En la sierra de Aralar. La hospitalidad vasca.



Puerto de Lizarrusti, 27 de octubre de 2017 


Era tan de noche noche que apagamos el despertador e intentamos seguir durmiendo, pero fue inútil. Habíamos imaginado que amanecería con la consabida niebla matinal de estos días y queríamos aprovecharla. El gusto de pasear con una niebla que va y viene a primera hora de la mañana merecía el madrugón, pero fuera era algo más que niebla lo que había… o lo que quisimos creer que había. De todos modos estaba amaneciendo cuando empezamos a desayunar. 

La mañana estaba hecha a la medida de nuestro deseo. Una niebla ligera cubría el hayedo mientras el sendero, equipado con una línea de cadenas, sorteaba un pequeño precipicio de roca caliza. La niebla, las hayas cargadas del dorado de las hojas, el sendero alfombrado y un pequeño puente de madera bajo el que corría silencioso un riachuelo componían el primer escenario de la mañana. Más arriba un pantano, unos caballos a los que fotografiar enmarcados bajo las ramas de algún roble, prados, helechos: un delicioso paseo para entretener la vida de un viernes cualquiera del año. Bueno, un viernes cualquiera no, en absoluto. Pero eso lo sabríamos a la vuelta mientras nos tomábamos un café con leche y una copa de Armagnac en Venta Julia en el puerto de Lizarrusti. En Cataluña el Parlamento había proclamado la independencia. 

La niebla es el vestido más bello con que las montañas pueden vestir sus rincones en los días de otoño. En días así, al caminante, que ya tiene a sus espaldas muchos otoños, el regocijo y el gusto de encontrarse en esta época del año pateando los bosques del país se le sube no solamente a los ojos; son el silencio que destila el bosque camino del invierno, su luz bañando el telaje dorado de las ramas de los árboles lo que le hace mirar admirado a un lado a otro del sendero. Fin de ciclo, morir para despertar tras la nieve y el rigor del frío. Ese aire de nostalgia que yace adormecido entre los helechos y las zarzamoras en donde siempre se apuntan los rojos frutos del rosal silvestre, los escaramujos. 

A mitad de camino, en la parte más altas del recorrido, nuestro mapa señalaba un refugio. Apareció entre la niebla cuando acabábamos de dejar atrás una manada de caballo que pastaban entre las hayas esperándonos para que hiciéramos las tomas fotográficas de rigor. Pensamos que nos encontraríamos un chamizo, pero se trataba de un refugio en toda regla. Nos recibió el encargado con tan amigable hospitalidad que casi daban ganas de quedarse allí hasta el día siguiente. El refugio pertenecía al club de montañas Aralar. Estaban de limpieza, pero enseguida nos hizo sitio junto al fuego de la chimenea para que nos acomodáramos. Charlamos durante un hora, cómo no, de Cataluña. Nuestro anfitrión era un veterano de la montaña así que pudimos compartir también un puñado de experiencias. 

Nos despedimos amigablemente en la puerta del refugio. Más adelante, ya todo un suave descenso el bosque estaba bonito a rabiar. 

"Realizarse sería abandonar la posesión y la realización de cosas para poseerse a sí mismo, desarrollar sus propios elementos, crecer dentro de sus contornos. Hacer su música y él mismo oírla…" Descendiendo por los hayedos, tras dejar atrás el refugio, recordé con cierta inquietud el último relato de Clarice Lispector que leyera anoche antes de dormirme; Obsesión, era su título. Ella recordaba unas largas charlas en las que él habían despertado en ella sentimientos oscuros, el deseo doloroso de profundizar en no sé qué, pero sobre todo había despertado en ella la sensación de que en su cuerpo y en su espíritu palpitaba una vida más profunda y más intensa que la que ella vivía. Ella, aislada en su diminuta realidad, estaba descubriendo un nuevo mundo más allá de sí misma.

Ayer sugería la posibilidad de utilizar la lectura como elemento impulsor de una idea, una intuición, un acto de creación que se gesta por contagio inspirado en la lectura distraída de algunos párrafos. Hoy, mientras las hayas pasaban en la cotas más altas de su invernal desnudez a la discreta vestimenta de más abajo, que todavía dejaban ver en sus ramas ramilletes de melancólicos dorados, otros relatos de Lispector me sugerían otros modos de leer. La lectura esta mañana era similar a una cuña que con sus sugerencias abriera la conciencia a otras dimensiones; se hacía palpable esa sensación de que hablaba más arriba de que en el cuerpo y en el espíritu puede palpitar una vida más profunda y más intensa que la que uno vive o ha vivido. Descubrir en el laberinto de unos versos o en la confusión de unos párrafos un halo de luz que ilumina nuestra realidad, la enriquece o simplemente la nutre con una nueva y rica perspectiva es una contribución que necesita de una lectura que, junto al seguimiento del hilo argumental del relato, proporcione un espacio para que la atención, además, se deje subyugar por las sugerencias que la lectura pueda suscitar en lector en relación a la propia realidad y existencia. Mientras lees tu vida escucha, ata cabos, compara, saca de la memoria deshilvanados retales que algo tienen que ver con la historia que oyes; reflexionas entonces, te interrogas en un segundo plano (sí, algo parecido a lo que hace ese dichoso teléfono que llevamos a todas partes, que es capaz de prestar atención a múltiples trabajos), propones alternativas, te reconcilias con tu antigua amante, descubres que aquella lejana bronca que tuviste con tu hijo se podría haber evitado, encuentras que alguna de tus creencias, esas tan estimadas verdades personales, se tambalean. Y ha pasado una hora, has atravesado un par de canchales, has perdido el camino por un instante en la niebla, no has dejado de leer en ningún momento y sin embargo notas que tu pensamiento, que acaso también es capaz de reconstruir la historia que acabas de leer, se afila, ha vertido claridad sobre tus ideas y tus recuerdos, ha tomado prestado del autor una reflexión, se ha sorprendido con una conclusión que inmediatamente incorporas a tu realidad. Etcétera. 

El último tramo del descenso, un hayedo en medio de un complicado roquedo cubierto por el verde brillante de los musgos, me obligó a sacar de nuevo la cámara, a estas horas ya repleta hasta las orejas de motivos otoñales, para concluir mi extenso trabajo fotográfico de hoy. Un maravilla, sí, este paseo por la sierra de Aralar. 


























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