Vencejos, nuestra patria bananera, la sociedad del cansancio


 Campanario, 27 de febrero de 2017

Tramo Monterrubio de la Serena - Campanario. 


Desde la cama veo volar a los vencejos; como siempre, nerviosos, enervados por una actividad desenfrenada, van de acá para allá en continuos requiebros sin descanso. En cierto sentido se parecen a la generalidad de los humanos, incansablemente ocupados en esto o lo otro. Somos la sociedad de la agitación, y por tanto del cansancio. Me resultó tan sugestivo el trabajo de Byung-Chul Han, del que leí días atrás Psicopolítica, que hoy comencé otra obra suya de sugestivo título: La sociedad del cansancio. Asegura Han que la sociedad del rendimiento está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad de dopaje. En una sociedad así el ser humano en su conjunto se convierte en una «máquina de rendimiento», cuyo objetivo consiste en el funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del rendimiento. La fiebre de producir cada vez más en el menor tiempo posible y con ello, incrementar al máximo los beneficios, se ha convertido en el pandemonium alrededor del cual no sólo brujas y diablos bailan pretendiendo unir luz y tinieblas para sintetizar lo que otros no consiguieron con la piedra filosofal, sino que de estos la fiebre ha pasado al común de los mortales como idea esencial de nuestros días. No perder el tiempo, producir mejor y en menor tiempo ¿Con qué finalidad? ¿Pa qué? Bueno, contestar a eso ya puede ser más problemático, incluso es posible que después de una concatenación de razones y argumentos descubramos que para nada, para distraer la vida, para huir del horror vacui, el miedo al vacío que la vida puede producir, para salir del aburrimiento, para dar salida a una necesidad que se nos impone así desde el sistema económico que nos domina. Creemos ser libres pero la libertad es bien poca cosa encorsetados como estamos por ese dopaje de que habla Byung-Chul Han. En realidad, el sujeto de rendimiento, que se cree en libertad, “se halla tan encadenado como Prometeo. El águila que devora su hígado en constante crecimiento es su alter ego, con el cual está en guerra. Así visto, la relación de Prometeo y el águila es una relación consigo mismo, una relación de autoexplotación”.


Los vencejos compartieron hoy el día con las grullas y las cigüeñas. Amaneció pochito, pero poco a poco el cielo azul fue abriéndose paso entre las nubes hasta quedar amo y señor de las alturas. Podían verse grandes bandadas de grullas bajando sobre los campos recién arados para buscar entre los surcos color tabaco oscuro lombrices de tierra con que desayunar. También las cigüeñas en pequeños grupos de cuatro o cinco merodeaban en pequeñas lagunas que había dejado la lluvia y que levantaban el vuelo al paso del peregrino.

Llevo tantos días en la compañía de las encinas que esta mañana las reconocía ya como viejos amigos con los que desde antes del alba ya vas a compartir la jornada. No son encinares, las encinas aparecen diseminadas por las dehesas, unas veces rodeadas de cultivos de alguna gramíneas, otras en campos en barbecho, en muchas ocasiones aterciopelados sus pies por la blanca alfombra de las margaritas. Me quiere o no me quiere, me quiere o no me quiere. Las encinas, diseminadas por estos campos, aparecen como un ejército de aguerridos y robustos señores de porte retorcido y sobrio, como viejos guerreros a los que el sol, el viento y la lluvia hubiera dotado de una bella y rústica naturaleza alzada sobre el campo, brazos en alto, con la prestancia de una fuerza secular. Consistencia, arrogancia, belleza escueta; ellas, en medio de las dehesas, hacen que continuamente admire en sus formas, sus troncos atormentados a veces, sus ramas retorcidas, al tiempo escultor que pacientemente modela aquí a los árboles, allá a una aglomeración de grandes masas de granito, en otro rincón un riachuelo, una gran cárcava, las estancias de este museo sencillo y armonioso de esta primera tierra extremeña que piso.


Había pensado en finalizar mi jornada en Castuera, a veinte kilómetros de Monterrubio de la Serena, pero llegué allá al mediodía, quizás demasiado pronto, me dije. Paré a comer algo en un bar. Mientras daba cuenta de unas tostadas de distintos patés ojeé los periódicos. Últimamente me da rubor pasar la vista por tanta inmundicia. Hablamos a veces de España como de un país bananero, pero a estas alturas el modo como se conduce el sistema judicial y el gobierno frente a la corrupción y los sinvergüenzas de toda condición es tal que habría que intentar otro término. Estamos tan acostumbrados a usar el término mafia y todos sus seudónimos para referirnos a ellos, incluido el entorno de la corona y todos los escalafones del PP, que la resignación por fuerza termina pudiéndonos invitándonos a pensar que este país realmente no tiene solución, que los sinvergüenzas son tantos y están tan atrincherados en las instituciones, gobierno, sistema judicial, ejército, Casa Real (la impunidad de ese tal Juan Carlos tan bochornosa o más que la de su hija y su yerno) que ni varias generaciones de un supuesto gobierno de izquierdas o centro izquierda serían capaces de enderezar. Caraduras, sinvergüenzas, aprovechados que, cargados con el cinismo más ramplón no dudan en quitarse del medio a los fiscales molestos o amañar juicios y decisiones judiciales como si fueran zapatos a las medidas de sus pies.


A la salida de Castuera, el campo verdeaba salpicado de pequeñas flores amarillas y margaritas, era el turno Felisberto Hernandez; su novela corta, Las Hortensias, me ocupó una gran parte del camino. Una enigmática historia, hasta ahora todos los relatos que he leído suyos pueden llevar ese atributo, que no lejos de los procedimientos de Kafka, se mueve entre aguas tan diversas como los sueños eróticos, los celos, el amor, las rutinas de la vida conyugal y el enfermizo miedo al propio yo que convierten al espejo en un sintomático enemigo. Entrar en la literatura latinoamericana es abrirse paso a un mundo que en su conjunto suscitan realidades que parecieran exclusivas de ese continente. Algo que sucede también con la literatura japonesa y que no comparten otras zonas del mundo. Por demás, mis lecturas de literatura latinoamericana están enormemente vinculadas a largos viajes que cubren desde México hasta Tierra del Fuego, pasando por Centro América y la Cuenca Amazónica, precisamente porque viajando por esos países fue imposible dejar de leer entusiásticamente a los autores de los distintas tierras que atravesábamos y que se fueron sumando kilómetro a kilómetro a los autores clásicos ya sobradamente conocidos por nosotros.

Fue curioso constatar cómo mientras recorría la novela, y un posterior relato titulado El balcón, iba naciendo en mí el deseo de volver a recorrer América Latina de norte a sur. Según iba leyendo en un segundo plano de mi conciencia ya me veía recorriendo los países andinos, las selvas, la Pampa, la Patagonia, mientras en mi mochila se iban almacenando los libros de autores nuevos o ya conocidos que esperaban su lectura. Deseo de viajar, pero deseo de viajar acompañado por ese mundo tan especial de los autores de aquellas tierras. Los dedos se me hacían huéspedes recordando cocodrilos junto a la pista de tierra que atravesaba nuestro autobús, ríos cruzados en grandes barcazas, la cordillera levantada sobre el desierto de Atacama, siempre en la compañía de Arguedas, Ciro Alegría, Cortázar, García Márquez, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Carlos Fuentes… tan largo etcétera.

A última hora, mientras leía La sociedad del cansancio, me encontré con un latinajo de Catón que dejó aquí para terminar mi crónica de hoy, y que traducido al castellano, decía: “Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo”





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