De camino al refugio
Berghaus Binderald, 29 de junio de 2017
Voy a ver si me
despierto escribiendo mi crónica. En torno a las dos de la tarde, subiendo al
collado de Bunderchrinde, se puso a llover y monté la tienda en un prado. El
tiempo está inestable. Mientras comía salía el sol a ratos, volvía a
oscurecerse y el tiempo se ponía frío hasta el punto de obligarme a meterme en
el saco, pero un rato después daba el sol y la tienda se convertirá en un
horno. En medio de este ir de un lado a otro del confort térmico dormí la
siesta, pero me despertó súbitamente un nuevo chaparrón y tuve que meter la
alfombrilla solar definitivamente. Con este tiempo de lluvias mis baterías
están casi al límite. Había pensado desmontar la tienda y andar un rato más a
la tarde pero la lluvia sigue cayendo intermitentemente.
Día en extremo
tranquilo. Esta mañana, bajando del collado de Hahnenmoospss, tenía una dicha
extraordinaria encima, bajaba feliz con el sol de la primera hora bañando mi
cuerpo. Las montañas más altas de enfrente tenían un manto de nieve reciente de
la noche anterior que cubría parcialmente los espolones y la roca oscura de sus
laderas. Había desayunado opíparamente en el establecimiento del collado y
ahora tenía delante de mí un largo descenso hasta Adelboden. El sol me daba de
frente de manera que era imposible recargar mis baterías con el panel solar,
pero se me ocurrió una cosa, quizás podía intentar ponérmelo por delante a modo
de gran babero. Paré y decidí sacar todo lo que tenía mojado del día anterior
para ver el modo de colgarlo de algún modo sobre la mochila. El apaño resultó,
delante, sobre el pecho, colgué el panel solar y detrás la capa de agua, la
funda de agua del macuto y unos calcetines. Debía de tener una pinta cuanto
menos curiosa con toda esa impedimenta por encima. Más abajo una pareja de
mujeres mayores con las que me crucé no resistieron las ganas de cruzar unas
palabras conmigo a cargo de todos esos colgajos. Se reían de buena ganas
mientras les explicaba que la noche anterior se me había mojado todo; era un
tendedero viviente.
El recorrido por
la historia de la humanidad, siguiendo el libro de Acemoglu y Robinson, es un
constante reiteración de hechos cuyo común denominador es el intento del
dominio de un élite sobre el resto de los habitantes, habitantes de un
continente, un país, una tribu, una horda, es lo mismo; siempre que no se haya
desarrollado una oposición suficiente de trabajadores o estamentos inferiores
que hayan podido hacer frente a un poder absoluto, la gente corriente lo ha
tenido crudo; el abuso, la muerte, la expropiación, la carencia de derechos ha
sido la norma. Asombra un tanto, en primer lugar, este deseo desorbitado de
poder y codicia que ha aquejado a prácticamente todos esos personajes
históricos a través de cuyos nombres nos enseñaron desde el bachillerato a
conocer la historia universal, siempre un rosario de cretinos, que los textos
de la época canonizaban como los padres de la patria, los pilares sobre los que
se sustentan las naciones según los textos escolares. Descubrir de adultos por
la clase de sinvergüenzas que hemos sido gobernados desde siempre, Austrias y
Borbones, clero, más las élites de todos los colores que en España parece que
nunca buscaron más allá que su propio interés, es algo que contraviene el
sentido común más elemental. Y asombra en segundo lugar, después de esa codicia
institucionalizada vivida como la cosa más natural del mundo, el desprecio que
esas élites han ejercido siempre por eso que llamamos el bien común. Asombra
cómo con el tiempo instituciones que habían nacido al amparo de la construcción
de un mundo mejor, a través de las religiones, cómo tempranamente pervirtieron
sus fundamentos más esenciales para transformarse a su vez, al modo de otras
élites y otras monarquías absolutas, en obsesos de poder y riqueza.
Ir descubriendo
página a página la verdad en la que se sustentan la pobreza de las naciones,
tantos países de África, la inferioridad económica de América Latina en
relación a Estados Unidos o Canadá, el desarrollo tan desigual de la mayoría de
lo países de Oriente en relación al Reino Unido o Estados Unidos, a la vez que
aclara cuáles son las pautas más acertadas para un desarrollo económico y
político, es decir una política y un economía inclusiva, en donde el juego de
fuerzas no se basa en la extorsión de unos sobre otros, sino en la libre
concurrencia, la igualdad de derechos y el respeto de una ley que a todos trata
igual; ir descubriendo estas cosas en donde la ley de la selva fue el eje alrededor
del cual giró la historia del mundo, añade a mi caminar de hoy y de estos días,
cuando me sumerjo en la lectura, una percepción de la realidad que busca un
síntesis del hecho social y el de la propia realidad individual.
Ese afán que los
estamentos de gobierno han tenido siempre por querer hacer de la patria y sus
valores el referente para toda la comunidad de ciudadanos, llegando a enunciar,
si fuera necesario, entregar la vida por ella, se descubre ante un visión de la
historia objetiva cuanto menos como un terreno escurridizo cercano a la farsa.
La defensa de lo común, un hecho en sí inapelable, pero pervertido y manipulado
desde siempre, pone en alerta al individuo que, consciente también de su
individualidad y la brevedad de la vida, puesto frente a sus deberes sociales,
debe obligarse a vigilar, con preeminencia, añadiría yo, sus interés personales
a fin de no pasar por ingenuo en ese batiburrillo social y político en el que,
como las hormigas y los pulgones, cada uno tiene su lugar asignado.
Adelboden,
situado al final de la ladera de mi descenso, es un pueblo bonito de calles
concurridas y animadas tiendas donde apenas voy a parar para llevarme un kebab
que complete mi comida. Era poco probable que llegara al refugio y el tiempo
por las alturas se estaba cerrando, así que me curé en salud previendo, como el
día anterior, que a poco se pusiera a llover. Más arriba cayeron algunas gotas
y decidí bajar al arroyo para llenar mis dos cantimploras. Con dos litros de
agua y la comida que llevaba encima casi podría pasar un día y medio en la
tienda si el tiempo se ponía muy malo. Sí, no tardó en empezar a llover. Tuve
suerte, cien metros más adelante me estaba esperando un prado que ni pintado.
Son cerca de las siete y sigue lloviendo. Aquí me quedo.
2 comentarios:
¿Para cuando una revolución? Yo perdí la esperanza cuando con cada nuevo plan de estudios de lo que se trata es de sumir a la ciudadanía en la más absoluta pobreza intelectual.
Dicen que sin esperanza es más difícil vivir. Parece que la cosa puede consistir en intentar armonizar lo público y lo privado. La vida es puro arte y el arte no se hace a la buena de Dios. Digo yo, vamos.
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