Don Quijote cae en los brazos de Maritornes




Las Pedroñeras, 21 de marzo de 2019


Camino de Santiago de Levante. Etapa San Clemente-Las Pedroñeras

Me costó salir del sopor del intento de dormir la siesta, pero al final me repuse. Me había instalado en la habitación de un antiguo y solitario convento, todo él para mí, había puesto la lavadora en funcionamiento y más tarde había intentado en la cama ver lo que me quedaba de El año pasado en Marienbad, pero fue inútil, se me cerraban los ojos. 


Tampoco logré dormir del todo. Un cansancio pegajoso y desagradable me lo impedía. Terminé por levantarme y subir a la terraza a tender mi colada. El sol reflejado sobre la cal de sus muros me cegaba. Un patio claustral bajo la terraza, la esbelta torre cuadrangular de la iglesia más allá, el paisaje de los tejados de una parte de Las Pedroñeras era todo cuanto se veía desde el miradero. Volví pronto abajo y busqué en un salón iluminado un sillón sobre el que terminar de ver la película. El mundo de Marienbad, mundo alegórico, quietista, hecho de cierto hieratismo y de una economía de gestos donde ningún personaje parece pestañear, como si en ese mundo ciertas necesidades básicas estuvieran fuera de lugar, me lleva esta tarde a un tema que me subyuga. No exagero usando ese verbo. Hace unos días escribía a una amiga unas líneas que apuntaban al mismo asunto. Ayer, le decía, entre otras cosas, anduve tantas horas de la mano de Charlotte Bronte, encantado con su lectura y la finura de la realidad que ella descubría, ese mundo de relación entre hombres y mujeres, pero mejor porque en este caso se trataba de la perspectiva ofrecida por una mujer, que al final se me ocurría la rocambolesca idea de querer vivir de nuevo las relaciones que he tenido con algunas mujeres para saborear los rincones y sutilezas de un contacto que había desaprovechado. La profundidad con que la Bronte recoge las sutiles variaciones, con sus innumerables contradicciones y la meticulosidad de su complejidad, de ese acercamiento hombre-mujer, es tan rica y tan envidiablemente deseable que estoy seguro, como en otras tantas situaciones en la vida, de haber aprovechado pobrísimamente ese contacto con el mundo femenino. Sí, echaba de menos el sabor, toda la música que podía haber estado sonando y de la que yo, como un ignorante musical que en una sinfonía sólo oyera el sonido de los tambores o los violines, incapaz de atender a más de dos o tres cosas, me había perdido. 


El caso es que se me aparecía que, frente al relato pormenorizado de reacciones, encuentros, desencuentros, deseos escondidos, hacemos uso en nuestras relaciones de manera parecida al provecho que podría sacar un rústico iletrado de cualquier obra literaria. Sensación de que bastaría cavar un poco bajo la superficie del alma para encontrar una riqueza suficiente como para hacer no sólo más dichosos nuestros días sino también para vivir esa plenitud de nuestros actos y relaciones que deberíamos exigirnos por esa simple razón de coherencia con nosotros mismos que nos pide sacar de nosotros lo mejor que tenemos.

¿Quién no ha sentido tantas veces esa sensación de no haber dado la talla como padre, como amante, como… ese haber vivido tramos de vida descafeinada por falta de voluntad, de atención, dedicación, claridad de ideas?


Sobre estos asuntos andaba yo pergeñando qué debería escribir hoy mientras daba cuenta de un pisto y unas chuletas de cordero en un restaurante de Las Pedroñeras, cuando en la tele, sustituyendo al estúpido programa de ayer donde unos concursantes trataban de ganar dinero de maneras diferentes y en el que el público reía con cualquier cosa, lo que se cocía era la burda comedia de airear la vida íntima y privada de parejas, parece que de sobra conocidas por los habituales lectores de revistas como Hola. La cara de seriedad con que los periodistas asumían el laberinto de los chismes más escabrosos de la pareja de turno, hubiera hecho pensar que se trataba de una cuestión de Estado. Esta idiota recreación de las relaciones de parejas conocidas en los medios, que a mí se me parece como uno de los síntomas más degradantes de una parte de la sociedad en la que vivimos, aparecía ahí, como un muestrario de una realidad que, Dios nos coja confesaos, siendo un insulto para la inteligencia tiene sin embargo un buen puñado de público que la aplaude. ¡Ah, el mundo en que vivimos!

Lo que vino después. Estoy intrigadísimo por lo que hará ahora la junta electoral en Cataluña, si prohibirá o no los lazos blancos en los balcones de la Generalitat, hoy encabezamiento de titulares de todos los periódicos, asunto de primer orden en una España donde no hay asuntos más importantes que resolver. Uno se asoma a la calle de la política y nada más que ve niños jugando a los bolos o a romper la peonza de los otros. ¡Ah, el mundo en que vivimos!, sí.

Así que menos mal que en el mundo todavía existen los hombres y las mujeres y esa exuberante cantidad de cosas interesantes, bonitas y apasionantes que pueden suceder entre ellos…


Por lo demás mi viaje a pie por La Mancha continúa, el tapiz de los colores, las hileras de vides, los campos de cebada o trigo, la interminable flecha de los caminos y, por supuesto el gozo, y a veces el sufrimiento del peregrino al que le duelen los pies de las tantas leguas recorridas, que atraviesa este mundo encantado de la mano de Cervantes que ha hecho de esta tierra el campo de batalla del personaje más memorable de la historia de la literatura.


En este convento hace un frío conventual. No me extraña que Giovanni Boccaccio quisiera hacer más cálida la estancia de las monjas en El Decamerón llevándoles a las hermanas un mudito con que calentar sus carnes medievales.

Estaría mal terminar esta crónica estando tan cerca de El Toboso, donde el peregrino habrá de llegar mañana, sin hacer cuenta del primer encuentro con fémina de don Quijote, que siendo su dueña y señora doña Dulcinea del Toboso, no por ello don Miguel iba a privarnos de la antítesis de tan alta señora en un capítulo hilarante donde la asturiana Maritornes en una venta del camino, que no castillo, cae equivocadamente en los brazos de nuestro héroe en la oscuridad de un cuarto mientras se aprestaba a conceder sus favores a un fornido arriero ya en trance y calenturiento por la tardanza de la moza. El equívoco se saldó como siempre con una molienda de palos para nuestro héroe. Ese retrato que hace Cervantes de Maritornes podría quitar el sueño a cualquier enamorado que la pretendiese: “...ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera”. En fin, que quien no haya leído todavía El Quijote no pierda ripio de cuanto antecede en ventas y posadas del camino y se busque un ejemplar de inmediato. 

Encuentro entre Maritornes y Don Quijote (Gustavo Doré)



Albergue convento de las Pedroñeras


















2 comentarios:

VALVAREZ dijo...

Cuanto tema interesante en pocos parrafos...
La imposibilidad de retomar esas sutilezas hombre-mujer o la plenitud de las vivencias, la pena por no haber dado la talla con los más cercanos, todo eso que el ser humano rememora con los años y le hace sufrir por imperfecto. Y don Quijano como toda alta literatura nos hace gozar o remover el espíritu con inquietud.

Alberto de la Madrid dijo...

Tu texto me sirvió hoy para seguir cacareando sobre esto y aquello. Gracias.