Bosque de Orgi. Mientras la cafetera bufa en la cocina.



Bosque de Orgi, 25 de octubre de 2017

Hoy fue despertar y salir pitando con las legañas puestas, los pantalones cayéndoseme y la cámara en la mano sacada precipitadamente de su cestillo. Sí, la he cogido tanto aprecio estos días a mi reflex que me he agenciado un cestillo de mimbre para ella junto al asiento del conductor. Allí duerme ovillada esperando a que la saque de paseo. Ni los gatos de mi señora esposa, la chica de El Chorrillo, están mejor atendidos en estos días. Por cierto, que nos llegan noticias de casa que afirman que tanto Bartola como Mico tienen un cabreo de aúpa porque no sólo echan de menos la presencia de su ama sino que también se ven obligados, obligadas diría mi hija acorde con las reivindicaciones feminiles que, para naturalizar el idioma y la discriminación que éste hace en favor de los hombres, quieren imponer otra discriminación, esta vez de signo contrario haciendo primar el femenino sobre el masculino; se ven obligados los gatos, decía, a dormir al sereno.

Bueno, al grano, me había despertado de un profundo sueño y por la ventanilla trasera de la chozacar aparecía el paisaje de una alameda cubierta de una muselina que ascendía del río Irati justo a unos centenares de metros de la foz de Lumbier y que bañaba toda su orilla de delicada luz. ¡Esa luz! Fuera se pintaba esa luz que todo lo cubre de suave hilatura. Brotaba de la neblina junto al río, del sol perezosamente levantando entre los troncos de una alameda. Salté por encima de Victoria, abrí la puerta y me precipite fuera como cazador que ve pasar la presa ante su vista y teme que ésta desaparezca antes de que tenga tiempo de disparar. Primero la alameda como envuelta en la nostalgia de la película de Tarkovsky, los álamos en sfumato, tenues sus colores como una pintura al pastel; los cardos, que contra el contraluz del sol, todavía intentando atravesar la bruma, dejaron una bonita silueta sepia para mi colección fotográfica; una tela de araña con restos de rocío entre sus hilos brillantes; la calina levantando del río entre los sauces y las zarzamoras

Desayunos al sol mientras la bruma se iba desperezando junto a la orilla del río Irati. Recordé al amigo Paco y ese hotel con tanto encanto que se hizo frente a las montañas del Circo de Gredos en Hoyos del Espino. Un encanto que debe parte a la vista que se muestra desde sus ventanales. El encanto de nuestra chozacar esta mañana de bruma me parecía comparable al hotel más encantador del mundo. Choza recoleta y sencilla cada día a orilla de un río diferente, un bosque, un valle. Es lindo dormir y despertar cada mañana en un paisaje expresamente elegido a tu gusto y mientras la cafetera bufa en la cocina refocilarse a la puerta de la choza contemplando el otoño que tienes delante.

Tras abandonar el río Irati pusimos rumbo hacia otro río, el Ultzama, junto al cual se encuentra el bosque de Orgi, en el Prepirineo navarro, un bello robledal que, junto al Parque Natural del Señorío de Bertiz, son los reclamos otoñales más importantes del norte de Navarra.

Las hojas caían describiendo pequeñas espirales como parapentes que se recrearan en el descenso antes de tomar tierra para sumarse al  variopinto tapiz que cubría el bosque. En algún prado los azafranes silvestres  apuntaban erguidos al cielo con sus estambres dorados asomando entre sus pétalos. Los vilanos del diente de león deflactaban la luz de la mañana a través de un bello contraluz cuyo fondo la cámara convertía en un juego de colores, fondo de sepias y gamas de verdes, amarillos y ocres que convertían al vilanos en un personajillo de porte atractivo y luminoso.

El claroscuro de las hojas lobuladas en los rincones umbrío del bosque eran un motivo fotográfico interesante con el que experimentar sucesivas subexposiones hasta conseguir hacer del fondo el sostén perfecto para la textura y los nervios de las hojas.

En una de las revueltas del sendero nos tropezamos con una pandilla de chiquitajos acompañados de sus maestras que habían cambiado el aula por el bosque. Meritorio trabajo el de introducir a estos casi recién nacidos en las maravillas del otoño. El gusto de oír a las maestras explicar a estas criaturas que tres, cuatro años atrás no existían, el calendario del roble, el nacimiento de sus flores, el brote de los vástagos, el engorde de los bellotas, su caída, el otoño y la pérdida de las hojas. La diferencia de una enseñanza memorística y general en comparación con el conocimiento de la vida que surge a nuestro alrededor, en nuestro pueblo; el conocimiento de los animales y plantas que habitan en los bosques cercanos. Uno, que ha trajín muchos años con libros de texto, piensa que si tuviéramos enseñantes y maestros un poco creativos los libro de texto bien pudieran dejar de existir. Libros por demás casi siempre malos y hechos con los ojo puestos en engrosar los beneficios de las editoriales.

Un día con unas cuantas nubes habían servido mejor al trabajo fotográfico, pero bueno, tampoco quedó mal la cosa. Los grandes robles centenarios rebosaban color. En algunos, los más hospitalarios, las hiedras y los helechos crecían entre sus gruesas ramas como huéspedes exóticos u ocupas que en un descuido del propietario se hubieran hecho su hábitat en casa ajena.















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