La tozudez se paga. Un día agotador.




Esterbergalm, 20 de junio de 2018

Eschenlohe - Esterbergalm

Hoy iba a ser un día un tanto jodío primero porque como tantas veces me empeñé en ese siempre, sí, luego más arriba, cuando encuentre agua, cuando llegue al refugio; después porque subestimé los mil cuatrocientos metros de desnivel que había hasta el refugio; y tercero porque mi forma física obviamente es baja todavía. Anduve por Guadarrama y por Sierra Nevada unos días pero todo eso es insuficiente para unas trotadas como las que uno se pega por estas tierras (En el prado en el que me he parado sólo hay un árbol  pero los alrededores del tronco están ocupados por hormigas mordedoras, esas de cabeza roja. No les ha gustado que pusiera mi culo justo en mitad del hormiguero y ahora estoy en guerra con ellas. Quizás si colgara algunos de sus cadáveres en palitos lo mismo caían en la cuenta y me dejaban en paz. Ya veremos, de momento las espachurro sin piedad cada vez que las noto sobre un brazo o una pierna. Espero que no venga ningún amante de los animales a reprenderme, amante de los animales grandes, quise decir, porque yo no sé por qué razón estas personas según los animales van reduciéndose de tamaño les prestan menos atención. Si el animal es del tamaño de una jirafa son capaces de partirse el alma por el, pero no así si el animal es del tamaño de una hormiga. Así pues estas asociaciones deberían pasar a llamarse asociación de animales grandes).

Fue un palizón y, por cierto, se me olvidó una cuarta razón: el sol. Ese sol que con tantas ganas esperaba estos días se presentó con tanta fuerza que, cuando se acabó el bosque y empezó a pegar fuerte la subida se me hizo especialmente penosa. Después de tres horas de ascenso tuve que parar porque mi cuerpo no podía más. Intenté engañarle con unos dátiles y un par de sorbos de agua que quedaban en el fondo de la cantimplora pero me lanzó una mirada tan despreciativa cuando le ofrecí los dátiles que tuve que bajar los ojos para no enfadarle (no puedo más, las hormigas y sus mordiscos me han ganado. He cogido mis cosas y me he marchado un centenar de metros más abajo y… sorpresa, desde allí he descubierto un regato de agua que me va a permitir hidratarme cuanto guste). La verdad es que estaba lejos en mi recuerdo un cansancio como éste. Me encontraba incluso algo mareado. Podría haber parado un rato antes, cuando me encontré con un pequeño arroyo pero uno es tan asquerosamente tozudo, venga, un poco más arriba, después de aquel recodo de la ladera, más arriba de los pedruscos aquellos… no entiendo como mi cuerpo me aguanta tanta cabezonería. Sospecho que a él lo que le pirria es la cerveza y alguna que otra delicadeza con que le sirvo y es por ello que me aguanta; con toda seguridad si no fuera por eso me habría mandado a freír monas.

El caso es que yo creía que el refugio estaría en cierta hondonada que adivinaba más arriba, pero ni flores. Llegué incluso a la pensar que el gps me estuviera jugando una mala pasada. Y no sólo eso, sino que más arriba el sendero dio un respingo a la izquierda y se colocó como si quisiera subir por una pared totalmente impracticable. Sí, sí se podía subir por allí, pero a mitad del cuestón la lengua ya me llegaba al empeine de la bota. Me tiré debajo de unos pinos enanos y me quedé frito al instante. Me despertó la sonrisa encantadora de una chica que bajaba corriendo. Le devolví el saludo y no tuve más remedio que recoger mis cosas y seguir adelante. Al fin vi el refugio en lo alto.

Esta vez quien lo regentaba era un hombre joven con el rostro curtido por el sol de las alturas. Estábamos a dos mil metros.

Aquí lo llaman sopa pero se trata de un plato único que mi cuerpo recibió casi con lágrimas de agradecimiento en lo ojos. Ah, mi entrañable amigo. Le teníais que haber visto como le hacían lo ojos chiribitas cuando sintió sobre sus labios la espuma de la cerveza de siempre, el agua fría con sus burbujitas pequeñas, la sopaza con un montóncito de trozos de salchichas en medio, el trozo de tarta y su café con leche. Pobre chico, me entraron ganas de acunarlo, así que lo llevé fuera, le improvisé una cama en un banco de madera y le dejé a mano una botella de agua fría. Había que verle, parecía un niño pequeño con su leve sonrisa de satisfacción en los labios.

Después de una hora lo desperté y, buen chico él, ni siquiera protestó. Cargamos el macuto, nos despedimos del guardián del refugio, de una rubia que había subido corriendo con su perro y de tres o cuatro alemanes que esbozaron un sonriente hasta la vista en español. El descenso es largo y sencillo y las montañas al fondo se erguían bonitas pese a la luz plana de las tres de la tarde. Así que como me encontraba de nuevo muy bien, saqué mi libro y bajé atrapado por el último capítulo de la novela de Roth, que terminé casi llegando a mi destino, el prado de las hormigas mordedoras. Creo que me voy a despedir de Roth agarrándome a un detalle que llamó mi atención en las últimas páginas. La esposa de Roth, Maurem, que le estaba volviendo loco, al final muere en un accidente de coche. A partir de esa circunstancia Roth llama por teléfono a su padre y éste se empeña imperativamente en dictar a su hijo lo que tiene que hacer a partir de ese momento; a lo que Roth se niega enfáticamente. Aquél, entonces, da un repaso a su hijo acerca de su tozudez desde la más tierna infancia y le recuerda cómo era cuando tenía cuatro años y medio, relatándole cómo cierto día que tenía que ir al parvulario, que pillaba lejos de casa, el Roth niño se negó rotundamente rotundamente a que nadie le acompañara. Como a la salida del colegio amenazara tormenta la madre se acercó a la escuela con un paraguas. El Roth de cuatro años y medio se negó una vez más a aceptar la protección de la madre que se volvió a casa sola. A los pocos minutos descargó la tormenta en forma de un gran aguacero. El padre le restregaba cuarenta años después su cabezonería. El hecho que llamó mi atención fue la posibilidad de que un niño de cuatro años y medio pudiera tener una seguridad de sí mismo tan grande. Dejo a un lado la actitud quizá condescendiente de los padres. Si esto es posible, a mí me resulta fácil aceptarlo en base a mi propia historia personal, lo que podemos sacar en conclusión es que el trato que reciben los niños pequeños en Occidente en relación al desarrollo de su autonomía es totalmente erróneo. Yo viví una situación similar; apenas cumplidos los seis años mis padres me matricularon en los Salesianos de Estrecho. Nosotros vivíamos en el Alto Extremadura. Cursé ocho años en ese colegio. No sólo es que tuviera que coger el tranvía, trayecto que hacía muchas veces de polizonte subido en el parachoques para ahorrarme el precio del billete, y el metro, sino que incluso los sábados recorría el itinerario de mi casa al colegio andando. Quizás detalles así hicieron que mi pedagogía tanto con mis hijos como con mis alumnos estuviera siempre teñida por el deseo de alimentar una autonomía que año tras año nuestra sociedad, poco interesada en la autonomía de las personas (y yo añadiría poco interesada en que los individuos piensen por sí mismos) ha ido castrando.

¿Alguien en una sociedad como la nuestra puede imaginar algo así? Quizás debería decir algo así “en nuestra sociedad occidental” porque de hecho una de las cosas que más llama la atención de los viajeros en Japón es encontrarse camino de la escuela a niños muy pequeños usando los transportes públicos. El proteccionismo que usamos en España y en Occidente en general es tan demencial que es de agradecer conocer de estos detalles para que a uno, que defiende que los niños son capaces de ejercer un autonomía mucho mayor que la que les otorgamos, no lo tomen por loco. Los niños que he visto en las aldeas de los Andes, cargando con sus hermanos más pequeñuelos mientras sus padres están trabajando en el campo hablan también de una capacidad que nosotros les negamos (lo que no quiere decir que tengamos que hacer lo mismo, claro). Que la actitud que tenemos con nuestros infantes no tiene en general otra justificación que el miedo de los padres al destete es una verdad que sólo perjudica a los niños. Naturalmente hay otras razones, sí, otras razones que hablan de lo enferma que está esta sociedad nuestra.

Se comprende que en una sociedad en la que los medios, y principalmente el Estado, tratan a los ciudadanos como si fueran imbéciles, éstos sometidos a una presión social extraordinaria de papanatismo terminén por adoptar los hábitos propios que aquellos han usado con ellos, actuando con sus hijos de parecida manera, algo que además satisface la ancestral necesidad de posesión de nuestros hijos. Posesión del esposo por la esposa, de ésta por aquel, posesión por tanto extensiva a los hijos.

No es que sea fácil determinar dónde está la línea que desmarca la necesaria autonomía de los niños y la responsabilidad que compete a los padres, pero la gran diferencia que marcan los hábitos al uso en la educación de los niños en Japón o el modo como criábamos a nuestros hijos hace décadas y el cómo los criamos ahora, por mucho que los tiempos hayan cambiado, de alguna manera hablan de una irregularidad que da la sensación de que nadie se atreve a denunciar.

Se está poniendo fría la tarde y debo de montar mi vivac.












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