Mujeres que se ponen el mundo por montera

  


Peñaflor de Hornija, 2018 
Camino de Madrid. Etapa Medina de Rioseco – Peñaflor de Hornija


Un sillón de mimbre, una manta y una alfombrilla para posar los pies, un calefactor al lado, una ventana por la que se entra el sol que baña mi cuerpo, el apetito satisfecho, el sabor de la magdalena y los recuerdos de la jornada revoloteando por mi cabeza. Razones más que suficientes para pensar que uno está en el mejor de los mundos.

Hoy, mi hija, que sólo por una lejana casualidad lee lo que su padre escribe, inauguró el día con un largo whatsapp de voz mientras subía por una empinada cuesta camino del colegio en donde da clase. Andaba preocupada por cierta extraña dolencia y al fin el médico había descartado con toda seguridad cualquier complicación. Tenía su voz la tonalidad cálida de ese gracias a la vida que a veces nos sale del alma en medio del frío del invierno. Agradecida manera de empezar la jornada el peregrino que habiéndose despedido de su chica a las puertas del hotel, a la que seguirá con una larga separación de más de un mes porque ella vuela a Mejico por unas semanas, ahora dejaba atrás Medina de Rioseco con el sol frisando en los tejados aunque todavía luchando por abrirse paso entre un enjambre de nubes de color panza de burro (¿habrá aparecido otra panza de burro recientemente por aquí?).


Y ya en el camino, abrigado hasta las orejas y con las manos en los bolsillos, oh, bendita ilusión por esa fontana que fluía en mi interior, acordeme de la nieve que caía blanda y en grandes copos blancos más allá de la ventana de la casa de mi amiga desconocida, casa de bosque y de estufa de leña en donde emborracharse de soledad oyendo La Creación de Haydn. Primero esa Creación que mi recuerdo tiene anexado a un anciano de una novela de Luís Goytisolo que escuchaba abstraído desde su edad muy avanzada este florecer del mundo en las partituras de Haydn. Pero después esos blancos copos, grandes y cayendo despaciosos sobre el campo de invierno fueron los copos de un invierno en que a mi madre le diagnosticaron un cáncer de cerebro. Habíamos vuelto del hospital con el diagnóstico de tres meses de vida, diagnóstico que ella ignoraba, y mi madre hacía calceta junto al ventanal de la biblioteca mientras fuera un manto blanco cubría toda la parcela y la incipiente cebada que había empezar brotar en los campos labrantíos, Machado naturalmente, de los alrededores. En aquellos días comencé, junto al diagnóstico del cáncer de mi madre, a escribir un libro que daría cuenta de esos tres últimos meses de su vida. El año en que murió mi madre, se titulaba aquel librito de apenas cien páginas. Alguna amiga me confesó que no pudo leerlo sin que las lágrimas le acudieran a los ojos. A mí, que cerca de lo sesenta no recordaba haber llorado nunca, se me anegaban los ojos cuando semanas más tarde, poco a poco, descubrí que mi madre, que toda su vida había hecho calceta, no era capaz, llegado a cierto punto, de tricotar una bufanda. La perplejidad que mostraba su rostro frente a esa labor familiar, que ahora se le presentaba como un laberinto, hizo que yo tuviera que salir de casa para buscar un rincón donde dar rienda suelta a mis lágrimas.


Los charcos están helados, las rodadas que los tractores dejan en el barro aparecen duras como de piedra. Me cruzo con un peregrino italiano en bicicleta. ¡Buen camino!, le saludo. Y me devuelve el saludo con un ¡buon viaggio! mientras levanta la mano para decirme adiós. Pedalea embozado y de su rostro sólo asoman sus dos ojos vivarachos. Y pienso en que si no existiera el Camino de Santiago habría que inventarlo para justificar así nuestros impulsos de nómadas que duermen probablemente en alguna parte remota de nuestro ADN. Partir, ir de un lugar a otro del mundo, parece la consigna que siguieron durante milenios nuestros ancestros, un consigna que aflora en nuestro ánimo y nos empuja a echarnos a los caminos del mundo.


Mañana ideal la de hoy para ir desgranando las páginas de un libro. Antropología del cuerpo y modernidad, de David Le Breton, sugerencia de un comentarista anónimo de este blog.

“Entre los canacos, el cuerpo toma las categorías del reino vegetal, escribe Le Breton. Parcela inseparable del universo, que lo cubre, entrelaza su existencia con los árboles, los frutos, las plantas. Kara designa al mismo tiempo la piel del hombre y la corteza del árbol. La unidad de la carne y de los músculos también se refiere a la pulpa o al carozo de las frutas. La parte dura del cuerpo, la osamenta, se denomina con el mismo término que el tronco de la madera”. El cuerpo y lo que las distintas culturas consideraron sobre él es el contenido de lo primeros capítulos. La conciencia del yo, que en culturas primitivas queda diluida en la comunidad donde el individuo no es más que una parte del todo, choca con nuestra concepción moderna donde el individuo aparece para sí como centro del universo; choca, pero sin embargo leyendo estas páginas me da la impresión de que de cuando intentamos profundizar en el sentido de la vida, algo de este planteamiento sale a flote. A mí concretamente me gusta descubrir estas ideas primitivas porque de alguna manera según cumplo años voy asimilando un concepto del hombre que más y más se aproxima a una visión de los otros seres vivos de la naturaleza. No hay en la composición de nuestro cuerpo ningún elemento que no esté en la de los vegetales o los otros animales. Ese Todo al que aludimos algunas veces porque nos sentimos parte integrante del mundo en que vivimos, se manifiesta aquí en la cultura de lo canacos.


De pronto el horizonte se puebla de un extremo a otro con lentos molinos de viento bajo las nubes violetas que avanzan por septentrión.

El aspecto serio de la vida vuela y todo lo reprimible desaparece  ante la risa de la comunidad en el Carnaval. Otra vez Le Breton, El Carnaval alimenta el espíritu de transgresión. En el júbilo del Carnaval los cuerpos se entremezclan sin distinciones. La distancia entre los cuerpos que establece nuestra cultura occidental frente a la otras culturas donde el contacto de lo cuerpos forma parte de la vida cotidiana, el Carnaval lo suprime. El contacto ese de lo cuerpos que a veces resucita cuando un encuentro especialmente entrañable se produce, ese beso y ese abrazo que tan espontáneamente surge como sucedió días atrás al despedirnos de Carmina en Cuenca de Campos se convierte en un excepción.


Y a mi cuenta de Facebook llega un comentario de una peregrina que, después del leer mi último post que habla sobre hombres y mujeres, escribe: “¿Y qué se puede hacer cuando una está sola y el día que amanece no le sonríe, sino que se le carga en la espalda como un peso enorme?” Y yo le contesto: “Quién se atrevería a dar una respuesta a un interrogante semejante, pero ¿qué otra cosa se puede hacer que abrigarse, ponerse la capa de agua, capear el temporal y esperar a que en alguna curva del camino salga el sol? Con ese nombre tan bonito con que has vestido tu perfil, perfil con el nombre de lo tres elementos de la naturaleza, debería ser más fácil: luz, tierra y mar no son poca cosa para encontrar acomodo en la vida. Al mar siempre voy cuando camino, por la tierra va mi senda y la luz alumbra el sendero. No creo que ello sea muy diferente para otros. Y me despido con un “Suerte y buen camino”.

Cuando el camino se convierte en un delicioso paseo. Peregrino sin prisas, degustador de la mañana, el sol, la brisa, casi con el deseo de que la jornada se prolongue hoy más allá de Peñaflor de Hornija.


Y mientras los molinos a un lado del camino dan vueltas monótonos como aburridos gigantes petrificados por algún hado, echo mano a la colección de novelas que puse en la lista de espera cuando inicié este viaje por tierras de España y Portugal y ya no recuerdo que criterios seguí para elegirlos, una docena de novelas de distinta procedencia. Y como no hay criterio que me guíe porque desconozco todos lo títulos, me hace decidir la caligrafía o lo llamativo de las portadas, así que arrastro con la yema de los dedos la pantalla; este no, este tampoco, hasta que doy con un título que me aparece atractivo: Más allá de la madurez. Lo abro, doy al play y después de medio minuto me digo: carajo, este libro lo he leído ya. Paro, repaso y resulta que ese libro lo he escrito yo mismo, sólo que en mi biblioteca aparece con título distinto, se trata de un largo monólogo de casi trescientas páginas atrapadas en un único párrafo que titulé La edad madura, un título que mi amigo Sergio tuvo la amabilidad de reseñarme después de hacer una segunda lectura. Ese tiempo en que un invierno quedé atrapado en mi cabaña por la nieve, el frío y la necesidad de escribir y encontrarme a mí mismo en largas horas de escritura me tuvo encerrado junto al fuego de la chimenea y al taciturno paisaje de mi ventana escribiendo y escribiendo sacando de mi interior tiras de vida para verterlas en el papel, todas las penas y alegrías que se habían ido acumulando en mi cuerpo en los dos últimos años, cosas del amor, la soledad, el naufragio más todas las emociones que la literatura y el cine habían depositado en mí saturando hasta lo imposible mi alma de nostalgia y un cierto desespero.


Así que estaba ante mí mismo, ante la nieve de un invierno y la desnudez de un solitario en cuyo corazón todavía bramaba el dolor de la pérdida de una amante. No, no iba a leer este libro en este momento, no era la situación adecuada, precisamente ahora que camino, como Teseo en el laberinto, guiado por el hilo de Ariadna.

Mi sendero transcurre hoy no sólo por Tierra de Campos, también se acerca a las redes sociales, al whatsapp de los amigos o la familia. Y entre lo molinos me llega un guasap del amigo Jorge que me recuerda que Medina de Rioseco para los contables es un lugar de culto: patria chica de Bartolomé Salvador de Solórzano, primer autor de un tratado sobre contabilidad en español.
Y se ve que como ya he dejado muy atrás Medina sin apercibirme de la presencia de tu Bartomomé, le contesto, el paisaje me compensa con centenares de molinos de  viento con los que ni yo ni Rocinante habremos de darnos de narices habida cuenta que del lance ni siquiera se va a obtener el céfiro de la presencia de una Dulcinea de ocasión. Piénsese que aunque Penélope quedó una vez más a merced de la rueca y los pretendientes ello no alivia la morriña que aqueja a este caballero andante cuando de bellas dulcineas se trata. Un servidor que siempre estuvo ayuno de las ciencias de la contabilidad la verdad es que mejor hubiera visitado la tumba de una Beatriz o se hubiera acercado a Verona a contemplar los ojos encendidos de una Julieta de amores llena.


“Yo me quiero ir al infierno, yo no quiero ir al cielo. Quiero ir al infierno con mi papá, le dice el protagonista de la novela que leo a continuación (El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince) ante la insinuación de la monja que lo atiende, de que el papá del protagonista está en el infierno porque no iba a misa. Delicioso comienzo de la novela que me servirá en los próximos días de compañía.

La jornada, como un saco vacío que se fuera llenando a lo largo del día, amaga con rebosar. Llego a Peñaflor de Hornija y me meto en el bar. Sólo me ofrecen un bocadillo de chorizo, el mismo que me he tomado en Castromonte hace un par de horas. Y sale una señora que andaba sentada en un mesa en un rincón del bar y dice que me va a traer un par de huevos y se dirige a la mujer del bar diciéndole tú se lo fes y le añades alguna cosa más. ¡Hele ahí está gente! Mientras tanto llamo por teléfono al encargado del albergue. Hablo con él y después de darme instrucciones de dónde voy a encontrar las llaves ne dice que si yo soy Alberto de la Madrid (??). ¿Y eso? Bueno, pues que algo he oído de ti, seguramente de las redes sociales, me dice. Alucino. Luego nos vemos, nos despedimos. Pero cuando digo en la tienda, donde me he acercado a comprar algunas cosas, que he hablado con Arturo para el asunto de las llaves del albergue, la dependienta me mira extrañada porque, me dice, la encargada del albergue se llama Vero. Date, me había equivocado de pueblo y estando en Peñaflor en algún momento mi inconsciente estuvo en Puente Duero (pueblo de la etapa siguiente). Tuve que volver a llamar a Arturo para decirle que no era hoy sino mañana cuando estaría en su albergue.


Y con todo lo que llevo, que es demasiado, me es imposible dejar de hablar de Beatriz, vasca, mujer de armas tomar que apareció por el umbral de la puerta del albergue con la prestancia de quien se ha comido medio mundo. Llevaba un rato dándole a las teclas del teléfono con esta crónica cuando de repente oí que llamaban a la puerta. Una peregrina se había dado la vuelta y caminaba hacia el fondo de la calle. La llamé, era Beatriz, una moza de vivísimos ojos oscuros, que ella había resaltado con una sombra de rímel, que miraba con tanta fuerza y decisión que enseguida me dije, date, ya estas ante uno de esos ejemplares femeniles que se ponen el mundo por montera. Pasó enseguida a la habitación y hablaba y hablaba y ni siquiera descargaba su monumental macuto mientras yo la miraba desde mi sillón de mimbre un poco atónito por tan repentina admiración, pero sin que ello me parara la lengua que se disparó de inmediato ante el bagaje de andarina que Beatriz desplegaba ante mis narices. Ayer hablaba con admiración de Cristina Spínola, la mujer que dio la vuelta al mundo en bicicleta sola, y ahora resultaba que aquí tenía otra vez a ese espíritu femenino, que en palabras de Cristina, albergaba al alma salvaje y emprendedora que toda mujer lleva dentro de sí. Había comenzado a caminar en octubre en Roma, había atravesado Italia y Francia, alcanzado Santiago y continuado por el Camino Portugués hasta Lisboa. Después como eso no le fue suficiente y todavía le sobraban unos días se desayunó con la idea de andar el Camino de Santiago de Madrid. ¡Chapeau, compañera!

Si hace un par de días fue Ina, la joven kirguistaní con la que coincidimos en Santervás de Campos, hoy era Beatriz el encuentro inesperado del final de la jornada. El camino últimamente está jalonado de mujeres de mucha fuerza: Manuela Arias, la madre de Asun; Carmina la poeta y pintora de Cuenca de Campos; Ina, la peregrina solitaria y por último la aparición de Beatriz que no es la de Petrarca, que ella es vasca, pero que tiene la consistencia de esas mujeres fuertes que pueblan el mundo con la esperanza de un planeta donde se haga efectivo ese clamor del pasado ocho de marzo.


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