Un hermoso desierto de piedra




Más arriba del refugio de Nice, 23 de agosto de 2017


Hoy cambié mi habitual papel de tozudo por el de hombre previsor y la tormenta me pilló con comida y agua en un bonito prado donde pastaban tranquilos e indiferentes los sarrios. Al fin a uno le viene la cordura después del ayuno y se comporta como un ser normal. Aleluya. A veces pienso que los genes excesivamente meticulosos en el reparto de las características con las que bautizan a los sujetos, es como si cogieran de aquí y allá trozos de tu personalidad y, perezosos ellos, sin molestarse en darles un aire nuevo o construir variantes transmitieran de padres a hijos fajos de genes que después ambos cargarán con ellos, a veces como si fueran una cruz, aunque la más de las veces con gozoso reconocimiento. No me refiero, claro a la forma de la nariz, aguileña, en forma de morcilla o aquella que transmitió tan fielmente Praxiteles de sus coetáneos de la Grecia Clásica, sino al modo en que padres e hijos, que creyendo obedecer a un peculiar personalidad propia en algunas reacciones ante la vida, lo único que hacen es repetir un código genético al que están atados, y maniatados diría yo hoy, de un manera tan sutil, pero a la vez férrea, que hablar de originalidad es querer hacerse los ciegos ante la realidad.

Cuando veo con la facilidad con que a mí se me mete en la cabeza hacer algo que las horas o días posteriores se mostrará erróneo de arriba abajo, el decidir ayunar de ayer sin más ante la perspectiva de dar una vuelta que no me gustaba, y lo comparo con lo que sucede a uno de mis hijos; o cotejo mi proceder puntual en algunos asuntos con el modo en que procedía mi padre, el prurito ese de creerme diferente se resquebraja amigablemente y me deja ante la duda de qué parte de mi yo es yo, ese que creemos único en el universo y que tiene un DNI intransferible y qué parte es otro, mi padre, mi abuelo, mi madre.


Y todo esto mientras la tormenta, mi tan conocida amiga de este verano, se regala desde el cielo entre timbales y fanfarria de truenos y relámpagos sobre estas montañas tan hermosamente salvajes. Quizás estos problemas de identidad no sean tan banales como puedan parecer y tras ellos subyazga un polémico mundo de contradicciones que, en mi caso, me traen frito en ocasiones. Ejemplo al canto. Yo me tolero con toda la naturalidad del mundo, sigamos con el ejemplo de antes, ayunar o cenar, si actúo en determinado asunto contra toda lógica, más, no tengo ningún empalago en reírme de ello si llega el caso; algo que referido, por ejemplo, a un hijo, si llega el caso, en absoluto me hace gracia si la cosa tiene algún trascendencia. Siempre tengo la sensación de que mi tolerancia es muy baja para defectos en otros que pueden ser usuales en mi propia persona.


De momento no llueve y he abierto la puerta de la tienda para participar más de lleno en la tormenta que ahora la ha tomado con las montañas de poniente descargando toda su artillería sonora con la fuerza de centenares de cañones que dispararán tras el bastión de las enormes moles de granito. Entran mosquitos en la tienda, pero los tengo controlados. Se aturullan los pobres cuando encuentran que no tienen salida. Sí, terminan muriendo entre las palmas de mis manos. Pobres, seguro que los amantes de los animales, siéndolo casi siempre, muy curiosamente, de animales más grandes, no tendrán inconveniente que mate alguno de un palmetazo. Por cierto, ¿no se ha preguntado nadie por qué los susodichos amantes, esos exagerados hijos de los nuevos tiempos quiero decir, son amantes sólo de los ejemplares más grandes? Sí, animales son las hormigas, los saltamontes, los mosquitos y yo no me imagino a ninguno de esos amantes haciendo campaña para defenderlos. Así que eso de amor a los animales ¿no tendrá que ver con el tamaño? Lo que sí confirma que un elefante debería ser un ser amado a la medida de Dios mientras que a una mosca o a un boquerón sólo los amarían los fundamentalistas de tan novedosa religión.


Eso de que la tormenta se iba, naranjas. Y la tengo encima en forma de aguacero. Y como siga bajando la temperatura me veo metido en el saco. Jo, y ahora goterones como puños golpean contra el techo de mi tienda. Bajón de temperatura, llega el invierno. He cogido tal confianza con esta bendita tienda que me río yo de las tormentas que lo único que hacen es proporcionarme música de mucha calidad y estruendo. Lo malo si esto se prolonga mucho tiempo es que he perdido mis tapones de cera y con los decibelios que suelta la amiga es muy difícil pegar ojo.


 Mi cuerpo andaba flojito esta mañana con la cosa del ayuno. Primero, mientras el lago de Trécolpas quedaba a mis espaldas y las montañas de oriente se encendían de ámbar, subiendo al Pas des Ladres; después en la bajada hasta el monasterio La Madone de Fenestre donde al fin pude pillar un bocadillo, aunque a regañadientes porque hasta las doce no se abría el refugio. Pero sobre todo no me fue bien en la larga subida y descenso del pas du Mont Colomb, donde un magnífico desierto de piedra formado de grandes y angulosos bloques de granito hacía imposible el diseño de un sendero. Era costosísimo trepar y moverse por aquel universo de piedras. Si a ello añadimos el solazo que pegaba, fuerte e inclemente durante toda la subida, podía entender mejor mi cansancio. Cuando llegué al paso me hice una foto y quise descansar un rato allí pero la visión del descenso me ponía nervioso. Una estrecha canal casi vertical en la que no faltaban los agarres pero que imponía, era lo que tenía por delante. Trescientos o cuatrocientos metros de desnivel por esta tartera de grandes bloques donde era difícil localizar las señales rojiblancas y los hitos (El último relámpago lo he sentido vibrar bajo mis pies. La tormenta continúa sin tregua. El doble techo se ha hundido bajo el peso del agua hasta pegarse a la tela interior. En la tienda que tuve anteriormente cuando esto sucedía tenía gotera asegurada. Parece que el material de esta, lo que dice la etiqueta, 5000 mm de columna de agua, resulta real); trescientos o cuatrocientos metros de desnivel sobre grandes bloques de granito, decía, me dejaron sobre un prado por medio del cual corría un cómodo y bien trazado sendero. Cien metros de desnivel más arriba, sobre el lac de Fous, estaba el refugio de Nice, una construcción clásica de puro aire alpino cubierta de madera donde la hospitalidad fue un halago para mi cansancio y para mi bien merecido apetito.

Hacia el final de la comida entreví que la cosa se estaba poniendo fea y apresuré mi partida. Sabía que no muy lejos encontraría un prado para mi tienda.


Sí, la tormenta sigue en su apogeo. 












 

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