A dos jornadas del mar




Baisse de Saint-Véran, 24 de agosto de 2017


He tenido que forzar la memoria para averiguar de dónde había salido hoy, quizás porque aquel refugio, de Nice, más arriba del cual había dormido, me parecía tan lejano como si hubieran transcurrido varias jornadas desde que salí de él. Probablemente algún día del próximo invierno me entretendré en reconstruir el recorrido del verano con la ayuda de los tracks y del blog, pero lo que es ahora en absoluto sabría hacerlo. En el pequeño rectángulo del teléfono cabe tan poca cosa que no da para constatar más que un poco de lo que tienes delante y otro tanto de lo que dejas atrás. No es sólo que mi memoria sea desastrosamente débil, es que no caben tantos caminos y tantos paisajes en ella. Aparte de esto, llevo varios días recorriendo el mismo trayecto que hice hace quince años, aunque en sentido contrario; pues salvo algún pequeño detalle como las largas lomas de hoy que terminarán mañana en Sospel, apenas me quedó nada, la curiosidad de que por un largo trayecto del Parque Nacional de Mercantour no se pudiera caminar con bastones de punta de hierro o que no pudieran cabalgar caballos con herradura. No tuve oportunidad de preguntarlo pero hoy entendí que debía de ser por alguna razón religiosa. El valle de Les Merveilles es un lugar donde debieron vivir antiguas comunidades cristianas a principio de nuestra era. Existen restos en forma de grafitis y la forma de un rostro en la roca que se identifica con el de Cristo, Recordé el caso de la roca Ayers en el centro del desierto australiano que no es accesible debido al culto que los aborígenes australianos le prestan. Una inmensa roca de kilómetros de diámetros que es el mayor espectáculo de Australia cuando llega la hora del crepúsculo.

Ayers Rock, Uluru-Kata Tjuta National Park, Australia

Anoche me quedé dormido en mitad del estruendo de la tormenta. El caso es que después debió de ser todavía más violenta. Cuando salí de la tienda aún había grandes manchas del granizo en que se debieron de convertir aquellos gruesos goterones que hundían el techo, grandes bolas gruesas como guisantes gordos se habían acumulado a un lado y a otro del camino.

La complejidad de estas montañas y sus profundos valles me han dejado sin cobertura durante los tres últimos días. Se trata de un mundo de piedra que no responde a la estructura corriente en donde de la cabecera de un valle pasas a la de otro y en donde sueles encontrar un pequeño pueblo o algún establecimiento hotelero. De hecho llevo casi una semana en que mi camino en todo momento se ha movido entre los mil setecientos metros de desnivel y los dos mil quinientos. Un universo donde sólo hay refugios, refugios que no siempre estaban en mi camino y que me han jugado por tanto alguna picia. No creo recordar haber estado tanto tiempo en un paisaje tan desolado, rocas, grandes pedreras, montañas desnudas, apenas algún abeto aislado en la inmensidad de los valles. Y entre aquel universo de piedra pequeños o grandes lagos solitarios en cuyas cercanías se podía ver pacer y saltar a los sarrios y a las cabras montesas.


Veamos, al primer collado de la mañana, Baisse de Basto llegué al mismo tiempo que un matrimonio mayor, bueno un poco antes porque al hombre la respiración le bufaba tanto que veía que le iban a estallar los pulmones; ni habla le quedaba para insistir que les pasara cuando apenas quedaban cincuenta metros para el collado. En el collado tuvieron que esperar un rato para hacernos mutuamente las fotos de rigor. Ambos llevábamos el mismo camino. ¿Cómo se dice en francés…?, les pregunté. A plus tard, contestaron. En español hasta luego, respondí yo. Y así yo me despedí en francés mientras ellos lo hacían en español.


A partir de allí el camino descendía un buen pedazo para volver a alzarse en busca de la Baisse de Valmasque. Dejábamos abajo a la izquierda el lac du Basto y su enorme anfiteatro de piedra para asomarnos al valle de Merveilles, el valle de las Maravillas, un enclave cultural histórico con una reglamentación muy particular, como decía más arriba, en donde algunos grandes muros junto al camino habían sido vitrificados para proteger algunas inscripciones. Desde el collado el aspecto, desde el punto de vista geológico, era de grandes masas compactas de granito que conservaban su original forma de enormes paralelepípedos quebrados aquí y allá pero conservando sus grandes caras laminadas y sus aristas. Por todos los lados el mismo paisaje de piedra desnuda sin adorno vegetal que atenuara esa sensación de desolación que lo acompaña.

Paré un buen rato en el collado. Era agradable, se estaba bien al sol. Veía culebrear al sendero allá abajo después de un cortado sobre un pasto escueto. Más abajo un lago. Otros más sobre la ladera. El cielo era intensamente azul. Pese a estar en medio de un universo de altas y agrestes montañas presentí sin embargo la cercanía del mar. Siempre me sucedió así, el mar como referencia de las grandes travesías de las montañas era una constante, un punto de partida o de llegada. Dejas el mar Mediterráneo o el Adriático a tu espalda cuando emprendes alguna de esas grandes travesías de Pirineos o Alpes y, cuando tu recorrido va tocando a su fin es como si el olor del mar te estuviera esperando tras el siguiente collado, el Cantábrico en el caso del Pirineo o en esta ocasión el Mediterráneo para mí.


Comí en el refugio des Merveilles. Intenté aclarar cómo era a partir de allí mi camino, una larguísima jornada de diez horas sin puntos de apoyo y sin agua y que terminaba en el pueblo francés de Sospel, un pueblo especialmente bello que recordaba muy bien de la vez anterior que pasé por allí. En el refugio me confirmaron que se trataba de una larguísima jornada sin puntos de abastecimiento, sin embargo me propusieron una pequeña variante a mitad de camino que me exigía desviarme una hora de mi itinerario, cosa que me gusta muy poco, ya se sabe. Decidí hacer acopio de agua y comida para una jornada y media de marcha. Me prepararon dos picnis que añadí a dos sándwichs que todavía me quedaban y pedí una botella de plástico vacía. El agua ya la cogería más arriba en los Lac du Diable. Así que después del café emprendí despaciosamente mi ascensión hacia el col du Diable. A la altura del lac de la Muta se nubló y empezó a llover. Llené la cantimplora y seguí adelante esperando a ver cómo evolucionará el tiempo. Si empezaba a llover más fuerte pondría inmediatamente la tienda. Eran las tres de la tarde. Hubo suerte y la lluvia no fue a más. Cuando llegué a los lagos del Diable, el último punto para coger agua hasta el siguiente pueblo, Sospel, descargué para llenar la botella que me habían dado en el refugio. Paf… la botella no estaba, se había esfumado. Luego recordé que la había dejado en el mostrador del refugio. Me jodió mi falta de atención, pero no había otra.


En el col du Diable salió el sol y el panorama que tenía por delante era como estar repentinamente ante la disolución de los Alpes, colinas y colinas saliendo de la bruma tras las que con toda seguridad estaría el mar. Siguieron largas y anchas laderas amarillas muy fotogénicas todas y como la amenaza de lluvia pasó decidí acortar mi jornada del día siguiente caminando un par de horas más. Terminé encontrando un prado a mi gusto junto a un búnker. Tuve tiempo de tomar el sol mientras al fondo las montañas y colinas adquirían ese aspecto azulado de algunos grabados japoneses.


El viento, que no ha sido durante todo el verano ningún obstáculo, ha empezado a vapulear mi tienda, situada, eso sí, en el lugar menos apropiado, un collado abierto a todas las ventoleras. No, no había otra posible elección. Si anoche me dormí en mitad de un aparatosa tormenta hoy velará mi sueño la nana del viento.








 








 




 
 

No hay comentarios: