Finale presto





Turín, 4 de agosto de 2018


Travesía Zermatt – Cervinia: Camino de Trockener – Refugio Gandegghütte – Passo Theodulo –  Cervinia.


Llegué al paso Theodulo, me quité los crampones y me senté a contemplar el paisaje. Las nubes cubrían las cumbres el aspecto de la vertiente italiana era feuchito, una desolación sin gracia que empeoraban las construcciones de los arrastres dispersos aquí y allá por el valle. Se estaba bien allí, daba el sol y era agradable no tener prisa y disfrutar del sol a esa hora de la mañana. Había repasado la noche anterior el recorrido de la GTA y resultó que mi memoria recuperó mi paso por allí dos años atrás, todo el recorrido. Mi ánimo empezó a cambiar de rumbo. Saqué las pasas y las almendras del macuto, puse éste de almohada, me tumbé y dejé vagar a mis pensamientos. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un momento parecido, el sol en la cara, la nada por delante, ni siquiera la espera de que algo irrumpiera en mi cabeza y al rato me pusiera en movimiento. Saqué también los pistachos. Fui abriéndolos con la uña y tirando las cáscaras sobre el glaciar. El Cervino, ahora justo encima de mí, ni siquiera se dejaba adivinar. La forma armoniosa y retador a del Cervino ha contribuido a desarrollar una industria hotelera de enorme embergadura en la zona de Zermatt; no tanto en la vertiente italiana. La belleza de esta cumbre ha contribuido a arruinar también el entorno. En la vertiente suiza es difícil hacer una toma sin que los cables de los arrastres o los funiculares crucen por medio de tu fotografía. El dinero sigue mandando en el mundo. A la zona norte del Eiger le sucede otro tanto de lo mismo. Uno casi tiene que pasar con la cabeza gacha bajo estos desastres ambientales que sobrevuelan los glaciares y llegan a numerosas prominencias invierno y verano, asumiendo la irremediabilidad de un mundo estúpido que arruina los rincones más bellos del planeta.

Mis crampones están llenos del barro que rodeaba la parte alta del glaciar. En realidad podía haber pasado sin ellos, me habían servido mejor unas botas de agua para pasar los continuos riachuelos que descendían de lo alto inundando la superficie del glaciar; un centenar de metros de algo de hielo y el resto a veces unas gachas más bien acuosas o una capa de nieve por la que se caminaba bien. A la izquierda siempre estaba presente la cabeza helada de una de las cimas del monte Rosa de la que se desprendía el glaciar en un caos de seracs.

Se había despertado una mañana de sol y la ascensión hasta el refugio Gandegghütte era placentera pese al desnivel que había que superar. La cara este del Cervino aparecía desangelada y sin mucha gracia bajo la luz plana de la mañana. El Gandegghütte disfrutaba de una perspectiva excepcional sobre los glaciares norte del Monte Rosa. Los precios también eran excepcionales, ocho euros una naranja y un café. Después del refugio, antes de alcanzar el glaciar, hay que pasar un enorme caos de rocas y descender hasta el hielo. Lo siguiente es una pendiente discreta en tierno a los veinticinco grados hasta el collado. Por medio del glaciar un arrastre de los de forma de ancla en desuso en verano, corre a todo lo largo de la masa de hielo. Me había preocupado algo esta historia del glaciar porque no tenía más información que del vendedor de los crampones que me aseguró que eran imprescindibles y que además me quiso vender unos crampones de más de cien euros hasta que cuando me marchaba ya se sacó de la manga unos de cuarenta. Así que nada de especial, un paseo entre nieve, riachuelos y repollo de hielo.

Ahora desde la soledad del collado volvía a sopesar mi itinerario a viaje seguir y poco a poco, mientras el sol acariciaba mi cuerpo, se me fue colando por dentro la idea de volver a casa. Cuando vas de A a B, B siempre aparece como una referencia, un objetivo a conseguir que te impulsa hacia delante; pero cuando no vas a ningún lugar en particular, que lo único que haces es vagar por las montañas o por el mundo es fácil que uno un día se pare y se pregunte, bueno, y ahora qué. No estoy cansado, me encuentro bien, sin embargo desde que me he tumbado en este collado a tomar el sol he presentido que la partitura que se está tocando en mi interior desde mitad de junio por estas montañas, que ya tuvo sus cambios de ritmo y paisaje en varios momentos, podía estar llegando a su final. Sobrevolé la idea del Pirineo como continuación, incluso la posibilidad de un viaje por Europa, otros paisajes, un paseo por los cuadros que uno y siempre ha amado y que andan dispersos por el, continente, desde el Edward Munch de Oslo, al Rembrandt de Holanda, a Van Gogh o al David de París; también las viejas ciudades del continente. Al incorporarme de nuevo ya había decidido que esta sería mi última noche en los Alpes.

Cuando vi Cervinia allí abajo a tiro de piedra terminé mi jornada. Las nubes llegaban casi hasta mi tienda y amenazaba lluvia, así que me apresuré a poner la tienda. Hasta la mañana del día siguiente no descubriría la excepcionalidad del lugar en que había acampado. Al salir de la tienda me encontré que el sol bañaba ya las rocas del Matterhorn.

En Turin, o bendita ilusión, antes de subir al hotel entró en un restaurante vietnamita y ya de golpe estoy en las calles de Saigón degustando un plato de pho bo y otro de cha gio e nem ran. Dios, por qué me habré vuelto tan perezoso para viajar. Los sabores de oriente vienen a mi arremolinados por el calor que, aunque no es tan húmedo como el de Vietnam, llega a mí como un reclamo proveniente de Oriente. ¿Estará mi cuerpo haciéndome una nueva propuesta? ¿Estará mi cuerpo pidiéndome ese calor de Oriente, su cocina fuertemente especiada, sus calles abarrotadas en torno a los chiringuitos, calor espeso, calor de otras tierras? No, si entre la Trilogía de Apu y la comida de hoy lo mismo dentro de unos días cambio de parecer y en lugar de Rembrandt o Vang Gosgh y las ciudades de Europa mi ánimo busca refugio en Extremo Oriente. Todo podría ser cuando uno es jubilado y no tiene por delante otra obligación que la de seguir viviendo. Porque también es cierto que, hoy, mientras bajaba a Cervinia venía pensando en que uno ha vivido tanto, tantos caminos, tantos viajes alrededor del mundo que es difícil parar y quedarse completamente de piedra frente a, qué se yo, el televisor, el cultivo de los tomates o los pepinos. El sudor me resbala por la cara, me he bebido una cerveza de 8,5 de medio litro y mi ánimo está alto. Lo mismo después de dormir la siesta, porque con este calor es lo que la cosa manda, mi amigo Jorge Túa me manda por whatsapp un termómetro que marca en alguna zona de Madrid 44 grados centígrados, a ver si no falta al menos un ventilador de techo como aquellos de Vietnam, me despierto con la idea de visitar una vez más Oriente. Bendita jubilación. Soy de izquierdas izquierdas pero cuando considero estas cosas, el hecho de que un jubilado pueda hacer lo que le dé la gana y marchar donde quiera, ganas me dan de besar los pies de todos los políticos que lo han hecho posible (efecto, está claro, de la cerveza), naturalmente con mi curro de cuarenta años de cotización. Se lo decía el otro día al amigo del Navi Antonio Creus, ésta es la edad más bonita de todas considerando esa magnífica libertad que te da la jubilación. Me temo que mis próximos post van a ser cambiar de página y en vez en Caminar cada día van a pasar a glosar mi blog de los viajes (Cuaderno de viajes) .

Fin de mi vagar por los Alpes de este verano. Hasta yo mismo estoy intrigado por qué vendrá después. Saludos a todos los que me habéis seguido pacientemente en estas deslabazadas crónicas a través de los Alpes. Nos vemos.


albertodelamadrid.es















2 comentarios:

Ignatius dijo...

Salud y camino... Como siempre un placer. Un abrazo y hasta pronto😜

Alberto de la Madrid dijo...

Nos vemos, un abrazo, Ignacio