Cabalgando entre dos fronteras


  

Pfronten, 25 de junio de 2018

Füssen – Fankenstein - Pfronten

El salvaje, salvaje que lee debe añadirse, esta tarde se atuvo a los cánones de la civilización e hizo la colada, se duchó, afeitó y quedó fresco como una lechuga dispuesto a aprovechar panza arriba el último sol de la tarde. Pura casualidad, porque andaba preocupado por encontrar algo de comer para la cena antes de tirar monte arriba y tropezó con un camping en su camino. Que si no ni de flores, que uno no es de los que se mete en esos sitios, pero debió suceder que el olfato estaba empezando a mosquearse y el salvaje consideró enseguida la posibilidad de quedar limpio para otra semana amén de servirse de alguna cosa en la tienda del camping. Así que final de tarde al sol, secado de la tienda, secado de la colada y además un punto de luz para cargar todas las baterías que andaban ya un poco flojas. Tengo una autonomía, caso de que esté todo el tiempo nublado, de unos cinco o séis días, pero siempre se agradece tener batería de sobra.

El post de esta mañana quedó en un mediodía de lluvia que no tenía aspecto de parar. A las doce y media amainó y me dejó indeciso sobre lo que tendría que hacer. Estaba demasiado a gusto dentro del saco y me costó tomar una determinación frente a un cielo que no prometía más que nuevas lluvias. Al fin me decidí. De todo mi equipo, después de más de quince horas de lluvia, lo único mojado era el doble techo, así que envolví este cuidadosamente, lo colgué detrás del macuto y me puse en marcha.


Un tiempo así intimida un tanto. Caminar bajo la lluvia si te pilla, pues bueno, qué le vas a hacer, pero salir del confort, que te coja un aguacero y que tengas que poner la tienda bajo la lluvia no es un asunto agradable, siempre terminas empapando la mitad del equipo. El lago próximo, el Alatsee, ofrecía un aspecto de postal, las montañas y las nubes se reflejaban en la calma gris de las aguas. Sus orillas cuidadas y el césped segado como el de un jardín inglés habían robado la espontaneidad con que la naturaleza se expresa.

Al final del lago la senda trepaba la ladera con prisas. Una pareja se entretenía en fotografiar un lagarto que levantaba la cabeza desafiante ante lo intrusos. No sé por qué me quejo de este tiempo, en realidad es el mejor para caminar. Subiendo sin prisas y sin el agobio del sol apenas se nota la cuesta. A partir del siguiente collado caminará ya todo el rato a horcajadas entre la frontera alemana y austriaca, una larga cordal de roca calcárea que en algún momento requería cierta atención y que se encontraba equipada en parte con cables de acero. A lo pies de la montaña, por el norte, se extendía la llanura bávara de un verde intenso y salpicada aquí y allá por pequeñas aldeas. Llama la atención la brusquedad con que se elevan los Alpes en esta parte de Europa a partir del llano.


El bosque, como recién salido de la bañera, destilaba una intimidad húmeda y acogedora. Raíces centenarias atravesaban el sendero sirviendo de escalones en los pasos abruptos. No tenía ganas de leer. Había pasado toda la mañana en los alrededores del mar de Sirtes en compañía de Julien Gracq mientras fuera llovía y ahora recordaba alguno de esos detalles de la prosa de Gracq que me eran tan gratos, cierto clima con que envuelve situaciones reales pero que él pinta con los pinceles destinados a los sueños, es el reino de lo que se insinúa envuelto en una aguada imprecisa destinada a  crear en el lector, como si de una sonata se tratara, una sensación de demorado erotismo. Qué diferencia con la última novela que había abandonado antes de la mitad, Carreteras secundarias, de Ignacio Martínez de Pisón. ¿Qué es lo que hace que una novela la abandonemos en los primeros capítulos y qué por el contrario, que leamos con delectación otros títulos? Quizás pueda parecer una pregunta ociosa, pero a mí no me parece tan fácil de contestar, de hecho comienzo muchas novelas de las que no paso de los primeros capítulos, novelas, se entiende, que tienen el respaldo de la crítica.

Después de un buen rato el sendero termina asomándose a lo alto de la crestería. Ha salido el sol y frente a mí tengo una nueva cadena montañosa, siempre montañas y montañas delante. Las de enfrente las tendré que atravesar mañana; mientras tanto el valle, quinientos o seiscientos metros de desnivel más abajo, presenta el aspecto limpio y típico de estas tierras, grandes praderías salpicadas por pequeñas aldeas. La caída hacia el valle es abrupta. Habré de recorrer casi toda la crestería para en su extremo descender a Pfronten.


Mi vivac es hoy un prado compartido con campistas holandeses y alemanes. Gente tranquila. Un alemán ha querido charlar conmigo pero no teníamos un idioma común, así que hemos cruzado tres o cuatro palabras y me ha regalado un melocotón. Dánquesen. Jajaja… mañana ya tengo a mi amiga Nuria regañándome. La profe de alemán que lleva dentro ya me echó la bronca esta mañana con el “morguen” que yo había colado en mi post de ayer. Hablo dos idiomas y chapuceo otros dos, pero el alemán nunca pude con él, pese a haber trabajado de joven una temporada de esquí en Saint Moritz. Si hubiera sido más joven, pensando en esta larga temporada que paso entre Alemania y Austria lo mismo me había puesto a estudiarlo, pero es cosa inútil; con el inglés he invertido una gran cantidad de tiempo y el resultado de mi estudio hay sido irrisorio. Los idiomas o los estudias de jovencito o estás perdido, más todavía si se trata de un torpón, como un servidor. 












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