Sargans, 10 de
julio de 2017
Se me ocurrió ese
título muy temprano cuando subía los grandes bucles que ascendían valle arriba
camino de Foopass. Se me había pasado por la cabeza ponerme a leer en uno de
los recodos del camino, pero de golpe, me dije, quita, quita. Y era el caso que
son unas horas muy especiales esas primeras horas de la mañana. Quizás las
horas en que más me vivo a mí mismo. Todavía recuerdo una época de mi vida,
quizás entre los veinticinco y los cuarenta en que mirando para atrás
posteriormente muchas veces me preguntaba: ¿pero cuándo tomaste la
determinación de esto o lo otro?, decisiones importantes que se habían impuesto
por sí mismas en la barahúnda de los acontecimientos sin que apenas me hubiese
dado cuenta de ello. Es cierto que la intensidad con la que se vive a veces deja
poco resquicio a que uno pueda vivenciar las cosas de la vida, ser consciente
en el momento que suceden, porque precisamente esa intensidad nos priva de ese
desdoblamiento que nos permitiría experimentar la vida a la vez que ver y sentir
cómo nuestro cuerpo y nuestra alma la siente. Ser acción vívida y a la vez
consciencia de esa acción. No sé si me explico. Una cosa es vivir intensamente
y otra diferente vivir esa intensidad, digamos como si alguien desde un helicóptero
pudiera adicionalmente verse y saborear así el gozo del que goza. Yo me puedo
divertir pero si además me percibo en el gozo de la diversión, el resultado es
doble. La conciencia de mí mismo caminando esta mañana en la trocha de cortos
empinados bucles, visto en el conjunto de mis músculos en movimiento, la
sensación de mi propia fuerza, el trino de los pájaros que despertaban al
amanecer, el rumor del agua de los arroyos, la niebla que vestía las laderas
con alargados fulares blancos; todo ello, como un cóctel en el recipiente de
mis sensaciones, hacía que eso que llamó vivirse a uno mismo adquiriera unas
relevancia que sólo en especiales momentos uno es capaz de sentir y vivir.
Vivir viviéndose
de la manera que digo no es cosa de todo momento, qué sería como si también en
cada instante estuviéramos oyendo el latido de nuestro corazón, el ritmo de
nuestros pulmones o el movimiento de los intestinos o sintiendo el trabajo de
los lacrimales sobre nuestros ojos, sino de instantes de especiales
circunstancias que nos descubren un yo al que es bueno auscultar, ver y sentir.
Cuando uno está de buen humor y se siente fuerte, una conciencia de sí puede
llegar a ser como tomarse una refrescante cerveza cuyo contenido real es uno,
el bosque, la niebla, la belleza del mundo en que vivimos.
El collado de
hoy, el Foopass, se dejó subir con bastante facilidad pese a los mil doscientos
metros de desnivel que casi es de rigor estos últimos días. Cubierto, con
niebla a rachas, pero de momento sin lluvias. Llego al collado, extiendo el
jersey en el suelo, saco unas barritas y unas avellanas y me tumbo a mirar el
paisaje y a dar cuenta del aperitivo. Un poco gris, montañas desvestidas de
nieve hoy, una bajada enorme a mis pies, cinco horas marca el cartelito
amarillo sobre mi cabeza. En fin, hay que marcharse. Recojo y compruebo que las
correas que sujetan mi tienda están un poco flojas. Las aprieto y caigo
entonces en la cuenta de que aquello abulta muy poco. Cuando la tienda está
mojada enrollo aparte el doble techo en una llamativa bolsa de plástico roja.
¡Hostia! La bolsa ha desaparecido, el doble techo no está. Abro
precipitadamente la otra bolsa y no, nada más está el interior. De golpe me he
quedado sin hogar, mi loa a mi tienda es inútil, ahora si que soy un descarado sintecho.
Y el tiempo está como está, de pura lluvia. ¡Joder!, que bajando tuve que dejar
la lectura de Cien años de soledad porque
en el galimatías de los mil nombres que de continuo aparecen y desaparecen en
las páginas de la novela no me estaba enterando de nada porque mis pensamientos
se me iban al dichoso techo, que dónde lo pude perder, que qué haría ahora,
que… terminé por parar y ver las dimensiones del pueblo a donde iba a llegar y
que me supondría alargar mi caminata cuatro horas más de lo previsto. Se
trataba de Sargans, aparecía grandecito. Especulé con la posibilidad de que
pudiera comprar una tienda allí pero dudaba de que pudiera llegar a tiempo.
Vamos, que de García Márquez nada de nada con aquel rollo en la cabeza que me
había convertido en un menesteroso, más en un día como hoy que estaría tronando
y diluviando en unas pocas horas. Ya me veía como cualquier bicho del bosque,
vaca, zorro, chova, acuclillado sobre mí mismo bajo un árbol como un pigmeo
esperando a que acabara el temporal.
En breve, pensé
en coger un autobús que me ahorraría los últimos kilómetros, pero no hizo
falta, empezó a llover otra vez fuerte, paré para ponerme mis atuendos de
lluvia y en aquel momento pasó un coche, levanté precipitadamente el dedo y,
milagro, paró. Era una pareja mayor de Zurich con la que enseguida pegué la
hebra en italiano. Me dejaron frente a la tienda de deportes de Sargans. Nos
despedimos efusivamente. Podíamos haber hecho un millar de kilómetros juntos,
así de majos resultaron. Quince minutos después bajaba del segundo piso con una
tienda de campaña nueva. Espero que ésta merezca parecidos elogios a la
anterior. Comí en un self service y enseguida salí pitando esperando que la
pausa que se había producido en la lluvia de la tarde se mantuviera. Pero no cayó
esa breva. Media hora después, mientras me alejaba por una carretera camino de
los bosques empezó a llover, poco en los primeros minutos, fuerte después.
Divisé un techado más arriba que contenía leña. Allí me metí, estaba hasta los
topes de leña y trastos, pero… Paró un coche enfrente al poco rato, pregunté a
la chica que lo conducía si era suya la leñera, me indicó que era de la casa de
abajo. Llamé a la puerta y salió una anciana, que tardó en comprenderme
sorprendida por un extraño en su puerta. Cuando entendió me dijo que aquello
estaba muy mal, que sacaría su coche del garaje y podría instalarme allí. Mil
gracias. Era un lugar acogedor. Al poco rato salió para ofrecerme la ducha y el
uso del servicio. Jo, era demasiado. No acepté, además de que no me parecía
bien estaba demasiado guarro después de varios días de caminar como una bestia
bajo la lluvia. Poco después la señora salió camino del pueblo bajo un paraguas
y cuando volvió se empeñó en que al día siguiente me prepararía un desayuno. No
me podía negar. Entre seis y media de la mañana y siete llamaría a su puerta.
Vamos, que Dios aprieta pero no ahoga.
2 comentarios:
Animo, aun queda buena gente en este mundo
Gracias, Anónimo.
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