La Roda, 20 de marzo de 2019
Camino de Santiago de Levante.
Etapa La Roda-San Clemente.
El mismo color ámbar que viste de
caramelo las cumbres nevadas al amanecer iluminaba esta mañana las casas de La Roda al salir del albergue.
Mañana fresca ideal para echarse a caminar por este inmenso mar que es la
Mancha. A la salida de La Roda un cartel me dice que estoy en la Ruta de Don
Quijote; el camino apunta ancho y derecho hacia oriente y, entonces, perdidos
los ojos en esa inmensidad se me ocurre que acaso alivie la derechura de la senda
si la hago en compañía de don Quijote y su paciente Sancho, algo muy oportuno
aficionado como soy a compartir mi camino con las historias que lo ilustran o los
autores del lugar. Así que dicho y hecho, cinco minutos más tarde ya me
encuentro junto a don Quijote que, loco de remate (observo preocupado la
insistencia con que aparece últimamente en mi blog esta palabra :) bienaventurados sean los locos de este mundo… sí), tras
empaparse de las indigestas lecturas de caballeros andantes, se pertrecha para
echarse al mundo a desfacer entuertos mal que les pese al barbero y al cura.
Así que “apenas había el rubicundo
Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de
sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus
harpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la
rosada aurora”, me hice al camino y bastones en ristre como para arremeter
contra molinos de viento convertidos en gigantes, me dispuse a rememorar las
viejas historias del señor Quijano. Y fuéronme tan provechosas las primeras locas
aventuras donde don Quijote fuera tan bien servido por buenas mozas amén de ser
armado caballero por un ventero gordinflón, que cuando quise darme cuenta ya
andaba por Puerto Lápice cuando a mi también me cupo encontrar fonda. Trújome
el ventero un bocata de anchoas sobre una balsa de tomates cortados en rodajas
y una espumosa jarra de cerveza mas, a diferencia de a don Quijote a quien se
le sirvió una porción del remojado y peor cocido bacalao y un pan tan negro y
mugriento como sus armas, la cerveza con ser de Holanda y los tomates de algún
invernadero del Ejido resultaron sabrosos y de gran provecho al caminante.
No se había alejado el caminante
más que un par de leguas de Minaya cuando en le lejanía atisbó la presencia de
un peregrino que andaba a grandes zancadas moviendo los bastones como un
pelícano sus alas a punto de levantar el vuelo.
Heine, el peregrino germano |
El peregrino, hombre fornido
de grueso estómago, clara evidencia de
su gusto por trasegar sin límites espumosa cerveza, cosa que antojósele al
caminante prueba fehaciente de su germana procedencia, como más tarde pudo
confirmar, al que yo a modo de saludo había preguntado si era caballero andante
o peregrino, resultó a fe mía un campechano centroeuropeo amante de los Caminos
de Santiago. Como ninguno de los dos hablábamos latín, tal hubiera sido lo correcto,
elegimos una lengua común en que podernos entender y no habían pasado cinco
minutos cuando ya caminábamos uno al lado del otro por el inmenso llano
manchego bromeando a costa de su voluminoso estómago y la cerveza. El
peregrino, de nombre Heinrich, Heine para los amigos, era un hombre cordial y
comunicativo que hacía de su peregrinaje un modo de vida. Hablamos animadamente
un largo cuarto de hora, filosofamos sobre la vida, nos contamos algunas
anécdotas relacionadas con nuestras mutuas experiencias de vagabundaje,
pero, como Heine caminaba too fast para mi habitual paso, terminamos
despidiéndonos en el conocimiento de que seguiríamos viéndonos en adelante en
pisadas y ventas del camino.
Hablé con Victoria un rato antes
de hincarle el diente a la novela de Charlotte Bronte. Mientras, el paisaje se
había puesto bonito iluminado por unas nubes algodonosas que pintaban muy bien
en el lienzo del mediodía sobre la base de una tierra ocre de tonos rojizos a
un lado y de verde denso a la izquierda, un trigo que apenas recién nacido
asomaba sobre la tierra todavía un poco taciturno acaso por el frío. Victoria
me contaba que al final nuestra nieta Ainara, una muchachita a punto de cumplir
ya once años, iba a celebrar su cumpleaños el próximo fin de semana en nuestra
casa de El Chorrillo. Últimamente a Victoria y a mí nos dio por hablar del
futuro de El Chorrillo. Vivimos allí desde hace treinta años. Cuando lo
compramos, una parcela de unos tres mil metros cuadrados, era un desierto,
donde malvivían un par de árboles. Ahora, El Chorrillo, después de mucho
trabajo y otros tantos mimos es un vergel habitado por toda clase de árboles,
pájaros o peces. Allí están enterrados también los restos de mi padre y mi
suegra, así como los de los cinco perros que hemos tenido a lo largo de estos
años. Amamos esa tierra y ese entorno que ha visto hacerse mayores a nuestros
hijos y que va a acoger los últimos años de nuestra vida. Días atrás, mi hijo
Mario, que es un amante de la naturaleza y que últimamente ha cambiado su
condición de cabrero por hortelano, empezó a construir una choza para su hijo,
nuestro nieto Manuel (ahí abajo dejo una imagen) y ese hecho accidental me ha
proporcionado un inesperado placer. Me ha parecido una idea tan bonita que hoy,
en vísperas del cumple de mi nieta, que gusta de subirse a los árboles y
trepar por telas, aunque de andar por el monte nada de nada, le he
mandado una nota para ver si se anima también ella a hacer una choza a su gusto
en alguno de los robustos olmos de la parcela. El hecho es que desde que a
Victoria y a mí nos dio por hablar de El Chorrillo me da por pensar en su
futuro. Quizás empezamos a hacerlo cuando enterramos a nuestra perra Gaza
frente a mi cabaña, momento en que se me ocurrió que también a mí me gustaría
estar enterrado en ese trozo de terreno junto a nuestra fiel perra. No sé,
tiene algo de hermoso y entrañable pensar que cuando nos muramos de alguna manera
vamos a estar unidos en ese espacio que ha crecido y embellecido con el trabajo
de nuestras manos y el esfuerzo de la dadivosa naturaleza.
Volví a parar en Casas de los Pinos a comer algo. Media hora después salí de nuevo al llano, siempre plano y uniforme pero que por gracia de no sé qué confluencia de circunstancias, la luz, la nubes, un pinar cercano o la visión lejana de un campanario, aparecía de una delicada y sencilla belleza. Consumí los últimos kilómetros leyendo Villette. San Clemente, una pequeña y recoleta ciudad nacida en tiempos de la “Reconquista” (obligadas son las comillas), cuando fue necesario repoblar la zona de donde habían sido desplazados los árabes, tiene un albergue de reciente construcción que será el lugar de reposo del peregrino al final de esta larga jornada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario