“Si alguna vez hemos vivido la plenitud, nos
hemos vuelto invulnerables para siempre contra la melancolía y el tedio; como
un talismán, la memoria nos protege de los asaltos del tiempo..” (Ernst Jünger.
El corazón aventurero)
Cercanías
de Tannheim, 26 de junio de 2018
Pfronten
– Tannheim
Dejé
que el sol llegara hasta mi tienda esta mañana. Hace frío estos días en la
montaña y mi cuerpo debe ceñirse a los dictados del clima. Todavía no ha
llegado el tiempo en que la temperatura del mediodía aconseje levantarse al
alba. De hecho mi cuerpo parece un observatorio meteorológico, y hubo días en
que a las cinco de la mañana me despertó como dispuesto a salir pitando sin
apenas quitarse las legañas. Yo no le entiendo del todo, pero suele tener
razón. Hoy correspondía desayunar tranquilo al sol mientras la tienda se
quitaba el relente de encima. Estoy empezando a tener una relación casi amorosa
con mi tienda. La miro ahí tendida sobre un valla metálica, liviana, delicada,
ligera y me digo que ya puedo mimarla. Su delicadeza exige un buen trato, un
roce con una punta, algo agudo y mi casa se descompone. Este kilo y medio es lo
más confortable que he tenido nunca. Le falta la prueba de una tempestad por
ahora, pero ya de momento tiene en sí la experiencia de quince horas de lluvia,
que mucho es.
La
crestería que recorrí ayer aparece poco a poco, al otro lado del valle, como una
irrisoria elevación del terreno que ha perdido la rudeza de su verticalidad
frente a esta cumbre, Aggestein, a cuya cima casi alcanza el sendero que lleva
a Brad Kissingerhütte. Mis piernas vuelven a estar de buen ver, al salir del
camping me dolió durante un rato ese dichoso punto gatillo en el peroné que me
curé durante un mes a base de fisioterapia basada en YouTube, pero el dolor
terminó por remitir. Subieron los mil cien metros de desnivel sin rechistar
mientras escuchaba algunos capítulos de El
mar de las Sirtes. Estoy otra vez en el reino de las grandes montañas, no
tanto por su altitud como por su aspecto agreste. La subida engaña más de una
vez, cuando llegas a un collado y crees que el sendero va ya a descender te
encuentras de repente con un línea que sube culebreando por una agreste montaña
que termina en una rigurosa pared de roca calcárea. Sí, por allí hay que subir.
Enseguida veo unos puntitos en la parte superior que me lo confirman. No pasa
nada, mi cuerpo apenas se inmuta. A veces tengo la sensación de que mi cuerpo
tiene una vida propia y que cuando el camino se hace largo o se pone de patas
hace lo que yo, se enreda en algún problema filosófico, habla con lo músculos,
con mi estado de ánimo, con la vista, que también, y disfruta lo suyo con este
agreste paisaje de montañas.
A
veces me imagino que mi cuerpo y yo somos dos realidades distintas que pueden
vivir circunstancias diferentes al mismo tiempo. De hecho, desde que comencé
con la lectura de Gabriel Markus tengo la impresión de que la realidad se ha
ampliado notablemente. Yo siempre me había extrañado de que la filosofía se
refiriera a la realidad sólo desde un punto materialista, es decir, que la
realidad para ella se circunscribiera con más o menos amplitud a algo tangible.
Ahora que Markus incluye en la realidad tanto el capuccino que me acabo de
tomar como el sueño que tuve esta noche o las especulaciones que me pueda hacer
sobre hacer una larga caminata por la
Luna tengo la agradable sensación de que mis otras
realidades, subestimadas hasta ahora, lo que pienso, sueño, imagino o leo,
adquieren una nueva dimensión haciendo de la realidad de mi vida algo mucho más
complejo y amplio. Ahora yo soy, además de quien camina, come, duerme, etc.,
soy el contenido de mis pensamientos y mis sueños. Por ejemplo, hoy mientras
leía el último relato del libro de Jünger, se me aparecieron muy nítidamente
las escenas de alguna novela que debí de leer hace una década, una extraña
cueva en cuyo interior se celebraba algún rito mistérico que una joven
observaba sobrecogida. Este tipo de asociaciones me surgen con cierta
frecuencia mientras leo. La lectura presente convoca por concomitancia o
asociación escenas que tanto pueden venir de un sueño como del impreciso
recuerdo de un relato o la sugerencia de un cuadro abstracto.
El
refugio Bad Kissinger (un nombre por cierto que no sé qué significa en alemán
pero que en traducción macarrónica del inglés sería refugio del Kissinger malo,
sugiere que bien podía haberse refugiado aquí de por vida semejante personaje
desde su nacimiento; mejor habría ido el mundo sin la existencia de este mamporrero
de Nixon en los peores momentos de la infamia de los estadounidenses sobre
Vietnam. Se lucieron, por cierto, los suecos otorgando el premio nobel a este
conspirador de las peores masacres de Pinochet); el refugio Bad Kissinger Hütte
(se disculpe la reiteración: refugio y hütte son la misma cosa) se alza sobre
una prominencia en medio de un paisaje rodeado de grandes montañas, es un
refugio de diseño feo, un paralelepípedo metálico sin ninguna gracia, pero cuya
situación es única. Parece mentira que a tan pocos kilómetros del llano pueda
existir este maravilloso conjunto de montañas y neveros.
La
sopa con dos grandes bolas de espinacas son la especialidad de la región. Así
que como la especialidad de la región, un plato único que da para mantenerse
bien hasta la cena, cerveza y capuccino aparte. También me prepararon un plato
de embutidos y verduras y un strudel para la cena. Muy majetes ellos. Tannheim
me pillaba a tiro de piedra ochocientos metros de desnivel más abajo, así que
me lo tomé con calma. Primero hablé un buen rato con Victoria y después me fui
con el profundo pesimismo de Shopenhauer a ver qué decía sobre la muerte y los
dolores del mundo. Leer a un pesimista y misógino (las feministas de hoy no
habrían dudado en hacer jabón con él) tiene sus compensaciones, su aguda mirada
sobre la realidad, aunque algunas apreciaciones sean hijas de su tiempo como cuando escribe sobre las mujeres, ayuda a comprender el mundo. Es el
caso de esa manida idea que muchos acarician de que les toque la lotería en
grande, un ejemplo no más de cuando deseamos demasiado. Shopenhauer lo expresa
así en esta breve cita sacada de su obra El
amor, las mujeres y la muerte: “Si todos los deseos se viesen colmados
apenas se formulan, ¿con qué se llenaría la vida humana?, ¿en qué se emplearía
el tiempo? Poned a la humanidad en el país de Jauja, donde todo creciera por sí
mismo, donde volasen asadas las alondras al alcance de las bocas, donde cada
uno encontrara al momento a su amada y la consiguiese sin dificultad, y
entonces se vería a los hombres morir de aburrimiento”. Por cierto, la cita se la dedico a mi amigo
Cive que se pasó tres días, mientras caminábamos por Sierra Nevada un día y
otro también especulando sobre lo que haría si le tocara la lotería ;-)
De
todos modo voy a dejar aquí una muestra
de cómo (… y la cagada del pájaro no cayó sobre la pantalla del teléfono sobre
el que escribo de milagro, un pájaro con diarrea que desde la rama superior del
abeto en cuyo tronco apoyo mi espalda ha dejado sus señas de identidad sobre mi
plumas y sobre mi cabeza, lo que me lleva a contar una anécdota que nos refería
mi prima Paqui de cuando participaba en la escuela con niños de infantil en
unas jornadas sobre creatividad. Se trataba de fomentar la iniciativa en estos
niños proponiéndoles “inventar” cosas que pudieran mejorar el mundo. La
participación de una de las niñas que asistía a las jornadas, debía de tener
cuatro o cuatro años y medio, consistió en proponer la creación de váteres para
los pájaros a fin de que no se manchasen las calles o la baranda del balcón de
su casa. Si las administraciones correspondientes hubieran tenido en cuenta la
propuesta de esta niña no tendría yo ahora que andar limpiando el pringue que
me ha caído encima); de todos modo voy a dejar
aquí una muestra de cómo, decía, Shopenhauer también podía equivocarse
de parte a parte con su exacerbado pesimismo: “Al paso que la primera mitad de
la vida no es más que una infatigable aspiración hacia la felicidad, la segunda
mitad, por el contrario, está dominada por un doloroso sentimiento de temor,
porque entonces se acaba por darse cuenta más o menos clara de que toda
felicidad no es más que una quimera, y sólo el sufrimiento es real”. Creo que
una vez leí un librito de este hombre titulado El arte de vivir. Con tales ideas en la cabeza mal puede hacerse de
la vida un arte. En fin…
La abrupta pendiente se remansó sobre los prados
inferiores, ya cerca de Tannheim. Miré el reloj. Las cuatro y cinco. Era la
hora de acabar la jornada. Busqué un prado para mi tienda y recostado sobre un
tronco me dispuse a pasar la tarde. En algún momento empezó a chispear y, como decía mi antigua novia la de
los caballos, pies para qué os quiero. Sólo fue un amago. La tarde quedó
tranquila, aunque algo fría. Ahora los pájaros adornan el final del día con sus
trinos.
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