La vida en el cuenco de mis manos




 La Villa de Don Fadrique, 23 de marzo de 2019

Camino de Levante. El Toboso-La Villa de Don Fadrique. 


Hoy me di un empacho de autofagia. Pasé gran parte de la mañana leyendo Diario de un peregrino, el relato de mis propias andanzas del pasado invierno por tierras lusas, Camino de Invierno y Camino de Madrid, en las que lo más relevante fueron las largas jornadas de lluvia en que me tocó atravesar una Galicia de riachuelos henchidos de agua. Cuántas veces esta reiteración de la vida, la que arrastro por los senderos del llano o las montañas y que sin embargo nutren tan plenamente todas mis expectativas. Hoy andaba primero por Las Ménsulas y después por el llano castellano al norte de Valladolid; recordaba la cariñosa hospitalidad de Carmina, la poetisa y pintora de Cuenca de Campos que nos invitó a cenar y con quien compartimos historias del camino y nuestra mutua afición por la poesía; Ina, la peregrina kirguistaní, de carita redonda como de mazapán con la que despartimos sobre viajes y la vida; ah, y Beatriz, la peregrina vasca de graciosas patillas oscuras que venía caminando desde Roma y de la que me enamoré aquella tarde pero que al final rechazó pasar la noche entre mis brazos.

La vida en el cuenco de mis manos parecía esta mañana mi lectura mientras los viñedos, unas veces sobre la alfombra achocolatada de pequeños peñascos, otras de suave clara de huevo, iban pasando indiferentes a mi lado todavía silenciosos y como apesadumbrados por esa salvaje poda que había transformado su cuerpo en retorcidos muñones. E irla bebiendo a sorbitos reconociendo que bajo la lluvia interminable de aquellas tres semanas mientras atravesaba las tierras gallegas con la prosa preciosista de Álvaro Cunqueiro acompañándome, o en silencio escuchando la música de mis pasos sobre la grava sumido en mis pensamientos, había algo de lo más preciado que uno puede atesorar, vivencias y silencios que hoy se sumaban a mi otra ruta santiaguina en las cercanías ya de Toledo. No sería sincero si no hablara de este tipo de vivencias que suscitan en mí los caminos como una de las mejores cosas que me proporciona la vida. Inmerso así en las mías propias de un año atrás recuperaba el olor de la tierra húmeda, el sabor de los libros de entonces, los ojos chispeantes de una peregrina, todo como un riacho de vida corriendo a mis pies mientras me acercaba a la Puebla de Almoradiel, todo llenando mi pecho de esa leve plenitud que proporciona el polvo del camino, el sol en el rostro, la caricia de la brisa en el cuerpo.

El ejército de las vides domina el paisaje

Un bocata con jamón con una hilera de rodajas de tomate encima se ha convertido desde hace días en mi tentempié de media mañana. En el bar de Puebla de Almoradiel no hay mesas, pero cuando le pregunto al tabernero por otro bar donde pueda sentarme durante un rato en seguida me busca una salita en el piso superior que satisfará mi deseo de estar lejos de la televisión y de la gente. A veces me bebo estos ramalazos de misantropía con el mismo placer con que un sediento se bebería una gran jarra de cerveza. Es un momento que degusto con placer diariamente. Después de comenzar a caminar a la hora del alba, a eso de las nueve o las diez, si encuentro un bar, me arrellano en un rincón y durante media hora, mientras satisfago mi apetito, doy un vistazo al FB, ojeo la prensa o, si la cosa se presta, charlo con algún paisano. Con esto ya tengo para tirar hasta la hora de la comida. Para esta segunda parte saco los bastones y las gafas de sol y me preparo para la segunda trotada. La primera, que desde que me alejé del mar es fría, la hago con las manos en los bolsillos, al modo del caminar de los vagabundos, yerro (me sonaba mal pero ahí está el presente de indicativo del verbo errar como una reliquia de la lengua para ser usada) con el sol a mi espalda bien leyendo a Khalil Gibran, hoy Derrota
(“Derrota, mi Derrota, mi conocimiento de mí mismo y mi desafío;
por ti sé que aún soy joven y de pies ligeros,
y desdeñoso de los laureles que se marchitan.
Y en ti encontré la soledad,
y la alegría de ser ignorado y despreciado”.), bien siguiendo las añagazas del duque de Lerma o el buen gobierno del conde duque de Olivares. En la segunda, en lugar de La España vacía, opté por el Diario de un peregrino, que había dejado interrumpido desde mi caminata por Portugal.


En La Villa de Don Fadrique me sucedió una cosa tan chunga como divertida. Llamo por teléfono a Caren, su cálida voz hacia pensar en un rostro redondito y en una mirada risueña, la responsable del albergue que me indica una de las webs del Camino y, como quiero buscar un restaurante antes, quedamos para después de la comida. Me indica donde puedo encontrarlo, pero cuando cuelgo nada de lo que me ha dicho coincide con las calles en donde me encuentro. Termino, vuelvo a llamar a Caren y quedamos a las puertas del polideportivo (no hay pueblo sin polideportivo por estos lares). Espero sentado un buen rato en la puerta: ?. Estoy algo mosqueado. Suena el teléfono, es Caren. Me pregunta dónde estoy. En la puerta del polideportivo, le contesto, un gran portalón verde. Silencio. El polideportivo no tiene ningún portalón verde, le oigo decir dubitativa. No tardamos ambos en darnos cuenta de que algo no funciona. Yo estoy en la puerta del polideportivo de La Villa de Don Fadrique y Caren está también en la puerta de un polideportivo, el polideportivo de La Puebla de Don Fadrique. Ambos reímos al reconocer al fin el equívoco. La confusión está en la web, que ha confundido un pueblo de Granada, La Puebla con La Villa, ambos de Don Fadrique. Después me enteraría de que aquí también dan hospedaje al peregrino en el polideportivo, pero a esa hora ya había buscado acomodo en la casa rural de Juan situada en las cercanías de la iglesia.

Juan, el amable hospitalero que atendió las fatigas del peregrino

Son tantos los ofrecimientos de Juan, mi posadero de hoy, que tengo la impresión de que le ha enfadado un tanto mi rusticidad; un peregrino que no necesita calefacción, que no bebe otra agua que la del grifo, que no usa lavadora porque hizo la colada dos días atrás, pero que sin embargo gusta de la luz y una gran ventana en su habitación, a Juan, hombre hospitalario, hospitalario en exceso según mi gusto, le resulta exótico mi comportamiento. No comprende que mi rusticidad ame dormir bajo las estrellas o no necesite de las comodidades corrientes de que disfrutan los clientes de su hospedería. Malgrado me valga, amigo Sancho, que este caballero andante, porque otra cosa no será pero andar anda un montón, bien lo sabes tú, no necesita de otra cosa que un rato de soledad y la paz tranquila de la tarde en que recostar el cansancio de tantas leguas a sus espaldas. Juan tiene unas enormes ganas de hablar y, aunque algunas obligaciones le apremian fuera de casa ahí está charlando y charlando no comprendiendo en absoluto a este raro peregrino al que le traen sin cuidado la compostelana, los sellos de los albergues o las comodidades burguesas que le ofrecen su establecimiento. Juan es de vocación hospitalera y me ha rebajado en más de diez euros el precio de la estancia, amén de ofrecerse a tenerme preparado mañana el desayuno después de las cinco y media.









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