Frente al Monte Rosa: cambio de planes.





Sobre Mund y Brig, 1 de agosto de 2018

Via Alpina, Alpes Suizos:  puente colgante Aletsch – Belalp - Sobre Mund y Brig.


La historia de Apu, terminé ayer de ver Aparajito, la segunda parte de la Trilogía de Apu, me sugieren asuntos de muy diversa índole, que tentado estoy de desarrollar ante la saturación que tengo encima de darle vueltas al destino de mi cuerpo en lo próximos días. Yo me había prometido una deliciosa tarde de ocio metido en la tienda y al final me lié tanto discurriendo mentalmente frente a los mapas que ese rato de hacer nada voló. Estaba muy bien a mil metros de desnivel sobre Brig, no tenía de comida más que medio puñado de pasas y otro medio de almendras pero no me resignaba a bajar a la ciudad y perder la tarde entre unas cosas y otras. Además, después de ver el monte Rosa de frente durante todo el día, me habían entrado ganas de cambiar el itinerario, que me parecía mucho más interesante que terminar estas cuatro jornadas que me quedaban de esta parte de la Vía Alpina. Así que eché una ojeada y… bueno, ya estaba desviando mi itinerario hacia Zermatt; una caminata bajo el Cervino con el espectáculo de lo glaciares del monte Rosa le pareció muy bien a mi ánimo. Un paso de 3300 metros, el Theodulpass, atravesar un glaciar por una pista azul… necesitaría unos crampones. Al fin conseguí el track y, después de desechar otras opciones y animado por Santiago Pino y Manuel de la Torre Corpas desde la página del FB, decidí que sí, que mañana subiría a Zermatt e intentaría pasar a Cervinia si el tiempo no estaba muy mal. Después ya decidiría por dónde tirar. Esto del vagabundeo tiene estas ventajas, uno no sabe nunc dónde va a dar con sus huesos. Llega un enanito, te susurra algo al oído y ya la ha liao.

Así que el perder la tarde y pasar el día con un croissant y unas pocas almendras y unas pasas en el cuerpo ha terminado en volver a Italia de nuevo. Ahora miro por la ventana lateral de mi tienda, un gran ventanal para mí a través del cual veo las cumbres del Rosa envueltas en las nubes, oigo el alboroto de un riachuelo cercano y escucho una delgada lluvia que es todo lo que ha quedado después de que el cielo se pusiera a temblar con rayos y truenos, que fue la primera razón que determinó que a las dos de la tarde decidiera ayunar y quedarme en un lindo prado frente al espectáculo de la cadena de cuatromiles que se yerguen en dirección oeste hasta culminar en el Mont-Blanc.

No es por nada pero nadie que no sea un vagabundo puede disfrutar de estar tumbado en medio de este reino de montañas haciendo cosas que le placen en gran medida: mirar, oír el río, leer, ver una peli, escribir, hablar con su chica por teléfono, todo ello en soledad y en lugar idílico. Hasta he conseguido que una operadora suiza de la compañía telefónica me regale un par de gigas para darme el gusto de romper mi soledad cuando guste.

Yo debería contar algo de mi jornada antes de hablar de Apu y de la Calcuta que yo conocí hace cerca de cuarenta años. Sí, al menos para justificar esa manía que me ha entrado de compartir mis post en un par de páginas de montaña y una de senderismo. Bueno, pues ahí va. Me despierta el teléfono con su canto de pájaros: las seis de la mañana: le doy un manotazo: se calla. Como dije de las últimas mañanas, no me levanto. Me quito el tapón de cera y oigo largamente la tormenta atronadora que organizan las aguas provenientes del glaciar Aletsch. Aprovecho para afeitarme; hoy mi maquinilla eléctrica no se oye pese a tenerla a unos centímetros del oído, tal es el ruido del agua. Ni sé como he podido dormir. El desayuno me espera quinientos o seiscientos metros de desnivel más arriba, así que después de zarandearme por un rato a mí mismo consigo ponerme en marcha por un enrevesado sendero que continuamente sortea o se sube a la chepa de este aborregado paisaje de lomos de granito lavados y pulidos por el hielo de milenios de años. Salir de en medio de aquel rebaño de granito me lleva casi una hora. Arriba del todo, un lugar que parece un altísimo mundo diferente, asoma la silueta de una ermita. El cuestón me pilla desprevenido. Muy arriba me cruzo con una familia, la pareja y cuatro niños; él lleva el macuto más grande que nunca haya visto, sobresale tres palmos sobre su cabeza. Los niños todos de vacío. Curioso, porque ya me llamó la atención en estos días que hasta los niños bastante pequeños llevara cada uno su mochila. Hasta estas cosas llega la pedagogía, me digo, mientras cruzo con ellos el morgen de rigor. Y entonces recuerdo a mis hijos y la ilusión que les hacía llevar de muy chiquitos cada uno su macuto. Mi hija, en cuanto se hizo un poco moza, necesitó un bolso adicional para llevar sus alhajas. La coquetería la traía perdidita. Luego dos ancianos que tenían más años que Matusalén, en un lugar donde había una puerta y a la que había que subir con algún esfuerzo, me sujetan la puerta por unos minutos hasta que supero un resalte; el gesto de deferencia es de una elegancia tal que por un momento me siento un personaje de una película de Visconti, Muerte en Venecia, por ejemplo, atendido por una cortesía propia de un salón decimonónico. Nunca fuera caballero tan bien servido… Nada más despedirme de aquellos caballeros eché un vistazo atrás y lo hice del glaciar Aletsch que mostraba la parte final de sus cascadas de hielo.

Tras la ermita que asomaba lo que había era un hotel de muchas estrellas. Entro. Querría desayunar, le digo a la camarera que me ha reservado una mesa frente a un gran ventanal desde el que se ve medio mundo. Big or small, me pregunta. Naturalmente big, pero antes de que se vaya le pregunto el precio: twenty six, contesta. Con solo oír el precio se me quitó el apetito. Nunca pude imaginar que un desayuno pudiera costar veintiséis euros. Estamos en Suiza, sí, señor. Total que me conformo con un café con leche y un bollo con chocolate, que al final sería toda mi comida del día. Se verá.

El ancho camino que partía del hotel era lo más parecido a un balcón sobre todas las montañas de los alrededores. Para el que guste de la geografía más abajo dejo los nombres de todas ellas. Me recordaba un balcón parecido que recorrí el pasado año, el que atravesaba frente al Mont-Blanc por encima de Argentiere. Durante un par de horas seguí por aquel balcón hasta que esté se situó por encima de Mund y Brig, momento en que la tormenta empezó a tronar como dios enfurecido con todos los mortales. Ante la amenaza de quedar como una sopa, y pese al ayuno que me esperaba, no dudé en colocar la tienda en el primer lugar acogedor que me encontré.

Y no, no me da ya tiempo a hablar de Apu, pese a que era lo único que tenía claro. Apu, la India, Calcuta, quedan para otro día.


















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