Camino de Levante. El Toboso-La Villa
de Don Fadrique.
Hoy me di un empacho de autofagia. Pasé
gran parte de la mañana leyendo Diario de un peregrino, el
relato de mis propias andanzas del pasado invierno por tierras lusas,
Camino de Invierno y Camino de Madrid, en las que lo más relevante
fueron las largas jornadas de lluvia en que me tocó atravesar una
Galicia de riachuelos henchidos de agua. Cuántas veces esta
reiteración de la vida, la que arrastro por los senderos del llano o
las montañas y que sin embargo nutren tan plenamente todas mis
expectativas. Hoy andaba primero por Las Ménsulas y después por el
llano castellano al norte de Valladolid; recordaba la cariñosa
hospitalidad de Carmina, la poetisa y pintora de Cuenca de Campos que
nos invitó a cenar y con quien compartimos historias del camino y
nuestra mutua afición por la poesía; Ina, la peregrina kirguistaní,
de carita redonda como de mazapán con la que despartimos sobre
viajes y la vida; ah, y Beatriz, la peregrina vasca de graciosas
patillas oscuras que venía caminando desde Roma y de la que me
enamoré aquella tarde pero que al final rechazó pasar la noche
entre mis brazos.
La vida en el cuenco de mis manos
parecía esta mañana mi lectura mientras los viñedos, unas veces
sobre la alfombra achocolatada de pequeños peñascos, otras de suave
clara de huevo, iban pasando indiferentes a mi lado todavía
silenciosos y como apesadumbrados por esa salvaje poda que había
transformado su cuerpo en retorcidos muñones. E irla bebiendo a
sorbitos reconociendo que bajo la lluvia interminable de aquellas
tres semanas mientras atravesaba las tierras gallegas con la prosa
preciosista de Álvaro Cunqueiro acompañándome, o en silencio
escuchando la música de mis pasos sobre la grava sumido en mis
pensamientos, había algo de lo más preciado que uno puede atesorar,
vivencias y silencios que hoy se sumaban a mi otra ruta santiaguina
en las cercanías ya de Toledo. No sería sincero si no hablara de
este tipo de vivencias que suscitan en mí los caminos como una de
las mejores cosas que me proporciona la vida. Inmerso así en las mías propias de un año atrás recuperaba el olor de la tierra
húmeda, el sabor de los libros de entonces, los ojos chispeantes de
una peregrina, todo como un riacho de vida corriendo a mis pies
mientras me acercaba a la Puebla de Almoradiel, todo llenando mi
pecho de esa leve plenitud que proporciona el polvo del camino, el
sol en el rostro, la caricia de la brisa en el cuerpo.
El ejército de las vides domina el paisaje |
Un bocata con jamón con una hilera de
rodajas de tomate encima se ha convertido desde hace días en mi
tentempié de media mañana. En el bar de Puebla de Almoradiel no hay
mesas, pero cuando le pregunto al tabernero por otro bar donde pueda
sentarme durante un rato en seguida me busca una salita en el piso
superior que satisfará mi deseo de estar lejos de la televisión y
de la gente. A veces me bebo estos ramalazos de misantropía con el
mismo placer con que un sediento se bebería una gran jarra de
cerveza. Es un momento que degusto con placer diariamente. Después
de comenzar a caminar a la hora del alba, a eso de las nueve o las
diez, si encuentro un bar, me arrellano en un rincón y durante media
hora, mientras satisfago mi apetito, doy un vistazo al FB, ojeo la
prensa o, si la cosa se presta, charlo con algún paisano. Con esto ya
tengo para tirar hasta la hora de la comida. Para esta segunda parte
saco los bastones y las gafas de sol y me preparo para la segunda
trotada. La primera, que desde que me alejé del mar es fría, la
hago con las manos en los bolsillos, al modo del caminar de los
vagabundos, yerro (me sonaba mal pero ahí está el presente de
indicativo del verbo errar como una reliquia de la lengua para ser
usada) con el sol a mi espalda bien leyendo a Khalil Gibran,
hoy Derrota
(“Derrota, mi Derrota, mi
conocimiento de mí mismo y mi desafío;
por ti sé que aún soy joven y de pies
ligeros,
y desdeñoso de los laureles que se
marchitan.
Y en ti encontré la soledad,
y la alegría de ser ignorado y
despreciado”.), bien siguiendo las añagazas del duque de Lerma o
el buen gobierno del conde duque de Olivares. En la segunda, en lugar
de La España vacía, opté por el Diario de un
peregrino, que había dejado interrumpido desde mi caminata por
Portugal.
En La Villa de Don Fadrique me sucedió
una cosa tan chunga como divertida. Llamo por teléfono a Caren, su
cálida voz hacia pensar en un rostro redondito y en una mirada
risueña, la responsable del albergue que me indica una de las webs
del Camino y, como quiero buscar un restaurante antes, quedamos para
después de la comida. Me indica donde puedo encontrarlo, pero cuando
cuelgo nada de lo que me ha dicho coincide con las calles en donde me
encuentro. Termino, vuelvo a llamar a Caren y quedamos a las puertas
del polideportivo (no hay pueblo sin polideportivo por estos lares).
Espero sentado un buen rato en la puerta: ?. Estoy algo mosqueado.
Suena el teléfono, es Caren. Me pregunta dónde estoy. En la puerta
del polideportivo, le contesto, un gran portalón verde. Silencio. El
polideportivo no tiene ningún portalón verde, le oigo decir
dubitativa. No tardamos ambos en darnos cuenta de que algo no
funciona. Yo estoy en la puerta del polideportivo de La Villa de Don
Fadrique y Caren está también en la puerta de un polideportivo, el
polideportivo de La Puebla de Don Fadrique. Ambos reímos al
reconocer al fin el equívoco. La confusión está en la web, que ha
confundido un pueblo de Granada, La Puebla con La Villa, ambos de Don
Fadrique. Después me enteraría de que aquí también dan hospedaje
al peregrino en el polideportivo, pero a esa hora ya había buscado
acomodo en la casa rural de Juan situada en las cercanías de la
iglesia.
Juan, el amable hospitalero que atendió las fatigas del peregrino |
Son tantos los ofrecimientos de Juan,
mi posadero de hoy, que tengo la impresión de que le ha enfadado un
tanto mi rusticidad; un peregrino que no necesita calefacción, que
no bebe otra agua que la del grifo, que no usa lavadora porque hizo
la colada dos días atrás, pero que sin embargo gusta de la luz y
una gran ventana en su habitación, a Juan, hombre hospitalario,
hospitalario en exceso según mi gusto, le resulta exótico mi
comportamiento. No comprende que mi rusticidad ame dormir bajo las
estrellas o no necesite de las comodidades corrientes de que
disfrutan los clientes de su hospedería. Malgrado me valga, amigo
Sancho, que este caballero andante, porque otra cosa no será pero
andar anda un montón, bien lo sabes tú, no necesita de otra cosa
que un rato de soledad y la paz tranquila de la tarde en que recostar
el cansancio de tantas leguas a sus espaldas. Juan tiene unas enormes
ganas de hablar y, aunque algunas obligaciones le apremian fuera de
casa ahí está charlando y charlando no comprendiendo en absoluto a
este raro peregrino al que le traen sin cuidado la compostelana, los
sellos de los albergues o las comodidades burguesas que le ofrecen su
establecimiento. Juan es de vocación hospitalera y me ha rebajado en
más de diez euros el precio de la estancia, amén de ofrecerse a
tenerme preparado mañana el desayuno después de las cinco y media.
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