Sensación de plenitud. Un ladrón nocturno me roba toda la comida.




Lago Schereck, 27 de junio de 2018 

Lago Schereck –WeiBenbach


Quizás sean las dos o las tres de la mañana. Me había puesto los tapones de cera por causa del viento que armaba mucho ruido y había dejado abierta la cremallera un par de palmos para tener a mano la cantimplora. Me despertó el ruido de plásticos, pero no hice caso. Me estaba empezando a dormir otra vez cuando decidí encender la linterna a ver qué pasaba. Encendí, me incorporé y… ¡joder, la bolsa de la comida había desaparecido. Toda la comida que había comprado para dos días de travesía había volado. Sólo habían dejado cuatro miserables zanahorias. En Pirineos una vez un zorro saqueó mi tienda y dejó un reguero de comida por los alrededores. Supuse algo parecido y salí del saco y de la tienda con la idea de recuperar parte de mi comida por los alrededores. Nada, el sobre de salmón, vacío, estaba a pocos metros de la tienda. Más allá había una bolsa también vacía. La luna, saliendo de entre las nubes, parecía reírse de mi perplejidad. No encontré más. Medio kilo de jamón, un buen trozo de salchichón, un pan, quince o veinte barritas de muesli, dos clases de queso, una tableta de chocolate… todo había desaparecido, ni rastro en cincuenta metros alrededor que por demás era de una espesa vegetación. Y tenía no menos de quince horas de camino duro y complicado hasta el siguiente puesto de abastecimiento…

Estoy a dos mil metros metros de altitud. No salgo de mi perplejidad. Me había metido otra vez en el saco y trataba de dormirme cuando pasó por mi cabeza que el ladrón hubiera arrastrado con la bolsa mi chaleco con la documentación y el dinero. Me dio un vuelvo el corazón. Me incorporé precipitadamente y busqué a tientas el chaleco. Uf… está en su sitio. Con un sistema nervioso tan trastocado me cuesta dormirme. Me asalta la posibilidad de que el ladrón sea un lobo, no me suena que los zorros vivan a semejante altura. Me vuelvo a levantar y dejo a mano mis bastones a modo de herramienta contundente. A estas horas de la madrugada uno es un ingenuo; lo sé.


Amanece cerrado, gris, oscuro, una capa de espesas nubes cubre las montañas a pocos metros por encima de mi tienda. Una gran pereza me inmoviliza. ¿Salir del calor del saco al frío, a la niebla? Tras media hora logro vencer a doña pereza y me pongo en movimiento. Miro con condescendencia a mis cuatro zanahorias, mi único alimento hasta la tarde si es que logro llegar a WeiBenbach. Hace frío. Antes de salir enfundo el pluma, el anorak, el gorro de lana, los guantes. No pensé que fuera a utilizar toda esta parafernalia de abrigo tan pronto. El lago y sus alrededores visten un paisaje melancólico de invierno. No tardo en perderle de vista envuelto en niebla. En el siguiente collado, el Schreckenjochle, apenas se ve unos pocos metros de lo que tengo delante. Una espesa niebla lo cubre todo. El sendero corta la ladera de la derecha siguiendo una línea que apenas baja o sube. A la izquierda empieza a adivinarse un profundo abismo. Estoy caliente dentro de mi equipo. Miro a mi alrededor con una cierta inquietud, pero dentro de ella empieza a surgir una intensa sensación de plenitud; el silencio, la soledad, el frío, una fina lluvia que empieza a caer, actúan de catalizador sobre mis sensaciones que poco a poco se ven inundadas por un sentimiento único que se me agarra al pecho en la forma de dos sentimientos contrapuestos. Felicidad e inquietud se dan la mano. No es que me pirrie estar allí, pero estando sin  buscarlo noto que brotan en mí pequeños ramalazos de felicidad relacionados con esa extraordinaria situación.

El camino no es fácil. Todo está empapado y tanto el barro como las rocas calcáreas son un peligro permanente que hacen que centre mi atención en cada paso. Un rato después el terreno se hace todavía más complicado. Algunos cables de acero, que ayudan a pasar los lugares más delicados, están sueltos y abandonados a su suerte. La niebla continúa envolviéndolo todo. Un resalte rocoso es necesario escalarlo sin la ayuda de los cables que yacen por los suelos como restos de una guerra de otro tiempo. El camino ha cedido en alguna parte y alguna grieta en el terreno augura la pronta desaparición del sendero. Un cable más inservible me obliga arrastrarme para superar un resalte de un metro. No puedo fiar mis pies a la roca resbaladiza ni a la capa de barro arcilloso que la cubre. El sendero se ha convertido en una carrera de obstáculos. En un recodo del camino me tropiezo con una pareja en la cincuentena que sigue mis movimientos con preocupación cuando en ausencia de los cables me veo obligado a descender por un riacho de agua para alcanzar unos clavos que en algún momento debieron sujetar cables de acero ahora desaparecidos. Un delicado paso de escalada que me deja junto a la pareja que espera su turno atenta a mis movimientos. Esta gente es a veces seria en exceso. Allá los dejo con su indecisión para volver nuevamente a los accidentes del sendero, ahora una especie de chimenea que se eleva verticalmente para superar un resalte rocoso cubierto parcialmente por pinos enanos.


Cuando la niebla se abre un poco, en el valle aparece un gran lago y una bucólica pradería. Abajo la vida es más fácil, parece decir aquella repentina aparición. En mi mapa hay un sendero que evita dar un largo rodeo hasta el collado de Bockkarscharte, pero cuando llego al cruce ni siquiera lo considero; el camino baja por una terreno muy abrupto y se pierde entre las hierbas altas. Tampoco la siguiente bifurcación, en un tramo de bastante pendiente, es un sendero en regla. Aquí dos trazos de la Vía Alpina se juntan. Abandono el morado, que viene desde el Adriático rodeando los Alpes por su extremo oriental siguiendo las cercanías de la frontera eslovena y austriaca y tomo el rojo en dirección este con la intención de alcanzar en una veintena de días un tramo que hice hace un par de años, ya en el dominio de las Dolomitas.

El sendero resulta apenas una insinuación sobre el terreno. Todo el rato llueve con una lluvia fina que no molesta demasiado. Me toca vagar con frecuencia por la ladera con el gps en mano tratando de localizar el camino. Abajo, el valle aparece como una llanura donde el río se ramifica hasta ocupar la anchura entre ladera y ladera. Es un lugar salvaje nada visitado con los caminos abandonados o perdidos entre la vegetación. Ya en el valle todavía me quedarán diecisiete kilómetros de una monótona pista que discurre por un bosque de abetos. Pasado el mediodía decido parar al llamado del dolor de espalda que se está haciendo mucho más agudo. A mi espalda no le gusta el terreno llano. Llevo cinco horas de camino sin parar. Me tumbo bajo la lluvia a dar cuenta de mi desayuno–comida: un par de zanahorias.


El camino hasta WeiBenbach se me hará muy penoso. Dos zanahorias habrán sido todo mi alimento para doce horas de marcha por alta montaña. Encontré un supermercado, me tomé una pizza de cuatro quesos con una cerveza en un bar y, como seguía lloviendo, cuando se hizo tarde, me fui directamente a buscar uno de esos cómodos cobijos que hacen de parada de autobús y que ya usé más de una vez el pasado año en los Alpes Suizos.












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