito de las estaciones desde mi rincón junto al gran monolito de granito, la primera nevada, las cumbres cubriéndose poco a poco del blanco manto invernal; la primavera y el deshielo, las primeras flores despuntando en los prados encharcados, el paso de los primeros caminantes con la proximidad del verano; en fin, el cielo cuajado de estrellas, las lluvias intensas de un mes de octubre. Y yo mientras tanto muerto, allí quietecito quietecito contemplando aquel solitario y espléndido universo. 

Y respecto a las palabras de Santiago, recordar cómo los hombres han intentado reproducir las grandes pasiones en el campo de la literatura o la música hasta ese punto en que el retorno ya no es posible. Tristan e Isolda y Romeo y Julieta quizás sean los ejemplos más significativos. En la montaña esos casos son mucho más numerosos, ¿cuantos casos conocemos en que una enorme pasión por ella ha concluido con la vida del amante? En mi mundo cercano de los tiempos de escalada se puede contar con Arrabal, el Miembro, un hombre, que como todo enamorado vivía una muy íntima relación con la montaña; o el caso de José Angel Lucas, que murió descendiendo de la cumbre de los Jorasses y que me contaba una noche de invierno bajo el techo de una pequeña tienda de vivac que él estaba dispuesto a dar absolutamente todo por llegar a determinadas cumbres. El riesgo que corre todo amante está ahí siempre, la montaña es una amante exigente a la que, como dice Santiago, hay que tratar con prudencia y respeto. 

Terminando estas líneas he recordado que el pasado año haciendo el GR-1, en los altos de Sangüesa, en un lugar remoto de sus montañas, asomado como un balcón hacia el Pirineo, descubrimos Ramón y yo un pequeño cementerio que no era mayor que la sala de estar de una casa corriente. Los restos de un aviador austriaco de la Segunda Guerra Mundial yacían allí después de que su avión se estrellara en los alrededores. Un ángel de mármol velaba su tumba. Guardo la sensación de bienestar que me producía el lugar, solitario, perdido en el monte. En aquel momento pensé en la gran suerte que le había cabido a aquel militar al haber encontrado un lugar tan hermoso para su reposo eterno.

En los altos de Sangüesa


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