Castillos de cuento de hadas en la Alta Baviera


 


Camino de Pfronten, 24 de junio de 2018

Jungerhütte – Füssen – camino de Pfronten


Las cinco y media de la tarde. El repiqueteo de la lluvia sobre el techo de la tienda interrumpe mi lectura. Si la cosa funcionara siempre con esta regularidad mi tranquilidad estaría asegurada. Tarde y noche para la lluvia y el resto del día para caminar, retozar, leer, comer o escuchar la cháchara de los arroyos. Perfecto. La lluvia sobre la tela de la tienda es todavía mejor sonajero que el del arroyo, más delicado, más íntimo, algo así como si las nubes descendieran a charlar conmigo un rato.

Vamos a ver. ¿De dónde leñes salí hoy? Casi siempre me lleva unos segundos saber qué parte del mundo han recorrido hoy mis piernas. Mua, mua, besicos para ellas, por cierto. Yo muchas veces tengo una relación muy bonita con mi cuerpo, y no me refiero a todo eso que algún mal pensado puede pensar, aunque también eso sea cierto; por ejemplo, cuando éste ya está habituado a los caminos que le traigo, le hablo y le doy las gracias por la soltura con que me sube. Hace un par de meses al final de mi acostumbrada trotada invernal, dos meses y medio creo, me fui a circuncaminar Formentera y un día, tras pasar casi dos metido en la tienda por el temporal, cargué un pesado macuto con precipitación y me jodí la espalda. Un rato más tarde mi pierna izquierda acusó un dolor agudo y me dejó cojo. Me llevó un mes recuperarme de aquella “tontería”. Ahora de vez en cuando paso la mano por ella como se hace con un gato o un perro y le digo, brava, ¿qué tal hoy, eh? Y ella no me contesta porque no tiene aparato fonador, pero yo sé que me agradece esa deferencia. La pobre tiene una condropatía de grado tres desde hace años y de vez en cuando se queja pero los mimos a que la someto le dan fuerzas. Si un día de estos me encuentro inspirado me prometo escribirle un librito al modo de Platero y yo. Tan agradecido estoy con ella. Vamos, con las dos, no sea que la derecha se ponga celosa. Un día de estos me gustaría que Carlos Soria me prestara sus piernas. No más por probar qué siente uno con sus piernas nueve años más usadas que las mías, pero mucho más fuertes. O sus brazos; los míos no acarrearon cubos de agua desde la niñez, como cuenta él en su libro, y escalando debía descargar mi peso en las piernas, aunque éstas nunca fueron tampoco gran cosa; ya se sabe, uno no paso nunca de la medianía y… eso. Que me gustaría, leche, experimentar algunas partes del cuerpo de otros que hicieron grandes cosas con ellas. También podría pedirle prestadas las piernas a Kilian Jornet, sólo un ratito, para subir por ejemplo de un golpe esos mil cuatrocientos metros de desnivel en que mis piernas desvanecían hace un par de días. Sentir como es eso de subir a toda pastilla dos mil metros… Sublime, como dirá Francisco Sanchez cuando ascendamos el próximo invierno al K2 junto a Cive y José Luís Moreno (para los no enterados, digamos que estamos preparando la primera ascensión al K2. Todos sexagenarios, no se admiten jovencitos. Las condiciones para participar en dicha expedición es gustar de la cerveza y tener ganas de pasarlo bien. Yo no juego al mus pero estoy dispuesto a aprender a fin de que la estancia en el CB sea agradable). Yo hablo muchas veces con mis piernas; no, no es que esté algo zumbao, es que como uno anda casi siempre solo habla hasta con las piedras. Soy muy agradecido y reconozco que de las cosas más bonitas que he tenido en la vida ellas son el facta factotum. ¿A quien si no ha de estar agradecido alguien que se pasa la vida caminando por el mundo?



Me costó horrores levantarme. Amaneció con ese tiempo gris gris y ese frío frío que a lo único que invita es a seguir acurrucado en el saco durante todo el día. Pero a las siete me armé de valor y me puse en movimiento. En mi mapa el sendero cruzaba en diagonal muy despacio las curvas de nivel. Cuando encontré agua desayuné y de postre me comí una zanahoria. Me crucé con amables alemanes con los que intercambiaba una sonrisa y el consabido “morguen” matinal. Por cierto, ¿en Alemania cómo debería saludar temprano, con buenos días, con good morning o el morguen ese que parece que entiendo ;-). Según avanza el día ya no hay problema porque parece que el hallo! es universal. Tengo una amiga que habla alemán y que acaso vendría a acompañarme unos días, pero me temo que, si se decide, cuando lo haga, ya andaré por lo menos por las Dolomitas, donde el Salve! O el Ciao! son universales. Total, era domingo y me crucé con más caminantes de los habituales. A lo que no estaba acostumbrado fue al espectáculo que me encontré cuatro o cinco kilómetros más abajo. Resultó que en una curva del camino empezó a aparecer un pequeño gentío primero; después cuando a la derecha di la vuelta a una loma, de golpe me encontré como si estuviera delante de la Mona Lisa, en la plaza de San Marco de Venecia o haciendo cola para subir a la Torre Eiffel. Una entera multitud. No había forma de pasar por una calzada de más de diez metros de ancha. La gente se volcaba hacia una balconada que se abría a la izquierda. Allí fui yo también, a ver qué coño se cocía. ¡Guau! (paréntesis, primer test para mi nueva tienda: llueve mogollón. Echo una ojeada: resiste. Pongamos una vela a la virgen). Lo que se veía desde allí era uno de los famosos castillos bávaros que todos hemos visto en los calendarios rodeados de lagos. Plas, plas, una foto tras otra, y la fiesta de los selfies y los codazos para poder hacerse una foto sin que un japonés o un chino metiera la cabeza por medio. Bueno, ya estaba el famoso castillo fotografiado, castillo de abajo, porque me giré para abandonar la balaustrada y date ¡guau!, allí estaba la otra razón de la multitud mundial que atascaba el paso, el castillo de cuento de hadas de Neuschwanstein se erguía como una aparición. No me habría sorprendido menos el encontrarme de repente frente a las pirámides de Egipto o el Taj Mahal. Sí, el castillo que había fotografiado junto a los lagos era su primo hermano, el de Hohenschwangau.

Había tantos turistas que no pude sacar la foto ;-), así que valga ésta bajo estas líneas de recuerdo.


 En Füssen estaban de fiesta. La cerveza corría por los alrededores de los chiringuitos por toneles, los músicos le daban a los metales y al tambor con fuerza y dos brujas de tres o cuatro metros de alto hacían de comparsa a la banda. Comí en un chino donde me sirvieron comida para cuatro por el importe de uno y después atravesé la feria camino del monte. Antes de abandonar del todo la ciudad me crucé con un batallón de turistas de todas las partes del mundo fotografiando una cascada de dos metros de agua por donde caía un caudal equivalente al de tres o cuatro mangueras. Clic, clic, clic, clic… joder, hay turistas que son la leche. Así van las cosas en el mundo, gente con posibles, porque posibles hay que tener para venir desde la otra parte del mundo a fotografiar un regajo de agua junto al camino. Días atrás Cive me mandaba una imagen de un turista que frente a un accidente mortal se estaba haciendo un selfie. Sí, sí, que se viera bien el muerto.



Saliendo de Füssen inesperadamente me veo inmerso en la lectura de un libro y de un autor del que hasta este mediodía desconocía su existencia. La atracción que me produjo  nada más saber de él por mi amiga Nuria, tiene pocos precedentes. El mundo no existe dice el título, y su autor es Gabriel Markus. Ella me había advertido de entrada que había empezado a leer a este autor y me preguntaba si había leído algo de él. Hablaba de la dificultad de su lectura. Como a mí me gusta meter las narices en libros que no entiendo, cosa que me sucede con alguna frecuencia cuando me meto en el mundo de la filosofía, su observación no me arredró. Lee que algo encuentras, parece decir mi interior, que se acerca de tanto en tanto a algunos libros como quien buscara en un volumen algún tesoro reservado a mi perseverancia. En el Chino había estado indagando en la Wikipedia y la cosa se prestaba mucho a mi curiosidad. No tardé más de unos minutos en localizar el libro en epublibre.org y en bajarlo (atentos a esta dirección; es una mina). Leí poco, pero ya está en la lista de los dos, tres libros que leo a diario. Con Shopenhauer indago estos días en temas como el amor, la mujer o la muerte; con Jünger exploro el expresionismo alemán y con Julien Gracq ando por El mar de las Sirtes. Ahora con Markus me daré una vuelta por la concepción más moderna de eso que llamamos realidad.



Sí, continúa lloviendo.














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