Tramo Monterrubio de la Serena - Campanario.
Desde la cama veo volar a los
vencejos; como siempre, nerviosos, enervados por una actividad desenfrenada,
van de acá para allá en continuos requiebros sin descanso. En cierto sentido se
parecen a la generalidad de los humanos, incansablemente ocupados en esto o lo
otro. Somos la sociedad de la agitación, y por tanto del cansancio. Me resultó
tan sugestivo el trabajo de Byung-Chul Han, del que leí días atrás Psicopolítica, que hoy comencé otra obra
suya de sugestivo título: La sociedad del
cansancio. Asegura Han que la sociedad del rendimiento está convirtiéndose
paulatinamente en una sociedad de dopaje. En una sociedad así el ser humano en
su conjunto se convierte en una «máquina de rendimiento», cuyo objetivo
consiste en el funcionamiento sin alteraciones y en la maximización del
rendimiento. La fiebre de producir cada vez más en el menor tiempo posible y
con ello, incrementar al máximo los beneficios, se ha convertido en el
pandemonium alrededor del cual no sólo brujas y diablos bailan pretendiendo
unir luz y tinieblas para sintetizar lo que otros no consiguieron con la piedra
filosofal, sino que de estos la fiebre ha pasado al común de los mortales como
idea esencial de nuestros días. No perder el tiempo, producir mejor y en menor
tiempo ¿Con qué finalidad? ¿Pa qué? Bueno, contestar a eso ya puede ser más
problemático, incluso es posible que después de una concatenación de razones y
argumentos descubramos que para nada, para distraer la vida, para huir del horror vacui, el miedo al vacío que la
vida puede producir, para salir del aburrimiento, para dar salida a una
necesidad que se nos impone así desde el sistema económico que nos domina.
Creemos ser libres pero la libertad es bien poca cosa encorsetados como estamos
por ese dopaje de que habla Byung-Chul Han. En realidad, el sujeto de
rendimiento, que se cree en libertad, “se halla tan encadenado como Prometeo.
El águila que devora su hígado en constante crecimiento es su alter ego, con el
cual está en guerra. Así visto, la relación de Prometeo y el águila es una
relación consigo mismo, una relación de autoexplotación”.
Los vencejos compartieron hoy el
día con las grullas y las cigüeñas. Amaneció pochito, pero poco a poco el cielo
azul fue abriéndose paso entre las nubes hasta quedar amo y señor de las
alturas. Podían verse grandes bandadas de grullas bajando sobre los campos
recién arados para buscar entre los surcos color tabaco oscuro lombrices de
tierra con que desayunar. También las cigüeñas en pequeños grupos de cuatro o
cinco merodeaban en pequeñas lagunas que había dejado la lluvia y que
levantaban el vuelo al paso del peregrino.
Llevo tantos días en la compañía
de las encinas que esta mañana las reconocía ya como viejos amigos con los que
desde antes del alba ya vas a compartir la jornada. No son encinares, las
encinas aparecen diseminadas por las dehesas, unas veces rodeadas de cultivos
de alguna gramíneas, otras en campos en barbecho, en muchas ocasiones
aterciopelados sus pies por la blanca alfombra de las margaritas. Me quiere o
no me quiere, me quiere o no me quiere. Las encinas, diseminadas por estos
campos, aparecen como un ejército de aguerridos y robustos señores de porte
retorcido y sobrio, como viejos guerreros a los que el sol, el viento y la
lluvia hubiera dotado de una bella y rústica naturaleza alzada sobre el campo,
brazos en alto, con la prestancia de una fuerza secular. Consistencia,
arrogancia, belleza escueta; ellas, en medio de las dehesas, hacen que
continuamente admire en sus formas, sus troncos atormentados a veces, sus ramas
retorcidas, al tiempo escultor que pacientemente modela aquí a los árboles,
allá a una aglomeración de grandes masas de granito, en otro rincón un
riachuelo, una gran cárcava, las estancias de este museo sencillo y armonioso
de esta primera tierra extremeña que piso.
Había pensado en finalizar mi
jornada en Castuera, a veinte kilómetros de Monterrubio de la Serena , pero llegué allá al
mediodía, quizás demasiado pronto, me dije. Paré a comer algo en un bar.
Mientras daba cuenta de unas tostadas de distintos patés ojeé los periódicos.
Últimamente me da rubor pasar la vista por tanta inmundicia. Hablamos a veces
de España como de un país bananero, pero a estas alturas el modo como se
conduce el sistema judicial y el gobierno frente a la corrupción y los
sinvergüenzas de toda condición es tal que habría que intentar otro término.
Estamos tan acostumbrados a usar el término mafia y todos sus seudónimos para
referirnos a ellos, incluido el entorno de la corona y todos los escalafones
del PP, que la resignación por fuerza termina pudiéndonos invitándonos a pensar
que este país realmente no tiene solución, que los sinvergüenzas son tantos y
están tan atrincherados en las instituciones, gobierno, sistema judicial,
ejército, Casa Real (la impunidad de ese tal Juan Carlos tan bochornosa o más
que la de su hija y su yerno) que ni varias generaciones de un supuesto
gobierno de izquierdas o centro izquierda serían capaces de enderezar.
Caraduras, sinvergüenzas, aprovechados que, cargados con el cinismo más ramplón
no dudan en quitarse del medio a los fiscales molestos o amañar juicios y
decisiones judiciales como si fueran zapatos a las medidas de sus pies.
A la salida de Castuera, el
campo verdeaba salpicado de pequeñas flores amarillas y margaritas, era el
turno Felisberto Hernandez; su novela corta, Las Hortensias, me ocupó una gran parte del camino. Una enigmática
historia, hasta ahora todos los relatos que he leído suyos pueden llevar ese
atributo, que no lejos de los procedimientos de Kafka, se mueve entre aguas tan
diversas como los sueños eróticos, los celos, el amor, las rutinas de la vida
conyugal y el enfermizo miedo al propio yo que convierten al espejo en un
sintomático enemigo. Entrar en la literatura latinoamericana es abrirse paso a
un mundo que en su conjunto suscitan realidades que parecieran exclusivas de
ese continente. Algo que sucede también con la literatura japonesa y que no
comparten otras zonas del mundo. Por demás, mis lecturas de literatura
latinoamericana están enormemente vinculadas a largos viajes que cubren desde
México hasta Tierra del Fuego, pasando por Centro América y la Cuenca Amazónica ,
precisamente porque viajando por esos países fue imposible dejar de leer
entusiásticamente a los autores de los distintas tierras que atravesábamos y
que se fueron sumando kilómetro a kilómetro a los autores clásicos ya
sobradamente conocidos por nosotros.
Fue curioso constatar cómo
mientras recorría la novela, y un posterior relato titulado El balcón, iba naciendo en mí el deseo
de volver a recorrer América Latina de norte a sur. Según iba leyendo en un
segundo plano de mi conciencia ya me veía recorriendo los países andinos, las
selvas, la Pampa ,
la Patagonia ,
mientras en mi mochila se iban almacenando los libros de autores nuevos o ya
conocidos que esperaban su lectura. Deseo de viajar, pero deseo de viajar
acompañado por ese mundo tan especial de los autores de aquellas tierras. Los
dedos se me hacían huéspedes recordando cocodrilos junto a la pista de tierra
que atravesaba nuestro autobús, ríos cruzados en grandes barcazas, la
cordillera levantada sobre el desierto de Atacama, siempre en la compañía de
Arguedas, Ciro Alegría, Cortázar, García Márquez, Rómulo Gallegos, Juan Rulfo,
Jaime Sabines, Carlos Fuentes… tan largo etcétera.
A última hora, mientras leía La sociedad del cansancio, me encontré
con un latinajo de Catón que dejó aquí para terminar mi crónica de hoy, y que
traducido al castellano, decía: “Nunca está nadie más activo que cuando no hace
nada, nunca está menos solo que cuando está consigo”
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