El que duerme en el suelo no se cae de la cama.





Odeleite, 11 de febrero de 2019


GR15 portugués. El Algarve. Ayamonte – Odeleite

Las seis de la mañana. En la oscuridad de la estación de autobuses de Ayamonte el canto del ruiseñor bailotea por los aires anunciando un todavía lejano nuevo día. Jesús el taxista es puntual, le he llamado cinco kilómetros antes de llegar a la estación y ahí está sin darme apenas tiempo para demorar unos minutos con el ruiseñor que pareciera haber venido a recibirme en la soledad de la estación de autobuses. Jesús es un hombre campechano con un marcado acento andaluz que me pilla de sorpresa. Buscamos en su teléfono mi punto de destino, una rotonda al norte de Monte Francisco en donde el GR15 deja el asfalto para meterse en un bosquecillo de encinas y jarales. Llovizna. Saco el macuto del maletero y Jesús se me queda mirando como quien está asistiendo a una situación que no encaja muy bien en su caletre. ¿Pero vas solo?, ¿no te espera nadie? Le explico mis intenciones mientras saco mi linterna, mientras me pongo el chubasquero y cubro el macuto. También yo me sorprendo un poco pese a que estoy a habituado a estas situaciones. El cambio brusco entre la comodidad de mi cabaña y la lluvia de la mañana en algún rincón del sur de la Península me lleva enseguida a un entorno familiar, tantos inviernos de empezar a caminar en esta hora mágica de la madrugada ha hecho que sienta un especial cariño por lo que sucede a mi alrededor en ese silencio oscuro y abrumador de las seis de la mañana. Es tal la afición que le he cogido a la hora que ya ni sé por qué una vez decidí acogerme a ese horario. En casa no me levanto, trasnochador que es uno, antes de las nueve o diez de la mañana y llega sin embargo la hora de caminar y de inmediato cambio de chip y ya mi cuerpo me esta pidiendo el madrugón consiguiente. Me encanta la hora de los lobos, bromeo algunas veces con quien me pregunta por tan esotérica costumbre.

Y además la costumbre de no usar linterna. Más raro no puede ser uno. Ah, sí, pero y el encanto del momento, los hados del bosquecillo sobrevolando la noche, los ruidos amigos de los bichejos que corretean por el monte, los lejanos ladridos de los perros, el manto de estrellas como un dosel cubriendo la senda por la que el caminante se abre paso…



El sendero zigzaguea entre lomas cubiertas de jaras y cantuesos. Las palas de las chumberas dejan su cerco ovalado sobre el negro del cielo. Después el camino desciende y entra encajado entre dos muros de piedra, camino que en un plispás, amigo, se convertirá primero en una ciénaga y más tarde en un río infranqueable. Se acabó, sí, el bucolismo matinal. Me subo a la valla de piedra, tropiezo con unos cables, me voy de cabeza al suelo en medio de la maleza. Todo un divertimento. Simplemente gajes del oficio. Ahora a ver cómo coño salgo yo de allí. El camino es un río franqueado de zarzas. Más allá, ni idea, monte cerrado. Así que sin comerlo ni beberlo me veo metido en un berenjenal en mitad de una noche en la que el chirimiri es un instrumento más en el concierto matinal. Veamos qué dice el gps. Poca cosa. Se ven a media distancia las luces de Junqueira, pero para llegar a ellas hay que atravesar un montón de zarzas y la oquedad del río-camino. Nada que hacer. ¿Y el Google Earth? Bueno, monte, unos cortijos donde ya han empezado a ladrar los perros, que vaya usted a saber si están sueltos. De todos modos ahí encuentro trazas de sendero monte arriba que no aparecen en mi mapa. Paso cauteloso una cerca, un cortijo en cuya cancela un ostentoso letrero con el propiedad privada en su blanco lechoso me pone sobre aviso; pero no tengo otra. Dos perros ladran endemoniadamente a mi derecha pero me hago el sordo, no tengo otro camino. La gente duerme profundamente: menos mal. Un largo rodeo todavía y al final alcanzo la carretera que me lleva a Junqueira, oscura y silenciosa como un cementerio en los que los únicos moradores fueran los muertos.



Aprovecho el garito de una parada del autobús para desayunarme. Ya sabes, chico, el tiempo no existe. Así que descargo y me meto para el cuerpo tres sándwiches y una barrita de muesli. Ha dejado de llover. Sin embargo los perros, a piñón fijo como siempre, no dejan de ladrar ni un minuto. Saliendo de Junqueira, una flecha con el santo y seña de GR15 indica un sendero a la derecha. En el transcurso el cielo se ha ido aclarando, una mañana desteñida se abre paso entre las lomas en donde los naranjos y los olivos tapizan las laderas. Más arriba solo quedarán extensos campos de apretadas jaras, jaras en las que tímidamente han empezado a brotar sus grandes flores blancas. Monte bajo de chumberas con los bajíos cubiertos aquí y allá de vides de aspecto viejo y decadente. El campo aparece abandonado.



No, no me he olvidado, todavía tengo que encontrar un altillo que me sirva para bailar un rato, para saludar al sol y para mitigar si cabe un dolor de espalda, cabroncete él, que hoy se ha despertado excesivamente pronto. Lo encuentro, bailo un rato con aquello de Verde que te quiero verde, de Paco de Lucía y Camarón, con una rumbita que habla de un ventilador, con… Y más tarde con la disculpa de que me duele la espalda adopto para mi rato de meditación la posición de loto pero medio apoyada la espalda en el macuto. Evidentemente me quedo frito, me despabila con un susto el despertador. He estado soñando, cinco minutos no más, pero es como si descendiera de un lejano y profundo mundo. Me incorporo y hago algo de estiramientos, el sol pega ahora de lleno por encima de las jaras.



El sendero desciende en pronunciada pendiente hacia el Guadiana. Por el río navega, como si de un cuadro se tratara, un pequeño velero de juguete. Los almendros están en flor, junto al sendero crecen multitud de flores amarillas que me entretengo en fotografiar. Por aquí anda ya casi la primavera despuntado entre los cerros. La calmosa corriente del río invita a repantigarse junto al agua e intentar recordar qué era lo que Heráclito o Parménides decían sobre la vida en relación a la corriente del río. Cosas en exceso lejanas, de cuando en el bachillerato se estudiaba filosofía. El GR15 se marcha entonces por los cerros, pero a mi me gusta la orilla del río y por ella sigo hasta que un canal sembrado de cañaverales me corta el paso. Es lo mismo, la mañana se ha puesto bonita y no hay prisa, así que después de llegar hasta la orilla del río, pongo en pausa el libro de Clarice Lispector, para valorar la situación y decido darme la vuelta a buscar otro paso. Lispector sigue a su bola charloteando con lo primero que se le pasa por la cabeza. Me gusta. Parece yo ensimismado en los recovecos de mis pensamientos. Subo un cerrito, bajo de nuevo hasta la orilla del Guadiana y cuando me doy cuenta el libro de Lispector se ha acabado. Los libros, como si de un cocido se tratara, requieren diversidad, así que al poco rato, metido ya en la cuesta que me llevara a un restaurante de Odeleite (obsérvese con detenimiento… y con regusto, el nombre de este pueblo pronunciado al modo de un enamorado sumido en las delicias de la cajita de su amada: ¡Oh, deleite! El pueblo no es para tanto, pero el nombre queda la mar de bonito: oh, deleite); metido ya en la cuesta, decía, me lié con un libro que hablaba de misticismo y religión. Alan Watts es un excelente autor para recordar cosas fundamentales que olvidamos con excesiva facilidad, por ejemplo ese dicho turco que encabeza estas líneas: “El que duerme en el suelo no se cae de la cama”.

Watts encuentra en Bernard Berenson, un fragmento que describe una interesante experiencia y en cuyas palabras encontrará el título para su libro: “Esto es eso”:

“Era una mañana de principios de verano. Una neblina plateada rielaba temblorosa sobre los tilos, cuya fragancia impregnaba el ambiente. La temperatura era como una caricia. Recuerdo, sin tener que rememorar, que subí al tronco de un árbol y de pronto me sentí inmerso en la substancia. No la llamé por ese nombre.

No había necesidad de palabras. ESO y yo éramos uno”. Sobre esa paradoja parece construirse el libro de Watts.



Tuve que detener la lectura al entrar en el pueblo. Ahora tenía que ocuparme de la manduca. Tocó un plato de bacalao con pimientos del que me sobró lo suficiente como para cubrir mi cena. Dos cervezas, un postre de la zona, café y una copita de licor que me tomé al sol me dejó en disposición de salir a buscar un pradito en que descabezar un sueño. Una noche de autobús siempre te deja al día siguiente unas enormes ganas de dormir a lo largo de la jornada.












                                            albertodelamadrid.es

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué fotos tan bonitas...admiro tu forma de vivir, Alberto. Me hubiera gustado ser así...Marga

Alberto de la Madrid dijo...

Gracias, Marga. Yo admiro tu bonita voz que de tanto en tanto escucho.