Cuando los años son muchos y las montañas siguen estando ahí para caminarlas




Jagerhütte, 23 de junio de 2018

Linderhof – Kenzenhüten – Jagerhütte.

Las cinco de la tarde. Ya en la tienda; este lujo de tienda, este lujo de colchón (que no pierde aire ni se pincha… de momento), este lujo, porque lujo es vagar por los montes y a la tarde, amenazando lluvia, montar la tienda en un prado y tumbarse a adivinar cuanto tardará en ponerse a llover, a mirar a las musarañas, abrir un libro, no hacer nada cómodamente instalado en este bendito habitáculo. Esta tarde me paraba una chica alemana para preguntarme que dónde iba tan cargado y con esa alfombrilla solar colgada del macuto. Ya no puedo decir como las tres veces anteriores que había salido del Adriático y me dirigía al Mediterráneo a la altura de Niza o viceversa,  ahora tengo que utilizar la palabra inglesa wander, I wandering the Alpes, no voy a ningún sitio, la contesto, vago, voy de un lado a otro. Es una sensación que se va apoderando de mí con gusto. Caminar cada vez con menos prisas, cada vez con menos propósitos. En realidad trato de completar algunos tramos de la compleja red de senderos de la Vía Alpina que no conozco, pero sin demasiado empeño de ceñirme a nada en concreto. Circular por estos itinerarios, que muchas veces no están marcados ni tienen señales específicas, ofrece la comodidad de la web que los auspicia (Vía-Alpina.org) donde se puede encontrar información puntual de horarios, refugios, etapas; un asunto que me libera de hacer indagaciones y me permite tener presente cada día dónde me puedo abastecer o tomarme una cerveza.

Los senderos, generalmente solitarios, hoy estaban algo más concurridos, sólo un poco. Es sábado. Hoy me he cruzado con gente de todas las edades, incluidas dos señoras y un señor mayor que debían de superar bastante los ochenta años. Subían despacio, él encorvado, lento, concentrado en donde ponía los pies, ellas, sonrientes, inclinaron levemente la cabeza cuando les di los buenos días y les cedí el paso. De tez blanquísima y aspecto gentil, trepaban por un camino nada sencillo; gente que ha subido a las montañas durante toda su vida y que lo seguirá haciendo hasta que el cuerpo aguante. Qué satisfacción me producía verlos andar a su aire con ese paso tranquilo con el que se llega a todas partes. Por estas crónicas de los caminos, cuando han sido de los Alpes, siempre han pasado muchos ancianos; ancianas especialmente que me conmueven cuando me cruzo con ellas, a veces solas, en puntos que requieren horas de caminar.

El modo en que las personas organizamos nuestra vida en torno a determinadas actividades sugiere que, muchas veces, la calidad de vida que obtengamos va a depender de dichas actividades. Y no es que haya que recorrer los Pirineos o lo Alpes de mayor para sentirse bien, es la idea de cómo las pasiones se apoderan de nosotros y nos hacen estar pendientes y activos, disfrutando de esos años sin obligaciones laborales con la intensidad propia con que lo jóvenes descubren otros mundos. Observo esta clase de pasiones a que me refiero siempre que voy a escuchar algún programa de música clásica al auditorio de Madrid. La gran cantidad de ancianos que veo, alguno de ellos acompañados por nietos, me hace suponer una calidad de vida importante; asociar ésta a la cultura en general, a los libros, a la música, a los largos paseos por la montaña creo que es algo que se constata fácilmente. Estos días leo una obra de Ernst Jünger, un libro de escritos varios donde tanto hay relatos al modo de los expresionistas como breve ensayos sobre botánica o cristalografía, que se reúnen bajo el título de EL corazón aventurero. Jünger, ya hablaba ayer de él, con más de cien años seguía dando charlas o conferencias. Estuvo en la Universidad de Verano de El Escorial uno de los últimos años de su vida. Se trata de un hombre de una densa experiencia de vida y una extensísima cultura y al que estos días vuelvo a leer, acaso teniendo en mente una especie de especial deferencia avalada por la edad.



Me sucedía algo parecido con Zygmunt  Bauman al que yo era capaz de mirar con parecida afición con la que miro a las mujeres bonitas. Murió el pasado años a los noventa y dos. Su pelambrera de nieve, sus abultadas cejas a punto de ocultarle los ojos, siempre con la pipa en los labios, su tranquila voz explicando los equivocados caminos que sigue nuestro mundo actual ofrecían un retrato de respeto y casi veneración.


Hacía frío esta mañana. Me costó un montón salir del saco, creo que lo que me decidió a hacerlo era el strudel de manzana que me esperaba de desayuno. Los strudels son mi desayuno preferido cuando camino por los Alpes. El de hoy me lo habían preparado cuidadosamente en el restaurante de Linderhof el día anterior. Estaba envuelto en una exquisita crema.


 Hoy, de hacer caso a la guía propuesta en la web, habría terminado mi jornada a las diez y media de la mañana en Kenzenhütte, una cabecera de valle con una bonita cascada; sólo paré a comprar un par de sándwichs. Por delante tenía una dura ascensión por terreno kárstico que subí con bastante soltura. El terreno me sugería los alrededores de Belagua y los senderos que llevan desde el refugio a La Mesa de los Tres Reyes, o los alrededores del Pic d’Anie; esos parajes en donde para andar de un lado a otro tienes que dar más vueltas que en La Mer de Glace. Sortear grietas o las peculiaridades del terreno kárstico, tan accidentado, es un trabajo laborioso. Paré a comer algo junto un curioso pedrusco que parecía acatarrado, a juzgar por el color de su nariz.


 Son tantas y tan distintas las montañas que atravieso un día tras otro que soy incapaz de recordar las que acabo de dejar atrás por la mañana. Las cumbres y los valles se suceden dejando en mi retina unas bellas formas que desaparecen momentos después cuando me asomo al siguiente collado. Aquí, hacer montaña es una forma de vida, un modo de transitar por el tiempo. Quizás lo que queda en la memoria, más que las formas de las montañas, sea el aspecto provocador del camino, el esfuerzo que requiere, la paz que se respira en el bosque, el sedimento que el transitar por ellas va dejando en el alma del caminante.



















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