“Despertó la inmensidad de mi ternura” (Julien
Gracq. El mar de las Sirtes)
Lago
Schereck, 27 de junio de 2018
Cercanías
de Tannheim – Lago Schereck
Impresionaba
esta noche el silencio del bosque, ni un poco de brisa, ni el lejano rumor de
un riachuelo o animal moviéndose entre la hojarasca, un silencio absoluto no
perturbado por nada reinaba alrededor. Me sorprendía cada vez que me despertaba
para darme la vuelta encontrarme en ese vacío sonoro que sólo en las cercanías
del alba empezó a ser poblado por el canto de algún pájaro. Recordaba alguna de
esas experiencias de las que habla Sara Maintland en El libro de silencio, alguien
que pasó semanas en lo profundo de una cueva o metido en una pequeña tienda
rodeado de hielos en el Ártico. Imaginaba aquello inquietante. La oscuridad era
total; si hubiera abierto la cremallera de la tienda habría sido lo mismo que
estar en una nada en donde no sería posible percibir la forma de las manos
puestas delante de los ojos. ¿Cómo será vivir horas, días, sin que los sentidos
sean estimulados por un sonido, una débil luz? Ser consciente de este silencio
y de esta oscuridad me producía una cierta inquietud.
Estaba
despierto cuando el canto del primer pájaro vibró en el aire como certificando
que más allá de yo mismo existía una diminuta vida que anunciaba la cercanía
del alba. No tardé mucho en levantarme. El programa de hoy era un poco
ambicioso y no estaba muy seguro de cómo me iba a ir. Tardé todavía más de una
hora en llegar a Tannheim. Hoy tenía intención de abandonar el sector morado de
la vía Alpina para tomar el tramo rojo que se dirige hacia el sur y el este
camino de las Dolomitas, en donde tardaría en llegar más de una veintena de
días. Hasta el siguiente lugar de aprovisionamiento tenía dos días de camino y
tendría que superar tres collados superiores a los dos mil metros. Así que me
fui directamente al supermercado. Salí de él con un macuto excesivamente pesado
pero se soportaba.
Tannheim
está rodeado por todos lo lados por grandes montañas. Enfilé enseguida por una
cómoda pista con la que ganaría los primeros quinientos metros. Me sumí en la
lectura. Lo que más me gusta de la novela de Julien Gracq es la delicadeza y la
profundidad con la que trabaja los momentos delicados de sus personajes, esos
instantes que ni siquiera aparecen en otras novelas pero que son la sustancia
de que se alimentan los sentidos atentos a descubrir en los silencios, en la
breve mirada, en un gesto apenas esbozado, un sutil y complejo mundo que
pareciera que sólo existe para las sensibilidades más entrenadas. No es como en
Henry James un mundo reservado a esas clases sociales ociosas que viven entre
el lujo material y las sutilezas de las formas y los sentimientos; el mundo de
Gracq es más amplio y acaso más auténtico. La trascendencia de un gesto, un
acto anodino se transforma en su novela en una larga disección que, como el
requiebro del vuelo de un vencejo, adquiere su sentido no tanto para dar
continuidad al texto sino más bien como un aparte, como piedra preciosa engastada
en algo accesorio, pero que termina de ser la fuente del placer de la lectura
en determinado instante. Esos rincones inaprehensibles de la realidad, de lo
que vivimos que, cargados como están de lo no dicho, lo no expresable, y que,
como si fueran vapor, se nos escapan a no ser que nuestro espíritu analítico y
nuestra disposición estén lo suficientemente preparados. Ese es el mundo de Gracq
que aprecio. Disfrutar de estos párrafos requiere además de mucha atención, de
la preparación que se pide a alguien que quiera gozar de la música clásica en
profundidad. Creo que en determinados momentos la lectura pide estar bajo
cierto estado de gracia para disfrutarla.
“Despertó
la inmensidad de mi ternura”. Me sorprendieron estas palabras en un momento de
la novela en el que lo que cabía esperar era una explosión de erotismo.
Agradecía esta mañana que para unas escenas en que un hombre y una mujer se
encuentran por primera vez en la intimidad más absoluta, el sentimiento
predominante fuera precisamente la ternura. Defendía Montaigne que la amistad
es superior al amor, precisamente porque la amistad es desinteresada mientras
que el amor no. En un plano parecido podría decirse que la ternura también es
superior al amor porque en ella se vuelca también gratuitamente todo lo mejor
que tenemos. La ternura está dentro de nosotros como una cualidad latente
autónoma pero que participando con otros sentimientos o con la pasión sexual
puede quedar arrinconada o anulada como hecho menor si el impulso sexual se
hace difícilmente controlable. Imagino que todo el mundo tiene bonitas
experiencias de esa ternura que tanto habita en los gatos o los perros como en
las personas. Yo recordaba, mientras iba cogiendo altura y el arco de montañas
a mi alrededor se tornaba más cercano, un momento muy especial que viví durante
días mientras viajaba en el Transiberiano camino de Pekín. Conocí en el viaje a
una mujer joven natural de Manchuria a la que en el momento físicamente más
cercano lo único que hice fue acariciar su mejilla con la yema del dedo. Con un
librito que usaba para aprender lo más elemental del chino pasábamos horas en
laboriosas y sencillas conversaciones. Quizás me hubiera gustado acostarme con
ella, pero en cualquier caso era un asunto imposible en aquel tren. Lo que en
realidad sucedió durante dos o tres días es que despertó la inmensidad de mi
ternura. Nada más atravesar la frontera ella se apeó. En el andén no dimos un
casto beso. Luego ella esbozó una sonrisa e inclinó la cabeza a modo de
despedida. La vi perderse en el andén cargada con sus maletas. Me duró días
aquella borrachera de ternura que se me había colado por todos lo poros de la
piel.
Cuando
el camino se remansó en torno a los mil quinientos metros, inesperadamente me
encontré con un improvisado chiringuito. Los ganaderos no dejan de servirse de la oportunidad de ganar unos euros. Aproveché para comer. No lograba hacerme una
idea de por dónde, de las altas montañas que me rodeaban, discurriría mi
camino. Tenía una cierta preocupación encima. No demoré mucho allí. Después de
media hora el camino dio una brusca vuelta hacia la izquierda y empezó a subir
por el filo de una loma hacia las alturas. No entendía. Más arriba lo que se
veía era una empinada ladera rocosa cruzada por varios neveros. El sendero no
tenía salida por la arista opuesta, que se presentaba cortada por resaltes
verticales. La única salida previsible pasaba por las cercanías de la cumbre
donde había una gran cruz. Algo empezó a subirme por dentro, temor, miedo,
inquietud. No sé, no las tenía todas conmigo. Una mala experiencia años atrás
con algunos neveros hizo que la pasada temporada llevara mis viejos
crampones que después de cargar con ellos durante un mes terminé abandonando
sobre un contenedor. Este año no los traje, así que encontrarme solo
frente a algunos neveros en una ascensión que me parecía incierta añadía una
dosis de preocupación.
Pasé
dos neveros sin dificultad gracias a unas viejas huellas que lo cruzaban. Fue
después de atravesar el segundo que al fin vi cual era la ruta de subida. Toda
una trepada prácticamente hasta la cumbre, un lugar en el que no conseguía ver
la continuación, todos los caminos me parecían muy expuestos. Al final opté por
superar un pequeño resalte con algún paso de escalada. Seguía unas desvaídas
señales rojas. Más arriba me encontré con un pequeño nevero en el que me metí
porque no tenía más remedio. Tenía una respetable caída a mi derecha. Puse
todos mis sentidos en atravesar aquello. Pateaba con fuerza la nieve fijando con firmeza los
bastones mientras avanzaba la otra pierna. El nevero terminaba en una profunda
rimaya que tuve que descender para escalar a continuación un tramo de roca algo
expuesto. Iba muy despacio, ascendía poniendo mis cinco sentidos en la subida.
Arriba preferí rodear un empinado nevero que me llevó a la arista somera.
El
descenso, una larga línea diagonal, era más fácil. El mundo que tenía delante
era un mundo salvaje y solitario. Una larga travesía cruzaba las montañas que
tenía delante. Estaba a mitad de ella cuando sonó un trueno, a mi izquierda las
montañas estaban cubiertas con plomizas nubes que no presagiaban nada bueno.
Apreté el paso. Al final de la travesía todavía me quedaba ascender el último
collado. A partir de ahí el sendero pasó a la parte derecha de la montaña.
Estaba en Alemania de nuevo. El espectáculo era salvaje, nuevas montañas, ahora
más altas, se alzaban al otro lado. Media hora más tarde pude divisar el lago
Schereck. Junto al lago, sobre una prominencia, se veía una pequeña casa (¿un
refugio?). Mi camino no bajaba al lago, se mantenía lejos de él sin perder
altura… pero empezó a llover. Llevaba la capa puesta porque un rato antes
habían caído cuatro gotas, pero ahora iba en serio. Llovía con ganas cuando
llegué a una bifurcación cuyo ramal inferior llevaba al lago. Paré a
reconsiderar la situación. Al final abandoné mi camino pensando en la
posibilidad de que aquella casa estuviera abierta. La lluvia arreciaba. Llegué
a la casa: estaba cerrada a cal y canto. Medianamente cobijado bajo el alero vi
llover durante un rato. Impensable poner la tienda con el agua que estaba
cayendo. Hubo suerte, después de media hora la lluvia fue remitiendo hasta
parar completamente. Coloqué la tienda junto a la casa. Mis botas, de goretex, se
habían calado. El resto estaba a salvo.
Cuando
todo estuvo organizado dentro de la tienda, me puse unos calcetines secos y
celebré el final de esta jornada incierta con un plato de salmón y algunas
delicadezas semejantes.
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