En el Señorío de Bertiz. Esperando la irrupción de una flauta en el retumbar lejano de los bombos.



Puerto de Lizarrusti, 26 de octubre de 2017 


Si la realidad cada vez se parece más a un mal sueño y el deseo es cada vez más un hilo fino y endeble y resulta que esto es especialmente cierto en el ámbito social y político, ¿qué coño le queda a uno que hacer que no sea parlotear en las redes sociales y cabrearse un día sí y otro también con lo que sucede en el país? Sí, es que después de la comida volví a abrir las páginas de algún que otro periódico. 

Así que vuelvo a mi otoño. Nuestro último destino en Navarra era el Señorío de Bertiz, del que me hubiera gustado contar algo, pero como en el puerto de Lizarrusti, bajo las montañas del macizo de Aralar, no hay cobertura no hay modo de ampliar la información. Cuando no hay Internet uno es más ignorante que todas las cosas. La memoria, especialmente la mía, que languidece con los años y porque cada vez confío más su fiabilidad al teléfono, llegará un día en que como sucede con el cuello de la jirafas, pero al revés, cada vez será más pequeña y estrecha. A mí si se me pierde el teléfono me quedo en porretas, ni el número de de mi chica me sé. Me sucedió la pasada primavera en Pedriza. Había dormido en la Hoya de san Antón, en la furgoneta con el portón de atrás abierto y a las seis de la mañana sin darme cuenta accioné equivocadamente el mando del coche. Hasta aquí todo correcto. Me incorporé y desde dentro del saco encendí la luz y puse a calentar la leche. Después apagué el fuego y, vestido únicamente con unas mallas cortas y una camiseta, hacía bastante frío, salí de la furgoneta por la parte trasera y cerré ésta… y nada más cerrarla, el ruido del cierre automático de todas las puertas rompió el silencio de la noche madrugada. Me quedé de piedra. Me precipité sobre las puertas del medio: cerradas. Me fui a las de delante: cerradas. El portón de atrás: cerrado. La situación más absurda que uno puede imaginar. Dentro: las llaves sobre el mueble de la cocina, el teléfono, la leche caliente, la mermelada, las galletas, la cartera con el dinero y esas cosas. Y todo cerrado a cal y canto. Yo, fuera y medio desnudo con lo puesto. En casa habíamos cambiado el número de los teléfonos hacía unos meses y todavía no había tenido tiempo de aprendérmelos. No tenía en la cabeza siquiera un puñetero número a donde llamar, mi chica, un hijo, un amigo. Y hacía frío y yo estaba allí entre riscos y encinas casi desnudo. Se me ocurrió que podía romper un cristal, pero joder, me daba cosa en una furgo tan nuevecita. No había amanecido del todo todavía. Eché a andar camino de Manzanares el Real. No sé, quizás me llevaría un par de horas. Si en la carretera encontraba un alma caritativa quizás me dejara consultar mis contactos en la cuenta del Google, pensaba. Nada. Cuando llegué a la gasolinera de Manzanares entendí que la solución más práctica era llamar a un taxi para que me llevara a casa, coger allí la copia de las llaves y volver a la furgoneta. El asunto: yo había transferido toda mi memoria al teléfono y el teléfono, mi dinero, la documentación fuera de mi alcance me habían dejado desangelado como si acabara de aterrizar en este mundo. 

El otoño se ha hecho un lío fenomenal este año. En el hayedo de la Pedrosa las hayas estaban a punto; en el Monasterio de Piedra, el bosque estaba vistoso pero como sucio, pobre de colorido; en Els Ports las hayas languidecían, se salvaban con su rojo rabioso los arces; en el Pirineo, el hayedo de la Pardina, junto a Fanlo, estaba medianamente acogedor; en Ordesa las hayas apenas tenían hojas; en el Señorío de Bertiz los robles y las hayas ni se habían enterado de que ya estábamos más allá de mitad del otoño. Aquí cada bosque va a su bola. 

Emprendimos un recorrido circular por las colinas de Bertiz. Un bosque húmedo y silencioso con los musgos trepando por los troncos de las hayas; robles de grandes hojas, erectos como no los habíamos visto antes; breves valles donde susurraba algún pequeño arroyo; laderas cubiertas por troncos caídos donde crecían amigablemente algunos hongos; una humedad profunda y pesada por todos los lados. 

Me sorprendo cuando pienso que llevo leídos varios cuentos de Lispector de los que puedo decir que casi no me entero de nada, pero de los que también puedo afirmar que me gustan, incluso que me gustan mucho. Cuando el sendero en el robledal-hayedo del Señorío de Bertiz se ajustó a seguir la línea de las curvas de nivel, un bosque bonito, verde, sin rastro de otoño en sus ramas, encendí el teléfono y me puse a escuchar uno de los cuentos. Más que oscuro o difícil lo que me pareció es que Clarice Lispector estaba sucumbiendo a la pasión de escribir y que le importaba un bledo tanto la lógica del relato como su desarrollo. Encontraba palabras, imágenes atractivas de parecida manera a como se encuentran pequeñas melodías en una sonata, irrupciones de una flauta o el retumbar lejano de los bombos. Y las palabras y las imágenes que éstas suscitaban tenían la fuerza suficiente como para acaparar esa atención que yo repartía entre mi paseo por el hayedo y la lectura. Escribí algún vez algo que titulé Elogio de la lectura desatenta. No recuerdo exactamente qué decía allí pero la idea debía de estar relacionada con el hecho de leer/escuchar un libro con la disposición de quien oye alguna clase de música con el oído puesto en la música pero también en lo que le rodea, en algún pensamiento errático. El resultado de tal actitud, que no aconsejaría generalizar, puede llegar a tener connotaciones “interesantes”. Me explico. Cuando leo trato de divertirme, de obtener un placer con la lectura, de adquirir algún conocimiento. Ahora, cuando leo sólo con la mitad de la atención puesta en la lectura y noto que no me entero del todo pero que la cosa me gusta, atención, está sucediendo algo interesante. Algo así como como si uno estuviera centrado con un oído en la melodía que llevan los violines y con el otro oído descubriera un bosque encantado de rumores mientras que sus pensamientos, acaso, hacen un vuelo rasante por la memoria o por los ojos rasgados de una morena con la que se cruzó en el metro. ¿Qué diferencia puede haber entre uno que escucha una sinfonía y su complejo entretejido de sonidos e instrumentos y la de aquel que junto a la música mezcla la lectura de unos poemas, un cuento o la fugacidad de un pensamiento? El mundo de las sensaciones se nutre, como las complejas raíces de un gran árbol, de tierras y sustancias diversas. Y si por añadidura entendemos que alcanzar cierto estado de gracia , el remoto hilo que nos llevará a la concepción de una idea a la que tantas veces esperamos inútilmente como las esposas del Evangelio con sus velas encendidas a sus esposos, es cosa de echarle paciencia aunque poniéndose en las situaciones más favorables para recibir la esperada idea que nos hará dichosos, pues eso, que dejar abierta una ventana para que por ella se cuele la tan esperada sugerencia de una inspiración, bien merece un rato de aparente lectura desatenta si a través de ella tocamos un cachito de cielo. 

Hacemos noche en el puerto de Lizarrusti, a pie del camino de la ruta de mañana, que el poético caminante que la subió al Wikiloc denominó Aralar bajo un débil sol otoñal. 















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