Ítaca al fin




El Chorrillo, 29 de marzo de 2018

Camino de Santiago de Madrid. Etapa Mataelpino – Colmenar Viejo


Hoy me he despertado con la sensación de estar sufriendo últimamente de cierta incontinencia verbal, y pensé que sería más breve en mi crónica, pero ni por esas. Es obvio que el aire de los camino desata mi lengua y hace escribir a alguno de mi enanitos interminablemente, porque de hecho la realidad es que cuando comienzo a escribir la mayoría de las veces no tengo ni idea de con qué llenaré ese acostumbrado millar de palabras. Son los enanitos, unos u otros que vienen a corretear entre mis dedos llenando la pantalla del teléfono de palabras. No se me culpe pues, si soy prolijo; échesele la culpa a alguno de esos traviesos  enanitos que me habitan.

Esta sensación de salud tan de mañana, estos trinos, está senda, estos mirlos, estos cantos, este arroyo y esta música de mis pasos, la mañana despertando entre revuelo de aves mientras la luz ámbar de la mañana engalana las cumbres del Guadarrama. La Maliciosa en lo alto, soberana, como una reina, de caramelo y nata se viste adornando la mañana.


Romero de los senderos no apures tu camino, recrea tu embeleso, aprovecha este sol de invierno. Romero que escribes versos sobre el papel de la mañana, mira arriba sobre las pedrizas asomar la esbelta cumbre de El Yelmo.

Hoy la lectura del Bhagavad Gita me aburre; oyendo exhortar a Krishna a Arjuna sobre cómo enderezar su camino a fin de alcanzar la felicidad -Martín, ¿estás por ahí?- recordaba la conversación del día anterior con Martín y llegaba a la conclusión de que al dios Krishna le faltaba algún que otro condimento para cocinar ese plato cuyo yantar puede ayudarnos a estar un poco más felices, y desde luego lo que el dios Krishna había olvidado era incluir una buena dosis de endorfinas en sus exhortaciones. Espero que Martín encuentre alguna farmacia de guardia que le suministre un buen chute endorfínico para pasar la semana hasta el siguiente san Miércoles.


De todos modos ahí está la religión para hacerse cargo de todos nuestros malos si fallan las endorfinas o si uno no tiene otro palo al que agarrarse. La religión como la búsqueda del padre o la madre en la infancia; ese niño de la película de Buñuel, Los olvidados, que queda desamparado por la desaparición del padre; esa es la imagen de la búsqueda de Dios: papá, mamá como regazo materno, la seguridad aquella capaz de darnos cobijo y calor. Todo perfectamente normal, la imagen del padre y de la madre sustituida por la imagen de Dios como regazo de seguridad y bienestar se me aparece hoy como una fijación infantil para saltar por encima de una realidad que no nos satisface y que te va a colocar inexorablemente ante una situación que no hay más cáscaras que afrontar. Los que se amparan en dioses para intentar sobrepasar el trago, para algunos, de la muerte me parecen hoy infantes irresponsables que no son capaces de afrontar de manera adulta la realidad de su existir y su consiguiente fenecer.


En la película de Buñuel en medio de un desbarajuste en donde los golfos de turno del barrio van a robar a un ciego que se gana la vida haciendo música, el niño sentado lagrimea junto al espectáculo esperando a un padre que parece haber desaparecido, es la imagen del creyente de todas las religiones que esperan de su particular dios la redención eterna.

¿Cómo eran aquellos versos de Maragall que me regaló mi amiga desconocida?

Vuelvo de la dulzura de las montañas
y de ver el mar azul desde las cimas
todo estaba lleno de luz y de alegría…

Cierto, algo más que las endorfinas hacen la paz del caminante. Y recuerdo entonces los últimos versos Machado casi en su lecho de muerte:

Estos días azules
y este sol de la infancia”

¡Ah!...

Guadarrama se iba quedando a mi espalda lentamente después de que La Maliciosa, nada más salir del albergue, se vistiera con la gala anaranjada de la madrugada. Más tarde desayunaría en Manzanares, atravesaría el embalse de Santillana, subiría entre los carrascales al otro lado del embalse y posteriormente enderezaría mis paso por un sendero muy cuco hasta dar por fin con las primeras casas de Colmenar Viejo. Bien, había reservado días atrás una habitación para hoy en “Habitaciones Andrea”, una dirección que venía en las páginas de gronze.com sobre el Camino de Santiago. Llamo a la tal señora Andrea y al otro lado una voz femenina, la misma que días atrás había derrochado simpatía por teléfono, me dice secamente que lo sentía, que hoy no estaba en casa, que… Colgué, la dejé con la palabra en la boca. Siguiente paso. Eran cerca de las dos de la tarde. El único sitio posible era Tres Cantos, el albergue municipal, a diez kilómetros de Colmenar. Llamo, es el teléfono del ayuntamiento: que si quieres arroz, Catalina. Jueves Santos, todo el mundo debe de estar de fiesta o vistiendo el manto morado de la procesión. No me lo pensé dos veces, a cuarenta kilómetros de allí el único albergue realmente confortable y económico era mi propia casa. Tomé “algo” en un kebab, algo que bien podía ser suela de zapato, y que me vendieron como carne de ternera, y me dirigí a la próxima estación del tren de cercanías.

Es una pena sí, pero pasaron ya los tiempos en que volver de un gran viaje o una larguísima caminata constituían un hito que levantaba emociones y suscitaba un remolino de recuerdos que llegaban de todos los extremos del camino o de los países que habías visitado. Ahora, sentado en el tren de cercanías que me llevará a casa, todo se presente tan corriente y tan normal después de haber atravesado entre vientos y lluvias el invierno de este país, tan normal, que me parece casi imposible venir de donde vengo, regresar de más de un millar de kilómetros a pie, regresar del rugir de las olas, de la soledad de la madrugada antes del alba, regresar de las interminables lluvias, regresar de la acogida de los albergues, regresar de los amigos que hice durante el camino, regresar del canto de los ruiseñores que me acompañaban en las cercanías de una aldea mientras echaba a andar en la oscuridad comenzando una nueva jornada. Regresar del perfume de los eucaliptos y los pinares, de los robledales donde viejas y herrumbrosas hojas colgaban todavía de los brazos inermes de las ramas desnudas. Regresar del tañer de las campanas de alguna iglesia llamando a misa o dando las horas a la noche en una húmeda y recóndita aldea mientras el peregrino bajo tres o cuatro mantas soñaba con un cuerpo bonito de mujer o con estrellas que corrían por el firmamento jugando al corre corre que te pillo. Recordar de las largas tarde de estancia en albergues u hospederías del camino, el sol entrando por una ventana, el peregrino acomodado en un sillón de mimbre escribiendo sobre la pantalla del teléfono cosas sobre la vida y el camino; recordar la irrupción de Ina o Beatriz en algún albergue, peregrinas de muchas leguas, almas gemelas que regalaba el camino al caminante deseoso de compañía femenina; recordar la alegría de la vida de un puñado de hombres y mujeres jóvenes de nuestro vecino país metidos a peregrinos en tierras lusitanas y que pusieron con su tarde de baile y conversación una guinda en el camino. Recordar las olas grandes con sabor a canción infantil; ¿recordáis: era un gato grande… que hacía runrún todo acurrucado en su almohadón…?

Porque es necesario forzar a la memoria que, absorbida por el brutal aspirador de la prosaica realidad, está a punto de desaparecer, me temo, para ser sustituida por la sucesión de las percepciones y actos de la cotidianidad. Ah, huir de lo cotidiano y poder inventar el mundo a cada momento; caminante no hay camino, sino estelas en la mar. La vida, ese rastro que deja una flecha en el aire, el rastro de un ave que pasa. Nada. Las aguas cerrándose tras el revuelo del blanco encaje de nieve tras la popa, mientras nuestra endeble embarcación vuelve su proa hacia otras aguas, otros mares. La vida, un continuo vagar por tierra y mar, el sol por compañero, la noche como lecho.

Y sin embargo, cierta sensación desagradable que podía estar teniendo estos días de verme empujado poco a poco fuera de mi ambiente, mi burbuja, mi entorno, ese en el que he vivido como feto en su bolsa amniótica y donde apenas llegaba el ruido del mundo y sus asuntos.

La cara de sonriente felicidad que tiene una chica en los asientos próximos del tren de cercanías no puede ser de otra cosa que de las flechas de Cupido que le llegan a través del teléfono. La miro de reojo y a la vez me sonrío pensando en las diabluras que hace el tal Cupido. Esta mañana me había cruzado en el camino con un hombre muy serio, un fornido cuerpo de más de uno ochenta de estatura, que llevaba de la correa a un perro que tiraba con fuerza de él; a veinte o treinta metros caminaba su mujer metida en un abrigo y su capucha como si anduviera por los hielos de la Antártida. Andaba con aspecto aburrido como quien va pensando en las musarañas. Unos metros más atrás caminaban sus hijas que iban enfrascadas en un juego de manos. Cuando los sobrepasé enseguida pensé que a esos Cupido ya los había abandonado, que se les había pasado la época de los cariñitos y los “te amo, mi amor” y que ahora apencaban con la vida lo mejor que podían. C’est la vie, me dije. Cupido va y viene, juega con nosotros, nos atrae unos a otros, nos abandona, vuelve, si hay suerte, a parecer tras la vuelta de alguna esquina… Dicen los manuales de psicología y sus estadísticas que la biología es cruel, que por lo general Cupido no se queda en casa más allá de los cinco, seis años que dura la crianza de la criatura para cuya gestación él ha empleado todos sus recursos amorosos. Es decir, que después cada uno se las arregle por sí mismo como pueda, que después de haber traído un crío al mundo cada cual se las apañe. Amigos para toda la vida, separados, divorciados a la búsqueda de que una vez más Cupido sobrevuele sus corazones, alguna que otra excepción de amores más duraderos.


Mientras me aproximó a casa, tren, autobús, trato de conservar mi yo dentro de la burbuja del camino; escribo, miro más allá de la ventanilla, recuerdo, escribo, escribo, hago los deberes del día. Cuando llegue a casa esta crónica y mi camino habrán llegado a su fin.

Y entró en mi casa y es como un albergue más, y los jacintos están en flor y todo esta verde con los brazos abiertos esperando a la primavera. Y frente a la ventana de mi cabaña las cebadas crecen verdes y brillantes y a lo lejos, entre la bruma, la silueta de la familiar sierra de Gredos se funde con la luz de los campos. Y mientras me tomó un café pienso que soy un vagabundo dichoso; la brisa, el viento agitando las ramas de este bosquecillo tan particular que rodea mi casa, me reciben hoy con los brazos abiertos. Nuestra perra Gaza, nuestro gato Mico, me han salido a recibir. Penélope voló a Méjico. Estoy solo en casa. Voy a tomarme una copa de brandy para celebrarlo y mientras la vaya degustando seguiré remontando los caminos de la memoria para recrearme, yo y mi cuerpo, al que tan agradecido estoy por soportarme durante tantas horas de camino, en este magnífico rastro que ha dejado en mi memoria esta loca cosa de caminar un invierno más por los Caminos de Santiago.





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