Epílogo a una larga trotada por los Caminos de Santiago








El Chorrillo, 31 de marzo de 2018

La mañana es fría y soleada, la brisa agita el toldo que cubre la leñera, el cielo tiene un delicado azul con manchas de ceniza clara, nubes que cruzan el cielo poniendo aquí y allá un salpicado de nostalgia. El canto de un carbonero balanceándose en el comedero de los pájaros me avisa de que llevan días sin comida. Tomo el recipiente de las semillas y salgo de la cabaña a dejarles el desayuno sobre su columpio de madera de pino que dejaron los reyes magos a mis pájaros. El peregrino ahora mira el campo, la lejana sierra de Guadarrama, el azul del cielo, el frío y, sin pensar en salir corriendo una vez más, siente que por dentro se le llena el alma de los caminos. Se está bien en casa, los troncos de leña crepitando en la chimenea, esa mañana frente al ventanal, el cálido y acogedor ambiente de la cabaña… pero todavía mi ánimo, lleno de los caminos, no acaba de acomodar su cuerpo a esta nueva ociosidad de mirar la mañana y el frío y el perfil nevado del Guadarrama como estando allí y no aquí. Las emociones que han levantado el camino en esta ocasión en el hasta ayer peregrino, revuelan como pétalos de flores de almendro agitados por el viento sobre mi cabeza.


Vivir en mitad del campo propicia que las sensaciones, benditas siempre ellas, corran de un lado a otro de mi cuerpo como aquejadas de inquietud por este repentino parón. Sensaciones que fluían cada mañana, cada madrugada, lentamente cuando mis pasos se abrían camino alejándome de alguna aldea, un albergue; cada vez que el viento pasaba su fría mano sobre los primeros despuntes de los trigales o tiraba de las orejas a las hojas en la punta de las ramas de los pinos desprendiendo su fragancia particular por tierras segovianas; que fluían acompañando la soledad de la música de mis pasos, que ya en Guadarrama, abriendo huella en nieve profunda camino de la Fuenfría, emitían un rumor de tela desgarrada; sensaciones que fluían con la lentitud propia del que camina sin prisa, y que esta mañana, represadas en el estrecho espacio de una cabaña de unos pocos metros cuadrados, se comportan como una ave apresada en las cristaleras de un invernadero cual si les faltara espacio y su vuelo, interrumpido por la estrechez del espacio y la confusión de la transparencia de los vidrios, limitase su fluir y su necesidad de volar más allá. Una Liza Minelli en Cabaret que necesita refugiarse en un túnel al paso del tren para gritar a todo pulmón su sentimiento de estar profundamente viva.

En el hogar del peregrino ahora crepita el fuego. Todo se va haciendo poco a poco más tranquilo. Va tomando el contacto con las cosas y los animales que le rodean, el carbonero buscando su comida en el comedero, más tarde será el petirrojo o los revoltosos gorriones; el peludo e independiente gato Mico que va por libre pero que cuando llega la noche y el peregrino se ha dormido aprovecha para entrar por la puerta de la cabaña, siempre a la noche abierta de par en par para que entre el fulgor de las estrellas o los cantos que el viento riza en las ramas del álamo blanco próximo, y acomodarse a echar un sueño sobre una butaca próxima; la perra Gaza que acostumbra dormir junto a mi cama y que, cuando en el cielo se encienden los farolillos de la mañana, se incorpora y va a dar los buenos días a su amo lamiendo con su lengua el cogote de éste, la cabeza hasta que el peregrino alza la mano y acaricia su testuz correspondiendo a sus buenos días: Buenos días, Gaza, le dice, y le acaricia la cabeza y entonces ella con la caricia en su interior, sale de la cabaña y yo me vuelvo a dormir como un bendito.

Pero también toma contacto con otras realidades el peregrino; cuando ya el sol estaba alto recibió un guasap de Penélope de allende el Atlántico preguntando si estaba despierto. Y como estaba despierto la llamé, para ella las dos o las tres de la madrugada, y ambos estábamos algo dormidos pero nos gustó volver encontrarnos en nuestras voces; Odiseo, el amante de las mujeres, gustaba especialmente la cálida voz de su esposa sosteniendo el teléfono por encima del embozo de su cama, yo hablando y escuchando mientras miraba a un tigre de peluche que alguno de mis hijos olvidó en la casa y que se asoma desde la estanterías de los libros desde hace dos décadas siempre como loco de curiosidad por observar de nuevo al vagabundo que había despertado y que ahora hablaba quedo con su chica. Y Penélope y Odiseo se despiden cariñosamente hasta el día siguiente, ella inclinando la cabeza sobre la almohada para dormir tras una larga jornada, él disponiéndose a levantarse para comenzar un nuevo día.

Pero como el peregrino durante su caminar no sólo ha recolectado sensaciones y trinos de pájaros, que también se medio enamoró de una amiga desconocida, sucede que un rato después la campanilla del guasap vuelve a sonar y es ahora su amiga desconocida, cada vez menos desconocida, que desde el interior de una choza en la sierra de Javalambre le cuenta que los alrededores de su casa de bosque ha amanecido rodeada de nieve y que la cosa es tan linda que va a dedicar la mañana a leer junto al fuego y oír la Sonata del rosario de Biber. Y entonces el experegrino, que gusta de sintonizar con otras sensaciones, enciende el amplificador y pone en el aire esa particular música de Biber para que le acompañen en esta amable mañana en que el viento hace temblar las hojas del eucalipto y el olivo frente a su ventana.

Bendita vida que nos traes la dicha de los caminos, el esfuerzo extenuante, la sed, el alivio, la alegría, la noche, el canto de los ruiseñores, la paz y el descanso del lecho en sus albergues, el calor, estos colores de mañana todavía de invierno que pintan el cuadro de mi mañana. Bendita seas, vida, que tanto nos das tanto.





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