Refugio San
Marcos, 2 de agosto de 2017
Parece que me
estoy alejando de los caminos más concurridos. En el largo descenso hasta San
Vito di Cadore no me encontré ni un alma. En la subida hacia el Sorapis sólo en
las cercanías del refugio San Marco me crucé con unos pocos caminantes. La
encargada del refugio me confirma que no estamos en una zona de paso. El último
español que pasó por aquí lo hizo hace un par de años. Ella tiene ganas de
charla, enseguida me dice si estoy haciendo la Vía Alpina. Se ve que
llevo el aspecto de la gente que hace esta ruta, abultado equipaje, mucho sol
en el rostro y además una alfombrilla solar del costado del macuto. Todas estas
cosas me delatan como caminante de muchas leguas. La madre de la encargada, una
mujer de mi edad, se viene también a charlar a nuestro lado. Bromea diciendo
que se viene conmigo, que su hija la tiene de esclava en el refugio, que ella
lo que quiere es dejar de trabajar e irse un mes a hacer el Camino de Santiago;
también me pregunta que si he leído a Zafón, que le encanta, que se ha leído
todos sus libros. Está tan encantada con Zafón que no puedo decirle que no pude
pasar de la cuarta parte de no sé qué de un pijama. Lo dejé en un punto donde
para hablar de un día de mucho calor decía que el termómetro sudaba. Y había
habido otras, pero aquello fue demasiado para un lector algo pijo como un
servidor. Da gusto encontrar estos refugios fuera del tránsito de la
muchedumbre en donde por demás los guardeses son amables y comunicativos.
El verano se ha
echado encima de una manera un poco bestia. De las lluvias, las tormentas, los
largos días de niebla a través de los bosques hemos pasado de repente al
mortífero calor del llano. La caliza, clara como la nieve, el sol a plomo, cómo
era aquello de Manuel Machado, sangre, sudor y lágrimas, el Cid cabalga por la
terrible estepa castellana. Así era hoy después del medio día un pista de
caliza clara en donde los ojos semicerrados debían protegerse del reverbero de la roca mientras
el sol, inclemente, hacía germinar en el cuerpo un cansancio inusitado que me
obligó a tenderme a la orilla del camino para aliviar el resuello que llevaba
encima. Puedo caminar cuatro o cinco horas con bastante normalidad pese a las
cuestas, pero el sol me vence, me deja hecho unos zorros. Pero… ¿y lo bien que
sabe una buena birra rubia, espumosa, fresca al cabo de tanto calor? Ah, esa
birra que sale a recibirme después del mediodía cada vez que paro en un refugio
a la hora de la comida. Hoy el refugio San Marcos bajo la mole del Sorapis. Alivió,
creo yo, la subida el desolador panorama de la novela que había comenzado ayer,
La carretera, de Cormac McCarthy, una
novela nacida en los días posteriores a la destrucción de este mundo en donde
un hombre y su hijo, salvados de la primera catástrofe, vagan camino del sur
con sus mochilas y un carrito de la compra en donde transportan lo
imprescindible para su supervivencia. Ni qué decir tiene que este tipo de
literatura tiene unos buenos alicientes para el caminante que, leyendo las
penurias por las que pasan padre e hijo bajo la lluvia y la nieve pendientes de
lo poco que van encontrando por un país devastado, puede asociarlo a aquellos
días de mi paso por Suiza y Austria cuando la lluvia era mi sempiterna
compañera, cuando tantas veces me encontraba al final del día como cena un
mendrugo de pan o un poco queso o cuando caminaba hacia un alto collado bajo la
nieve de la mano de una prístina soledad. Cosas que ahora, bajo el sol un poco
agobiante de las Dolomitas del Sorapis y el Marmalore, parecen que me hubiera
sucedido años ha.
La historia de un
padre y su hijo el día después del fin del mundo me parece un tema interesante
que plantea asuntos de supervivencia y de vinculación afectiva y emocional
sobre los que merece la pena poner la atención. Todo lo contrario que mi
anterior novela, Bella del Señor, que
a última hora tuve que abandonar. La feria de las vanidades de nuestra
sociedad, sea de la Thakeray
o la más reciente de la novela de Cohen centrada en la burocracia
administrativa de la Sociedad
de Naciones en Ginebra, una vez hecho un recorrido elemental a través de
nuestra literatura, la cosa tiene que ser realmente muy buena para resistir esa
continuada idocia de que están poseídos burócratas o aristócratas de la época.
Y Bella del Señor resulta tan prolija
y reiterativa en torno a las neurastenias que aquejan altos personajes deseosos
de poder y ascendencia social que termina por convertirse en un peñazo, pese a
una historia que subyace en segundo plano que aflora aquí y allá y que el
lector desea que reaparezca cuanto antes. Yo esperé pacientemente su resurgir,
pero estimo que el autor hizo esperar al lector demasiado, y éste se ve en la
tesitura de, o saltarse algunos capítulos para encontrarse con la continuación
del primero o abandonar definitivamente el texto. Yo abandoné. No estoy ya en
una edad en que deba resistir un texto por mor de nada, el tiempo se va
acabando y no cabe otra cosa que leer o releer buenos libros. De La carretera había visto la versión
cinematográfica hace tiempo, por eso demoré su lectura. Hoy, después de un
largo recorrido por ella, creo que me va a durar. Se aproxima un poco al mundo
que describe Saramago en Ensayo sobre la
ceguera, siempre una hecatombe que pone a los personajes ante situaciones
inusitadas y catastróficas que obligan a éstos a depurar sus sistemas de
referencia para centrarse en aspectos fundamentales de la vida cercanos a la
supervivencia. Algo que da pie a que el autor se enfrente a unas hipótesis que
si se es capaz de ello y de resolverlas darán pie a una buena novela. De
momento la novela engancha, pero tengo la impresión de que al autor le faltan
algunas experiencias personales en ese campo de la supervivencia. Si Melville
hubo de embarcarse durante un largo tiempo en un ballenero para poder escribir
Moby Dick, se entenderá, si se quiere conseguir un cierto nivel de
verosimilitud, que algo parecido tendrá que hacer el autor que quiera
aproximarse al ambiente de ese final del mundo de la novela.
¿Quién decía que
había llegado el verano? Termino la comida, la tarta, el café, la charla y me
digo, bueno, pues vamos, otra vez al camino, hacia la Forcella Piccola
en cuya cercanías está el refugio P. Galassi y me encuentro con que todo se ha
cubierto, empieza a llover y los truenos, graves y rotundos, han empezado a
tutearse con las cumbres del Sorapis en su habitual y atronador lenguaje. Las
cumbres se han llenado de la música de la tormenta.
Sí, ahora diluvia
con la fuerza desconsiderada de quien se place en derramar agua a cántaros
sobre las montañas. ¿Y si termino mi jornada aquí?
Epilogo sobre
Forcella Piccola
Pregunté si había
sitio para pasar la noche. Me dijeron que sí y comenté al encargado que
probablemente me quedaba a dormir. Media hora después, mientras me tomaba un té
con limón, entraba el sol por la ventana del refugio y apenas quedaban nubes en
el cielo. Tormenta violeta pero de visto y no visto. Así que me quité las
pantuflas de andar por el refugio, rehice mi macuto, me despedí de la gente y
salí al sol del exterior. De nuevo éste, como si no hubiera estado ausente por
una hora, pegaba fuerte como al mediodía. Según me elevaba las familiares
montañas que vengo dejando atrás surgían hacia el horizonte, en medio del cual
sobresalía la
Marmolada. Había preguntado en el refugio por un prado para
mi tienda cerca del collado. En la misma forcella hay un buen prado, me
dijeron. Además, el refugio Galassi quedaba a diez minutos de la forcella.
Luego me acordé que no tenía cena, pero preferí dormir en el collado, era un
lugar excelente para ver atardecer y para recibir los primeros rayos del sol de
la mañana. Y desayunar fuerte en el Galassi.
Ayer dormí bajo
las paredes del Pelmo, anteayer tuve por vecina a la Civetta y hoy puse la
tienda cerca del Sorapis entre el Marmalore y el Antelao. No se podrá decir que
no me busco buenos vecinos para pasar la noche.
2 comentarios:
Sin animo de ofender, el poema del Cid es de Rubén Darío, pero no importa lo podía haber escrito Antonio Machado, aunque este le habría dado un tomo más sombrío y no tan épico como Rubén Darío.
Ni uno ni otro, Paco, Don Manuel (Machado), si no me equivoco.
Publicar un comentario