Mühlwalder
Jochi, 14 de julio de 2018
Lago
Ponti di Ghiaccio – Refugio Ponti di Ghiaccio – Refugio Giovanni Porro –
Collado Mühlwalder Jochi.
Cuando
una subida recia se convierte en el placer de la propia contemplación, de las
piernas pacientes y fuertes envueltas en un ritmo continuado, del cuerpo como
un todo empeñado en elevarse paso a paso hacia las alturas, los músculos
prestos, la mente relajada, los brazos y las manos, su prolongación los
bastones, metro a metro ganando terreno. Pasando junto a arroyos, rodeando
macizos de rododendros, atravesando el bosque, el collado acercándose poco a
poco. Y mientras la mente observando, como en el auditorio desde las
balconadas, el trabajo de cada uno de los instrumentos, la elasticidad de las
piernas, el suave susurro de los pulmones, el tac tac del corazón como un
metrónomo que fuera marcando el tiempo al conjunto de la orquesta. No es lo
mismo que los últimos kilómetros de un maratón cuando uno se acerca al límite
de las propias fuerzas y siente que un paso más y se muere. Entonces todo el
cuerpo y el alma tiene que concentrarse en el paso siguiente, en llegar a la
meta. En el maratón difícilmente hay tiempo para esta contemplación de que
hablo, esta vivencia de uno mismo como máquina viviente propulsada por ti pero
en el sosiego de tu propia contemplación, el sendero, las nubes, las flores
parte de la misma cosa, tú diluido en el mundo, el mundo diluido en ti.
Otras
veces le canto a mi tienda, o a las tormentas o a la lluvia que tintinea sobre
la tela de mi tienda, pero hoy, que había terminado con la novela de Toni
Morrison y con el libro de Erick Fromm, como no tenía otra cosa que hacer me
dediqué a observar mis piernas y mi entero cuerpo. Por cierto, que a mí me sonaba
un Tartarín de Tarascón en los Alpes, el personaje de Alphonse Daudet, un autor
éste que me encanta y cuyas Cartas desde
mi molino motivaron un largo tiempo de mi propia escritura con mi otro
libro Cartas desde mi choza.
Digo que me sonaba y que de ahí salió el título del
post por lo que pueda tener de chistosa la historia que esconde la vida de todo
tímido. Pausa. Tormenta habemus. El sitio precioso, ese extraordinario balcón
en que momentos antes estaba tomando fotografías al sol, cuyas fotos aparecerán
más abajo como demostración de que no hay mejor hotel ni mejor sitio para
dormir que los lugares que este vagabundo se busca, de repente se ha hecho
objeto de la tormenta correspondiente y ahora tengo diluvio repentino encima.
Si llego a pasar de largo para llegar al collado Mühlwalder Jochi apañado había
estado. Plis, plam, plum y los truenos revientan por las costuras de las nubes
y el agua se derrumba sobre mi tienda. Y el vagabundo, que hace un momento
estaba al sol escribiendo su crónica y que tuvo que salir corriendo para
refugiarse en su tienda, ahora, tumbado como un pachá sobre su colchón de aire
disfruta de este movimiento forte
fortissimo admirabile de la sinfonía que tocan los ángeles desde las nubes.
La tormenta durará un rato todavía y, como la tienda resiste, mejor sigo en lo
que estaba. Como no tenía otra cosa que hacer, decía, me dediqué a observar mi
cuerpo. No es frecuente que la observación del propio cuerpo, sus músculos, sus
pulmones, la elasticidad de las piernas se conviertan en sí mismos en objeto de
placer. Esta mañana lo eran; era también satisfacción de mí mismo, de esta vida
que me he buscado para transitar a través de este verano de mi edad madura. La edad madura, coño tú, aprovecha para
hacer propaganda de tus libros, a ver si algún lector pica y compra un
ejemplar. Sí, vamos, que la última novela que escribí se titula así, La edad madura, una buena novela (si lo
dice el autor, buena habrá de ser), que habla de esa edad, como diría mi amigo
Francisco Sánchez aunque a mí la palabra no me guste, de esa edad provecta por la que uno empieza ya a
moverse con la sospecha de que el tiempo se va acabando poco a poco. Aviso, no
es novela para leer en el metro entre los empujones de los que quieren salir en
Sol en las horas punta. Unas trescientas páginas, creo, metidas todas en un
solo párrafo (pausa. Ya no hay tormenta. Este año las tormentas van y vienen en
un visto y no visto). Bueno, se acabó la propaganda de mi novela.
Tengo
que decir que esta mañana despertó el tímido que llevo dentro y ahí lo tengo
relacionándose discretamente con los caminantes que se cruza, con las breves
miradas que acompañan el morgen o el salve de los buenos días, ahora también
el Bon giorno. Cuando en mí despierta
el tímido que fui toda la vida el día se convierte en algo un poco especial.
El
tímido se recoge en sí y recuerda los viejos tiempos en que luchaba contra una
timidez que lo paralizaba, cuando en la lejana adolescencia se proponía curarse
de tanto encogimiento y para ello proyectaba viajes por Europa en auto-stop y
que cuando paraba un coche se iba directamente al asiento de atrás a
esconderse, así hasta que un día un conductor se puso a hablar de Picasso y
pegó la hebra y hablaron largamente de la época azul y de los grabados y de la
fuerza de Eros en muchos de ellos y entonces el tímido cogió confianza en sí y
todo fue más fácil, y en París, después de dormir con los clochard bajo uno de
los puentes del Sena, le cogió un joven alemán que le llevó hasta Ulm y le
invitó a desayunar; y más tarde hasta Munich en un Mercedes que corría como un
avión y que lo dejó a medianoche bajo el toldo de una frutería con una sed de
mil demonios que le obligó a beber de donde no debía haber bebido; y el día
posterior hizo amistad con un hombre llamado Oswaldo que le hizo un foto y
después se la envió a casa. El tímido recuerda todas estas cosas con una
sonrisa en los labios. De cuando viajaba por España y se inventaba una
personalidad diferente para no aburrirse a sí mismo contando siempre una
historia igual. Y la timidez seguía ahí pero el tímido la hacía frente hasta
límites insospechados. Y ahora le baila todavía con más fuerza porque se
acuerda de una mañana que le cogieron en un dos caballos furgoneta una pareja
de fruteros que cuando se pusieron a desayunar, le pasaron un bocata (el tímido
debía de tener una cara de mucha hambre, seguro) y que, como éste iba en la
parte trasera entre banastas de fruta, también le animaron a que comiera toda
la fruta que quisiera. Ah, pero hubo un contratiempo, del que acaso tuvo la
culpa el tímido, y es que en una curva cerrada la puerta de atrás de la furgo
se abrió y pese a que íbamos despacio algunas canastas saltaron al asfalto.
¡Santo cielo! Por allí andaban rodando carretera abajo los melocotones, los
tomates los pepinos… ¡Qué desastre! Y ahora el coche aparcado en la cuneta, y
la frutera, el frutero y el tímido a cuatro patas de un lado para otro
recogiendo fruta. Nos llevó un rato reunir todo aquello. Pero el frutero y la
frutera eran gente del sur de los que se toman la vida con alegría y un momento
después seguíamos viaje como si nada hubiera pasado. Ah, cuánto aprendió el
tímido con aquellos viajes de primera juventud. Bueno, pues eso, que la timidez
tiene también sus compensaciones. Al tímido le gustaban montón las chicas pero
jo, aquello era harina de otro costal, ahí no servían las tácticas del
auto-stop. Ni ser de los primeros de la clase servía para que se fijaran en él.
Entre eso y que estudió nueve años en los Salesianos, ese asunto era batalla
perdida, quizás por ello ahora al tímido, sometido a abstinencia durante muchos
años, cuando esta mañana, que se cruzó con una sonrisa encantadora,
una morena cuarentona de ojos negros como el Platero de Juan Ramón Jiménez, que
parecía querer irse de paseo con él, casi se le cayeron los bastones de la
mano. Otro flechazo a la vista. El tímido sigue siendo tímido pero ahora ha pulido
su timidez hasta el punto de que cuando se cruza con una cosa guapa de esas que
caminan como él por el monte, le sostiene un poco la mirada, dándose un festín
con cada rostro sonriente y bonito con que se encuentra.
Hoy caminé al final de la jornada uno de los más bellos
recorridos del verano, un sendero que durante tres horas siguió la cota de los
dos mil cuatrocientos metros frente a un paisaje excepcional y al final del
cual aparecieron ante mí, todavía a muchos días de distancia, la magnífica
visión de las Dolomitas, paisaje inconfundible desde cualquier punto de los
Alpes que se las contemple. También me encontré en este sendero con Pierre,
otro de los grandes caminantes con que uno tropieza de tanto en tanto en los
Alpes. Cuando lo vi venir ya imaginé que venía de lejos. Había comenzado, como
lo había hecho yo en 2014, en las orillas del Adriático, junto a Trieste y
estaba dispuesto a recorrer todo el arco alpino. Tenía una cara de salud
envidiable. Hablamos durante un rato, sus travesías del Pirineo, el empeñativo
GR-20 de Córcega que había hecho como yo el pasado año. Era como encontrarse
con un primo hermano al que te unen las mismas aficiones y empeños.
En
fin, que terminé donde terminé, en uno de lo lugares más bellos que se pueden
encontrar en estos parajes, un balcón espléndido sobre este singular mundo de
montañas donde asomaban bravas cumbres, pequeños glaciares y, al fondo, como un
regalo para mis ojos y mi espíritu, el serrado y prometedor mundo de las
Dolomitas.
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2 comentarios:
Fantastica y sugerente la foto donde al fondo aparecen las Dolomitas
Siempre me sucede igual cuando vengo de lejos de otras montañas del norte y de golpe desde un collado avisto las Dolomitas, la emoción se me agolpa por dentro
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