“La tierra es nuestra madre y esposa eterna; y
como toda mujer, nos ofrece sus dones según nuestra riqueza.” (Ernst Jünger. El corazón aventurero)
Camino
de Pfronten, 25 de junio de 2018
Bajo
la tela de mi tienda.
Llueve
ininterrumpidamente desde hace más de quince horas. El repiqueteo sobre la tela
de mi tienda es monótono, sin variación, como si esta fuera a ser la condición invariable
a partir de ahora. Imagino la siempre recordada Macondo y sus meses de lluvia,
el moho empezando a cubrir las paredes de mi tienda, el agua corriendo por el
prado y mi tienda transformada en una almadía como la de Aguirre, la cólera de Dios, río abajo camino del mar. La música del
agua permanente, insistente, como si al mundo hubiera llegado el diluvio de
Noé. De vez en cuando hay un golpe de viento y entonces gruesos goterones caen ruidosamente sobre el techo. El bosque,
chito, callado, a los pájaros se les han quitado las ganas de cantar con tanto
agua, esta mañana sólo existe la lluvia; bueno, de vez en cuando escucho el
agudo chillido de algún insecto que emite unas notas prolongadas desde su
agujero. Lo mismo es que se está ahogando y pide auxilio. ¿Por qué razones
puede estar gritando si no? , porque evidentemente con esta lluvia no creo que
los imperativos de la especie le estén acuciando.
Sobre
el techo de mi tienda el capricho del fabricante ha diseñado la forma de una
cometa de color amarillo tostado. Sobre ella contemplo unos gruesos goterones
que aparecen quietos en pequeños grupos, son el producto de la condensación.
Listo el tío que ha diseñado esto. La condensación que la tienda no puede
evacuar en su parte superior cae sobre esa cometa amarilla y se queda allí
quieta esperando acaso que escampe. Por una pequeña abertura de la puerta se ha
colado ahora un insecto de grandes patas que vuela desorientado buscando la
salida, dándose de narices contra la tela. Tiene aspecto inofensivo así que de
momento le voy a perdonar la vida.
Me
queda todavía parte de la comida que me sobró del chino, pero no me apetece esa
clase de desayuno; acaso unas barritas dentro de un rato. Con lo que tengo
puedo resistir veinticuatro horas; lo peor es el agua que no llega al cuarto
litro. Tampoco tengo un recipiente en el que pueda recoger el agua de lluvia.
Una paradoja el que mi necesidad en medio de la lluvia pueda llegar a ser
precisamente la carencia de agua.
Han
empezado a cantar algunos pájaros y casi casi no me gusta porque eso puede
significar el final de la lluvia y la verdad es que en el saco se está tan bien
tan bien, esa pereza que se extiende sobre el cuerpo como una mancha de aceite
hasta llenar a éste de un inesperado gustirrinín. Además, fuera estará todo
empapado y se me mojarán las botas y los pies y… En mi fuero interno es como si
no quisiera que dejara de llover, como si estuviera en mi cabaña sumido en esa
dulce pereza matinal que algunos días se prolonga más allá del mediodía.
¿No
lo había dicho? Pues sí, llueve. Sí, como el título del libro de ayer, el mundo
no existe. En este momento sólo existimos yo, mi tienda y la lluvia. Un momento
perfecto para que a uno le vengan a la cabeza curiosos pensamientos como ¿qué
es mi vida o cosas así? Como no soy aficionado al fútbol, ni a las series, ni a
los programas basura de la tele el espacio mental que me queda es algo
reducido. Ni puedo darle vueltas al asunto de Zidane, o a los impuestos que no
pagan Messi o Ronaldo, ni especular sobre la continuación de la próxima entrega
de la serie de turno, así que lo que me viene a la cabeza en medio de esta
lluvia es eso, ¿qué es mi vida? Y joder, me encuentro que después de tanto
follón con eso de la vida, la pasta, el trabajo, el Estado y los desafueros de
siempre, la hipoteca, los pagos mensuales y las citas con el dentista, resulta
que mi vida se queda en muy poca cosa, a saber: comer, dormir, caminar, leer,
esforzarme en alcanzar un collado, recordar, reflexionar, protegerme de la
lluvia, claro, y poco más; bueno, y estar triste unas veces y otras alegre, y
enamorarme y calmar mi sed. Al final salen más cosas de las que yo creía,
porque desde aquí, desde mi posición de tendido prono o supino, nos sé cuál de
las dos es, oyendo la lluvia, la vida me parece tan tan simple, tan sencilla,
que me parecen mentira tantas cosas que suceden en el “exterior”, todo eso que
aparece en los periódicos, todos esos afanes que persiguen a tantos por tener y
tener y tener, por… Y una redoblada masa de agua cae de nuevo, ahíta con más
fuerza, después una breve tregua. Llueve
tras los cristales, llueve y llueve…
Se
me ocurre que acaso una cura de agua podría ser una magnífica terapia para
solucionar los grandes problemas de la humanidad, problemas de coco, quiero
decir. Hacerse con la comida necesaria para pasar unos cuantos días, pedir
prestada una tienda de setenta centímetros de ancha por uno noventa de larga,
elegir un bosque y esperar una temporada de lluvia. Concurridas esas
circunstancias meterse dentro de la tienda y permanecer allí unos cuantos días
en manos de los elementos, solo, sin otra posibilidad que escucharte a ti mismo
y al agua que cae sobre tu tienda. Ese qué es mi vida de algún modo empieza a
esbozar entonces respuestas intuitivas según las horas comienzan a transcurrir.
A
mí esta vida me cura de alguno de los males de mi época. Quizás ella sea la
razón de que me pase medio año vagando por los senderos de aquí o de esas
tierras que bañan sus costas en el Mediterráneo o el Cantábrico.
Uno
de mis recuerdos últimos más candentes los tengo de esas treinta y seis horas
que pasé bajo el temporal dos meses atrás en la costa de Formentera. Salvo unos minutos en que tuve que salir a asegurar los vientos de la tienda con grandes
piedras porque la tempestad la arrancaba del suelo, el resto fue un
plácido estar. El recuerdo del mar bramando con sus enormes olas desplomándose
sobre las rocas mientras la tormenta rugía a mi alrededor, la lluvia constante,
a veces como si cayera sobre la tienda una cascada, eran la leche que yo mamaba
de los pechos fecundos de la madre tierra.
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