Cercanías
de Wolfratshauser Hütte, 29 de junio de 2018
WeiBenbach
– Cercanías de Wolfratshauser Hütte
Mi
vivac de hoy, una marquesina del autobús en el centro de WeiBenbach, es un
lugar cómodo al resguardo de la lluvia. La marquesina está decorada por un gran
pene que lanza como un cañón su munición a los cielos. Viendo aquello ayer me
decía: eso sí que es la realidad y no ese dar vueltas a qué sea o no la
realidad con que los más de los filósofos se devanan los sesos, incluido
Gabriel Markus que abandoné días atrás porque, como tantas veces otros
filósofos, se iba por los cerros de Úbeda. Es como si al final esa
realidad que masticamos y sentimos que roza nuestra piel, para ellos se convirtiera
en una compleja colección de abstracciones en donde el común de los mortales no
encuentra el rastro de la suya propia. Ese mismo pene erecto, símbolo de la
virilidad y el placer, igual lo encontramos en los muros de una ciudad que
tras la puerta de los servicios de un colegio de primaria. En la India y en el resto de los
países de Extremo Oriente el pene es objeto de culto y veneración. Aquí por el
contrario lo consideramos obscenidad si es que no se queda en anécdota, en un
guiño por encima de las convenciones sociales a algo íntimo y universal que por
mucho que se quiera esconder entre las bambalinas de la intimidad salta
irremediablemente al foro de lo social cuando el cuerpo empieza a dejar la
niñez a sus espaldas. Por cierto que, junto a Gabriel Markus abandoné también a
mitad del libro a Shopenhauer. No soportaba más tanto pesimismo. Si hiciéramos
caso a este filósofo habría que pasarse la vida llorando y dándose golpes en el
pecho. Es curioso cómo este hombre proyecta su mundo personal, porque muy
personal es esa manera de ver todo tan oscuro, intentando convertirlo en doctrina general.
El
banco de la marquesina es algo estrecho pero lo suficientemente ancho para que
quepa mi colchón de aire. Dormí casi de un tirón. Al alba me despertó un
ruiseñor con su penetrante canto, pero estaba dispuesto a seguir durmiendo
hasta cumplir mis ocho o nueve horas de sueño que rigen mi jornada de
caminante. Cuando noté que había gente a mi alrededor abrí los ojos, me
encontré con la sonrisa de dos adolescentes que me daban los buenos días con un
simpático hallo. Respondí a mi vez y me incorporé. En pocos minutos la parada
se llenó de alumnos de instituto que esperaban su autobús. Cuando partió
éste, me quedé sólo. Ahora cada poco pasaban niños y niñas en su patinete o en
bicicleta camino de la escuela. La mayoría volvían la cara para sonreír y dar
los buenos días con su breve hallo. Los adultos eran menos espontáneos, pero la
mitad de los viandantes también daban los buenos días. Me sentía como quien
estuviera en la puerta de su casa y desde ella saludara a todos los vecinos del
pueblo. Era un gusto despertarte en una población austriaca con tal
manifestación de cortesía. ¿Quién hubiera preferido con una mañana así
hacerlo en el hotel de más allá en el que además tendría que haber dejado
un par de billetes de cincuenta euros? El vagabundo tiene eso, madera de
vagabundo. Si las sensaciones son una buena parte de nuestro sustento anímico ¿por
qué no alimentarlas con esta clase de escenarios tan ricos en encuentros
humanos?
Tardé
un buen rato en disponer mi equipo y en desayunar. Ninguna prisa hoy. Si
encontraba un lugar para comer, bien, pero si no, era lo mismo, estaba
abastecido para día y medio. El día estaba turbio como de costumbre y el
pronóstico del tiempo anunciaba tormentas. Después de cuatrocientos metros de
desnivel el camino me dejó sobre un plató, una estación de verano típica donde
lo mejor que se puede hacer es pasar de largo. Un trenecillo de juguete de esos
que sirven para pasear a los turistas sin que éstos se cansen demasiado (un
porcentaje alto de estos parecen tener horror a cansarse un poco) esperaba
aparcado en un lado la llegada de los pasajeros. Su aspecto infantil era posible
que estuviera a la altura de las aspiraciones de los turistas del lugar :-).
Había
atravesado pequeños grupos de casas aisladas y anchas praderías. Tras ello, ya
muy avanzado el mediodía, el camino se dirigió directamente hacia las cumbres.
Hoy siento especialmente no saber alemán. La última casa que encuentro en mi
recorrido antes de emprender la subida al último collado de la jornada,
setecientos metros de desnivel más arriba, es uno de esos caserones antiguos
que atendían a los viajeros de paso. Una gran chimenea, moblaje rústico y dos
ancianos con los que difícilmente me entiendo, pero que son la cordialidad en
persona. Mientras intentamos decirnos alguna cosa ella acaricia a un gato
blanco con una gran mancha negra que ronronea en su regazo. Su marido ni siquiera
intenta hablar pero sus ojos hablan por él, expresan la cordialidad de la
hospitalidad. Era evidente que se había instalado una empatía entre nosotros en
el corto espacio que duró mi comida. Ella con su gato preguntándome de qué
parte del mundo venía, intentando inútilmente ambos establecer una conversación
imposible. Cuando me iba a despedir me dieron calurosamente la mano. La
situación dio para que les hiciera un retrato.
Hacer
ochocientos metros de desnivel nada más comer no era muy recomendable. Me propuse
parar en el primer lugar posible, pero la oportunidad no se presentó. La niebla
raleaba por encima de mí, aunque terminó por desplazarse a la montaña que tenía
enfrente. Un buen trozo antes del collado el camino se convirtió en un barrizal
que las pisadas de las vacas habían convertido en impracticable aunque a veces
no cabía otro recurso que caminar por el barro. Las montañas de hoy
naturalmente eran más de vacas que de costumbre. Sólo encontré un pequeño
espacio para mi tienda un buen rato después de dejar atrás el collado.
Ahora la niebla lo envuelve todo. Las esquilas de las vacas suenan monótonamente en la lejanía.
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