El calor de la vida y la desolación de un paisaje




Junto a Pietraporzio, 19 de agosto de 2017


Me digo yo que si esto de preguntarse tan frecuentemente sobre la vida, su significado, su intensidad, en fin esas cosas, no será una fijación, la del que habituado a dar a la manivela de la pianola que repite unas pocas melodías como único repertorio, olvidando la inmensa variedad de los temas, una fijación de quien sumido en su mundo personal no tiene otro recurso que repetirse ad infinitum, ni dándose cuenta de que con ese proceder no hace más que aburrir al personal que pudiera leerle. En fin, una sospecha no más.

Por otra parte resulta que lo único que realmente tengo en este mundo es mi vida, y si eso es así cómo no hablar de continuo de ella y de lo que la acompaña. Recuerdo que en mis años de empleado de banca todos mis compañeros y el jefe de sección se pasaban el tiempo hablando de futbol, cuando no de mujeres; de miércoles a viernes especulando sobre los resultados y las quinielas y los lunes y los martes comentando las jugadas y los goles de los que partidos del anterior fin de semana. Para ellos la vida era eso y comprarse tal coche o tal otro. Los cuatro años que pasé en el banco no dieron para muchos más temas. Así que visto desde esa perspectiva acaso se me pueda perdonar también mis monotemas, la vida, la naturaleza, las montañas, el porqué de unos pocos asuntos que con tanta frecuencia nos aparecen en estas anotaciones de vagabundo de las montañas.


Ayer tarde, mientras estaba poniendo la tienda apareció en la parte baja del sendero una pareja de alemanes con los que horas antes había compartido el camino. Ella andaba lentamente como consciente de sus cuidados de madre. Era bonita, rubia, alta, del mirar dulce de quien está en la plenitud de la vida. Estaba embarazada de seis o siete meses. Él la esperaba al final de un repecho. Entré los dos habían puesto en el mundo una nueva vida. Se habían equivocado de camino y consultaron en mi cartografía una opción que no les obligara a rehacer el sendero que traían. Hablamos un rato. Me contaron. Les conté. Se les veía que se hubieran sentado junto a mi tienda para compartir un rato largo de conversación. Todos los amantes de las montañas tienen siempre muchas cosas que contarse. A mí me llamaba la atención que en el vientre de aquella mujer hubiera una vida nueva esperando para asomarse al mundo, a la vida, a esa cosa de que hablaba más arriba. Alguien a quien no habían pedido permiso pero que en unos pocos años se vería envuelto en ese ciclo de existencia, de los porqués, de la admiración, de las emociones, del gozo, de la tristeza, de las inquietudes. Sí, cuando nos despedimos y les vi alejarse me pareció inquietante, esa palabra, que de la no existencia, de la nada, en dos o tres meses pudiera nacer una nueva vida.

A la mañana, cuando llegué al collado ya había allí otra pareja de alemanes. Esta vez mayores, él con unas luengas barbas entrecanas de profeta del Antiguo Testamento; ella luciendo un pelo blanco como la nieve. Se habían sentado en un talud al sol y charlaban cordialmente en esa lengua gutural y armoniosamente seca que se usa en el centro de Europa. Imaginé que el bebé que la mamá de la tarde anterior llevaba en su vientre se había hecho mayor y ahora tomaba el sol en el cuerpo de alguno de aquellos ancianos en el collado de Ciabornet. El tiempo transcurrido desde la tarde anterior a la mañana siguiente se había convertido en el tiempo de una existencia entera en la que por fuerza han de concentrarse, lo queramos o no, todos esos asuntos, querencias, afanes, emociones, experiencias que llamamos vida y que con toda seguridad obligarán al antiguo bebé a preguntarse durante décadas por su significado, su utilidad, su carencia de objeto, acaso su dimensión trascendente.


Me desperté varias veces por la noche. El fuerte viento sacudía las altas copas de los árboles produciendo un bamboleante ulular bronco que a veces se confundía con un ruido de olas que no llegaran a descargar sobre la playa o las rocas su cuerpo de agua. Un agitado movimiento de ciclo largo que agitaba la fragilidad de la tienda amenazando su integridad.

Hoy es un día algo distinto. Atardece sobre las montañas como otros pero no estoy en la tienda. Tumbado sobre un prado de hierba seca contemplo el último sol sobre las montañas. A doscientos metros hay un pueblo, desde aquí puedo ver algunas casas y la torre de la iglesia. Igual podía estar pateando alguno de los caminos de España. El calor durante el día es tan sofocante como cuando recorres Castilla a pie durante el verano, pero llegada la hora del crepúsculo se convierte en suave y reconfortante, un momento muy adecuado para elegir  un rastrojal donde instalar tu vivac. Un día por otra parte que la voluntad del caminante convirtió en agotador por su poca disposición a desviarse del camino para aprovisionarse. Llegué hacia el final de lo que podía ser el término de la etapa, el pueblo de Chialvetta, muy temprano, pero debía bajar varios kilómetros, y por consiguiente volverlos a la subir después de aprovisionarme, cosa que mi ánimo, tozudo él, casi nunca contempla. Total, que ya había subido un collado de respetable altura, el colle de Ciabornet, había descendido al fondo del valle siguiente y antes de llegar a un lugar con algo de manduca, tenía que subir al paso de la Gardeta, mil metros de desnivel más arriba, ascender otro collado más de 2600 metros y descender hasta el pueblo de Pontebernardo mil trescientos metros más abajo. Se comprenderá con ello la catadura de la tozudez del caminante. En consecuencia llegué a Pontebernardo hecho unos zorros y fuera de todos los horarios lógicos para comer en cualquier parte del mundo donde se mire.


Un gran parte del paisaje de hoy fue desolación, bella al principio en un valle y una montaña al fondo que, al asomar por el paso de La Gardeta, me sorprendieron como un panorama que hubiera contemplado ayer mismo, un lugar por donde había pasado, digamos que con gozo, tres años atrás por otro itinerario; bella desolación, decía, al principio y austera y rústica sin bellezas especiales después. Enormes laderas estas últimas con restos de búnkers de una guerra olvidada, grises, de grandes praderas rapadas y por las que subía achuchado por los perros un enorme ganado de vacas como errantes penitentes en busca de un pasto inexistente, o pobre, ralo y de color ceniza entre las pedreras. El pastor subía al final del rebaño desnudo de cintura para arriba, también él con parecida desolación en el cuerpo a la que se mostraba en el paisaje.

En Pontebernardo comí lo que había, comida fría naturalmente, y un postre que aquí llaman panoto y que tiene mucho parecido en el sabor con nuestro roscón de reyes. Para más curiosidad éste, me contaba el ventero, es postre típico de esta época del año. Le conté como en las antípodas del año nosotros recibíamos a lo reyes magos con un bollo parecido. Como era tarde encargué una buena ración de panoto y un litro de leche para mi cena. Después salí directamente a encontrarme lo antes posible con un lugar para instalar mi tienda. Cogí un sendero a la derecha del río y quince minutos más tarde, cuando avisté el pueblo siguiente, Pietraporzio, di con el prado apropiado.


Qué cosa tan maravillosa es estar tumbado a esta hora ya sobre mi colchón, bajo la protección de mi tienda, haciendo nada, oyendo distraído a unos grillos, la música de un riachuelo cercano… mi crónica terminada. 


4 comentarios:

José Luis Moreno Moranchel dijo...

Se vé que estas en forma, hoy otro palizón. Hay veces que te veo como con prisas, tomatelo con mas calma y sigue disfrutando de las pequeñas cosas

Paci dijo...

Después de unos días, vuelvo a retomar tus escritos, me dan ánimo para hacer una tabla de ejercicios y poner en forma este cuerpo vago que tengo, se me avecina un octubre de treking en Nepal, y tengo el cuerpo perro. Admiro esas caminatas tuyas con los desniveles, arriba, abajo un día y otro, menos mal que el paisaje te compensa.

Alberto de la Madrid dijo...

Ni, no hay prisas en absoluto este año, Pepe. Sólo que a veces me lio o dependo de lo puntos de abastecimiento. Después de dos meses esto se ha convertido en un modus vivendi bastante grato pese a los desniveles. Más ahora que el sol está ahí cada mañana.

Alberto de la Madrid dijo...

Bonitas perspectivas también las tuyas. Yo tengo mi momento de pereza cada mañana, pero aquí lo superó mejor que en casa.