Amor




Planina Dovska Rozca, 23 de junio de 2019.

Via Alpina Sector Morado.  Refugio Aljazev dom v Wratih - Planina Dovska Rozca.


Anoche, estaba viendo la segunda parte de Guerra y paz, la versión de Sergei Bondarchuk de los años sesenta, cuando algo que escuché me hizo parar la película. El príncipe Andrei se había enamorado repentinamente de Natacha y, tras unos días de alocado no vivir al fin obtiene el beneplácito de ambas familias para formalizar el noviazgo. Cuando concedido éste se ve con Natacha y ella da también su sí enamorado, de repente queda sorprendido por el pensamiento de que la pasión ha desaparecido y ésta ha sido sustituida por un sentimiento de protección hacia ella, de la que habrá de cuidar en adelante. Un amor que parecía destinado a ocupar toda su vida, repentinamente, conseguido el consentimiento, se convierte en otra cosa. Mientras bajaba, temprano ya, leyendo Escritos sobre el amor, de Ortega y Gasset, recordé inmediatamente la secuencia anterior. Ortega se refería a dos clases de amor y habla de uno de ellos al que él califica de falso, explica que en él nuestras emociones eróticas no se regulan por el objeto hacia el que van, sino al contrario: que el objeto es elaborado por nuestra apasionada fantasía. Es decir, el enamorado no piensa en sus desvelos en la persona real de la que cree estar enamorado, sino que es su propia imaginación, su deseo, el que ha creado una imagen de la amada que es fácil que no se corresponda con la amada real. “Un amor pleno, afirma Ortega, que haya nacido en la raíz de la persona, no puede verosímilmente morir. Va inserto por siempre en el alma sensible.”

Total, que apago el teléfono y bajo por la cómoda pista que corre junto al río pensando en estas cosas. En el cielo hay una nubosidad variable con grandes manchas de azul, y las montañas, con la cara lavada por la lluvia del día anterior, aparecen briosas y llenas de energía desperezando con el primer sol de la mañana. Su color claro y su aspecto de grandes torreones rodeando la encrucijada en que se encuentra el refugio, me hacen pensar en algunos de los rincones más preciados de las Dolomitas.

Habla Ortega de grandes hombres que han dedicado sus mejores energías a procurar vivir siempre enamorados. Y cita concretamente a Stendhal y Chateaubriand, de los que dice que se tomaban mucho más en serio sus amores que su obra, lo cual, de ser cierto, descubre una faceta de la que generalmente estamos ayunos; acostumbrados como nos tienen a considerar que el poder, la fama o el dinero son los grandes motores que mueven el comportamiento humano, resulta halagüeño que algo que es accesible a cualquier pobre diablo, o diabla, como enamorarse pueda ser piedra angular de nuestros afanes vitales.



Ahora, qué coño le sucede al príncipe Andrei que en el mismo momento en que su amada dice sí, aparece como decepcionado. Montaigne recurría a un ejemplo cinético para ilustrar la actitud del príncipe. Me es imposible recuperar aquí la cita, que él sacaba de un clásico griego, pero venía a decir algo así como que después de conseguida la pieza objeto de la caza el interés del cazador se esfuma. Los ensayos de Montaigne son de las lecturas que más he apreciado siempre, pero en asuntos de amor Montaigne siempre es una incógnita. Sí, apreciaba, y mucho, la amistad, a la que ponía por encima del amor. No obstante entre el amor de Ortega (“Un amor pleno no puede morir, va inserto por siempre en el alma sensible”) y el amor de Montaigne, que se mueve mucho más en el plano de la praxis general, hay elementos sentimentales, biológicos, y geológicos, podríamos añadir, por aquello de la erosión, ante los cuales los baluartes de eternidad que levanta Ortega para su amor pleno, pueden ocultar elementos corrosivos que tarde o temprano den al traste con los cimientos más sólidos.


Una docena de kilómetros terminaron por dejarme en Dovje, el final de la etapa de hoy. El reparto de las etapas sigue criterios de hospedaje, así que no es raro encontrarse esta singular distribución del tiempo por etapa. A partir de aquí no pisaré ningún pueblo en cuatro días, así que tuve que hacer mis cálculos para llevar aquello de lo que no me podía abastecer en los refugios. La guía indicaba 1400 metros de subida y 400 de bajada hasta el próximo refugio; unas siete horas.

Cuando ordené la compra en el macuto enseguida entendí que era demasiado peso para mi gusto. El sendero era una estrecha trocha en el bosque muy de mi devoción. Pese a que el camino me obligaba a tomármelo con calma por su inclinación, al poco de comenzar me enganché a la novela que había empezado ayer. Me la encontré sin más en la estantería de mi app. No tenía ni idea de cómo había llegado allí, ninguna referencia, pero hice caso a mi intuición y la empecé. Se trataba de Gran sertón: Veredas, del brasileño Joao Guimaraes Rosa. Un libro en la línea de la tradición sudamericana con un vocabulario localista y una ausencia de continuidad que recorre la experiencia vivida por el autor “avanzando y retrocediendo por laberínticos derroteros que se van abriendo paso al mismo ritmo que los cascos de los caballos hollando el polvo de las inhóspitas veredas del sertón”. Buena lectura para una cuesta de sudar tinta, vereda no inhóspita como la del sertón brasileño, que tiene la facultad de aliviarme de pensar en el peso que llevo encima. Mañana hace una semana que empecé a caminar y mis piernas ya han comenzado a templarse pese a que el dolor de sus músculos todavía se resiste a abandonarme. Andaba preocupado por el tema del agua en unas montañas que no tenían pinta de que en ellas abundara, pero mil metros de desnivel más arriba me encontré un regato tan a propósito que se me pasó por la cabeza quedarme ya mismo allí. Un poco más arriba había espacio para mi tienda y como empezó a chirimear fue decisión tomada. Eran las dos de la tarde.





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