El Eiger, la Jungfrau y el Monch presiden la jornada





Junto al puente colgante del glaciar Aletsch, 31 de julio de 2018 

Via Alpina, Alpes Suizos: Lago Marjela – Biel – Riederalp – puente colgante Aletsch. 



Recordaba que días atrás, en Dolomitas, temprano muy de mañana, había visto cerca del camino sobre una gran roca a un hombre joven en posición loto concentrado en su meditación, un hecho que durante muchos veranos había yo practicado cuando andaba de camino tanto frente al mar como en lugares particulares de la montaña. Bañarme de lo que me rodeaba con lo ojos cerrados, picos, acantilados, bosques, playas, a la hora del amanecer sin pensar en otra cosa que en la música de las olas, la brisa o el arroyo cercano era mi modo de comenzar un nuevo día. En aquellos tiempos recuerdo que también tenía en mente el gesto de aquel maestro budista que, cuando se iba a dormir, sobre su mesilla de noche depositaba un vaso boca abajo queriendo significar con ello el fin de la vida. Vivir al día como si la vida acabara hoy mismo. El gesto a la mañana siguiente, de aquel maestro, era poner el vaso con la boca arriba, daba someras gracias al Todo, a la Naturaleza y se aprestaba a vivir el día que comenzaba como un regalo más. 

De este tipo de ejercicios salen frecuentemente fructíferas reflexiones. Hace un rato pensé en esto cuando atravesaba el inmenso puente colgante que cruzaba la garganta que las aguas del deshielo del glaciar Aletsch han cavado durante siglos en la roca, dando lugar a un impresionante espectáculo que te encoge el estómago cuando miras bajo tus pies, el agua cientos de metros rugiendo salvaje, espesa y arrasando entre los altos muros de granito. Pensé en ello porque me atraía la idea de sentarme en mitad del puente y sumirme en una larga meditación. Era tarde y probablemente ya no pasaría nadie. Impresionaba estar en la aparente fragilidad de una estructura de hierro que se movía por entero a mi paso. Habría sido quizás una excentricidad. Prefiero imaginármelo ahora, al otro lado del puente, en un rellano donde pasaré la noche. 

Estos paisajes tan salvajes, el glaciar más grande de los Alpes, con sus masas de hielo socavando durante milenios la tierra, abriendo en canal el puro granito y creando paisajes desolados a través de los cuales el agua crea un mundo violento que encoge el estómago al contemplarlo sobre una baranda de hierro, invitan a una mitad profunda sobre nosotros mismos y sobre la naturaleza en general. La soledad del caminante se llena de profunda hondura frente a estos espectáculos. ¿Hondura de qué? Hondura, cómo si una especie de estilete se te clavara en la carne, y no para hacerte daño sino para inocular dentro de ti la belleza profunda, la hiriente y hermosa verdad de este mundo al que hay que descubrir en su alma, en su salvaje belleza, en la grandeza de sus manifestaciones. 

Hoy, descendiendo junto a la orilla del glaciar terminé por llegar a uno de los terminales de los funiculares. Mientras me tomaba una cerveza y me comía una de esas salchichas que tienen por aquí como plato omnipresente, observé por un rato a los turistas. El espectáculo desde el mirador no tenía parangón, era cierto. La monumental serpiente de hielo del glaciar Aletsch se retorcía a los pies de las montañas como una bestia de fábula encaminada entre paredes de granito que más arriba se convertían en afiladas crestas con sus entrañas cubiertas también de pequeños glaciares tributarios. Arriba, siguiendo el pétreo mundo de hielo, el glaciar adquiría una blancura tersa y limpia antes de desvanecerse cercano a las cumbres de la triada que preside este mundo de hielo, es decir: el Eiger, la Jungfrau y el Monch. Pues bien, miraba a los turistas, turistas del todo el mundo apelotonados junto al mirador del teleférico y consideraba primero que los ojos de muchos de ellos no estaban preparados para admirar lo que tenían delante y segundo, caía en que la banalización con que a veces nos relacionamos con la realidad, el arte o la naturaleza es tal de sentir cierta conmiseración por aquellos que tan poco provecho sacan a las bellezas de este mundo. Probablemente además de ser un asunto de limpieza de ojos tenga también que ver con el hecho de que para acceder a la intimidad de la naturaleza se necesita una relación con ella que requiere esfuerzo y, ¿por qué no decirlo?, cierta condición de enamorado. 

La jornada de hoy prometía un bello recorrido durante todo el día junto al glaciar. El programa se cumplió y quitando una o dos horas en que el camino estaba muy frecuentado, fue marchar siempre frente al apacible espectáculo de montañas que de un modo u otro me remitían a dos veranos pasados en el Macizo del Mont-Blanc. Lo que yo veía de lejos, hoy rutas impracticables para mí, era ese mundo de los glaciares, las morrenas, las cumbres que recorría cincuenta años atrás en la cuenca del refugio Couvercle, en la travesía del Mont-Blanc hasta la Aiguille de Midi, en el glaciar Argentier… 

Al mediodía, fuera ya de la cuenca del glaciar el escenario se abrió y enfrente apareció aquel otro mundo de hielo del Monte Rosa cubierto parcialmente por las nubes. Una vez más en trescientos sesenta grados a la redonda no había otra cosa que montañas y montañas. Tenía curiosidad por atravesar el mundo que el glaciar Aletsch estaba dejando en su retirada desde hace cientos, miles de años. Desde arriba el aspecto era de enormes jorobas de granito erosionadas alineadas en la dirección del descenso de las aguas. El glaciar en vez de dejar en su retirada la usual firma de U, con sus aguas había creado un profundísimo y salvaje barranco por donde las aguas de color verde claro se precipitaban formando un pavoroso estrépito de cascadas y corrientes tumultuosas. 

En este mundo pasaré la noche, junto al gran puente colgante. No está permitido acampar por aquí pero estoy demasiado cansado para emprender los cuatrocientos metros de desnivel que me sacarían de este atolladero de precipicios. 


























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