Valle de Zadnjica. Bajo el el Triglav,
21 de junio de 2019
Via Alpina Sector Morado. Soca
– Valle de Zadnjica.
Como decía David de Esteban no hace
mucho al principio de una larga entrada en FB que hablaba sobre
asuntos sociales, este post es muy largo y sobrepasa los límites de
una crónica de montaña para darse una vuelta por la pedagogía y la
filosofía de la vida, así que no digo abstenerse de leer, pero
aviso…
Me desperté nervioso. Me había
matriculado en la universidad y era el primer día de clase. Los
pasillos estaban vacíos, había llegado tarde y no encontraba a
nadie que me indicara el aula a donde tenía que ir. En un pequeño
papel similar a los tickets que recibes en el supermercado por la
compra, había algo que debían de ser los horarios y las
aulas en que se impartían las diferentes asignaturas. Pero todo
estaba escrito en un idioma extraño para mí, quizás fuera
esloveno. Estaba avergonzado por llegar tarde pero sobre todo porque
me encontraba tremendamente desorientado, sentía una profunda
angustia, algo así como sucede cuando sueñas que vas por la calle y
te has olvidado de ponerte los pantalones, o que vas desnudo. Después
de merodear por unos y otros pasillos al fin entré en una clase en
donde la mayoría de la gente, todos adolescentes, estaban de pie e
iban de acá para allá. Me acerqué a la persona que parecía el
profesor, un hombre con el pelo peinado hacia atrás con aspecto de
José Antonio Primo de Rivera. Se apoyaba de pies en la mesa con
resolución tal que fuera a lanzar un discurso, aunque nadie le
atendía en una situación en que el follón y el trasiego de gente
eran enormes. Después de un rato giró la cabeza, yo esbocé una
disculpa por haber llegado tarde y le tendí el ticket con mi
horario. Lo miró de refilón y me lo volvió a dar sin emitir una
palabra. Mi angustia se hizo mayor. Me sentía metido en uno de esos
cuentos de Kafka en que nada tiene sentido. Había mucho movimiento
por todos los lados pero el silencio era absoluto. Quizás se tratara
de una clase de sordomudos. Salí al pasillo y, nervioso, traté una
vez más de descifrar aquel papel de mis horarios de clase sin
resultado alguno. El pasillo era un largo corredor, triste y gris con
ventanas acristaladas a ambos lados. Al final de él descendía una
escalera. Bajando los escalones empecé a pensar que era mejor que
renunciara a estudiar. Total, me decía, ya soy muy mayor, ¿qué
sentido puede tener hacer una carrera a mi edad? Y en seguida sentía
por adelantado el bienestar de no sufrir aquella angustia que me
oprimía, esa sensación de sentirme idiota, desvalido, ridículo en
un laberinto de pasillos y puertas que parecían no dar a ninguna
parte. Ahí me desperté.
En fin, menos mal, solo era un sueño.
Hice un esfuerzo para salir del agujero en que había estado, me
incorporé y eché un vistazo fuera. No parecía que fuera a llover,
aunque el ambiente era muy húmedo. El río aparecía envuelto en una
delgada neblina suspendida por encima de la corriente.
Hacía un rato que había amanecido
cuando eché a andar. La primera persona con la que me tropecé era
una anciana que, encorvada y con una pequeña guadaña en las manos,
segaba los yerbajos que rodeaban una huerta. Me recordó a la anciana
de La leyenda de Narayama, menuda, reducida por los años a
unos pocos huesos, no parecía estar dispuesta a que la edad la
postrara en un sillón o en la cama. Si hubiera sabido esloveno me
hubiera gustado pararme y charlar con ella. Pero, abuela, le hubiera
dicho, ¿cómo a las seis de la mañana ya trabajando?, con lo bien
que se está a esta hora en la cama… Su expresión era muy
dulce, y en su rostro, blanco como si nunca le hubiera dado el sol,
surgió una leve sonrisa cuando me dio los buenos días. Tenía por
lo menos quince años más que yo y seguro que algo habría aprendido
de ella. Esa expresión adusta y a la vez afable y el modo en cómo
manejaba la guadaña hacía pensar en toda una vida dedicada a las
tareas del campo.
El río, robusto y ruidoso, levantaba
cortinas de niebla en los rápidos. El sendero sorteaba grandes rocas
o deambulaba sin prisa por el bosque. Con tanto ruido a mi lado, de
leer nada, así que, mientras caminaba, traté de sacar punta a un
asunto que se había suscitado días atrás en una reunión familiar.
A Quique, el chico de mi hija Lucía, le debía de haber sabido a
poco nuestra conversación y ayer me había mandado un whatsapp con
alguna apreciación más. Quique, que parece un libro abierto, la
densidad de sus conocimientos podían abrumar a cualquiera, pero dado
que tengo por delante ese tiempo que me he prometido para que este verano sea más sosegado, ese sosiego que busco y que los años van
facilitando cuando me adentro en las montañas, allá voy.
Todo había comenzado a partir del
momento en que a mí me pareció que mi hija estaba asumiendo la
necesidad de, refiriéndose principalmente a las mujeres, limitar
algunos de sus hábitos como pasar por algunos lugares de la ciudad a
determinadas horas de la noche. Quizás después nos fuimos por otros
derroteros, pero ese fue el arranque de la discusión. En una
situación como la de nuestra familia en la que nuestros hijos
viajaban en transporte público solos a los siete años o más tarde
que hacían tres kilómetros de noche por pleno campo invierno o
verano para llegar a nuestra casa; nosotros, que hemos dormido
siempre en cualquier lugar, incluso en jardines de ciudades europeas,
o que en el pueblo en el que yo era maestro mandábamos a nuestro
hijo mayor cuando tenía cuatro años a por la compra algo lejos de
casa (siguiéndole naturalmente a distancia y avisando a la tendera
antes), todo porque estábamos convencidos de que educar a un hijo
en la autonomía era uno de los principios básicos de su educación
como personas. Yo mismo aprendí eso de pequeño, quizás por ello lo
ejercí con tanto convencimiento teniendo la experiencia de haber ido
desde que tenía seis años desde el Alto Extremadura en tranvía y
metro, y a veces andando, hasta los Salesianos de Estrecho
en el otro extremo de Madrid, durante todo el período de mi
escolarización.
Con estos precedentes se entenderá que
cada vez que surge el tema de las posibilidades que
tenemos cada uno en relación con las limitaciones que poco a poco nuestra sociedad nos va imponiendo, sienta hasta cierta
indignación viendo como vamos empobreciendo la autonomía, cómo
vamos dejando que los miedos se nos lleguen a imponer en la vida al punto de
mermar esa hermosa cosa que es nuestra libertad.
En el paso siguiente la discusión
derivó a una más amplia generalización con algún elemento más en
juego y que Quique resumía como la interrelación que se produce
entre la voluntad del individuo y la estructura social como fuerzas que
determinan la vida de una persona. En la discusión intervenían mi
hija Lucía, Mario y Victoria. Mario, Victoria y yo, en ese reparto
de papeles en donde la responsabilidad del individuo estaba en juego,
manteníamos como prioritaria la acción de individuo autónomo que,
pese a las dificultades estructurales de la sociedad, pobreza,
inseguridad, etc., debía asumir motu proprio la
responsabilidad esencial de hacerse un lugar en el mundo. Por su
parte Lucía y Quique ponían sistemáticamente el acento en una
tónica diferente, resaltando la necesidad de corregir esos problemas
estructurales desde estancias sociales y colectivas. Con toda la
razón que debían de tener cuando defendían un cambio de social,
que a mí también me parecía imprescindible sólo que ponía el
mayor peso en el hecho de evitar a toda costa que el individuo sea
objeto pasivo de una sociedad que vele en exceso por él lo que puede
convertirle en un ser poco autónomo, sin contar la fortaleza que se
deriva del hecho de que el individuo “sepa buscarse la vida”; con
toda la razón que pudieran tener, decía, en mi cabeza no dejaban de
estar presentes cierta clase de bienintencionados bastante corrientes
en nuestra sociedad actual que, ejerciendo una especie de
paternalismo, que me atrevería a tachar de estructural, parece uno
encontrárselos a la vuelta de cada esquina predicando por una parte
un cierto conformismo y a la vez haciendo del mundo de los
necesitados y de la gente con problemas el objeto de sus
preocupaciones, lo cual, esto último podría no estar mal si en el
alma de este altruista moderno yo no viera resquicios de ruidosas
contradicciones que acaso pueden encerrar algún tipo de compensación
personal con que curar algún desequilibrio propio.
Y lo siento, pero es que me da tanto
miedo la gente que quiere salvar el mundo, que por fuerza me terminan
alertando mis sensores internos. No estamos en el campo de los
argumentos, lo sé. Yo también querría que todo mejorase, pero mi
intuición me dice que en estos asuntos, y en cualquier otro aspecto
de la vida y la sociedad, mientras los individuos no asumamos
reciamente nuestra responsabilidad, mientras no trabajemos
individualmente por ser buenas personas, la sociedad será un
mercadeo donde a la larga lo bueno o lo malo que tengamos dentro
aflorará dando al traste, sea el asunto un partido político o su
líder, un ecologista, un jefe de empresa, un padre o una madre, con
cualquier proyecto previo.
La tarde se ha ido echando, un té que
me había hecho se ha quedado frío y todavía quisiera ver la
segunda parte de Guerra y paz. Creo que sí añado los
whatsapp que hemos cruzado Quique y yo todavía se pueden
aclarar mucho mejor las cosas, especialmente de la mano de las
palabras de mi docto yerno (es yerno?) Aquí están:
Quique:
“Recordando la conversación del
domingo sobre la voluntad y la estructura como fuerzas que determinan
la vida de una persona me rondaba en la cabeza que mi visión
estructural le debía bastante al Socialismo científico y, voilà, hoy
en El país me topo con esta cita de Marx:
"Los hombres hacen su propia
historia, pero no lo hacen a su libre albedrío, bajo circunstancias
elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que
se encuentra directamente, que existen y han sido legadas por el
pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como
una pesadilla el cerebro de los vivos”.
Parece que es una cita de un Marx
pesimista tras la derrota de la revolución de 1848.”
Alberto:
“Habría que citar aquí el
Evangelio, aquello de Dios oprime pero no ahoga. Quizás era ese
resquicio, el de los no ahogados del todo, el que yo quería
aprovechar para huir de ese bien intencionado favorecedor, como don
Quijote, de todos los desfavorecidos del mundo, y que para mi gusto
son una clase social, algunos, que engendra grandes distorsiones en
el modo de desfacer entuertos.
Son obvias las menores posibilidades de
una clase en relación a otras. Si hubiéramos continuado por ese
camino la conversación creo que nos habríamos aburrido porque todos
estaríamos de acuerdo. De ahí sacar punta a los asuntos,
buena punta en este caso, porque a la larga se planteaba también las
posibilidades que tienen esos desfavorecidos de usar sus facultades
para luchar contra la corriente de su destino.
Aunque Marx nació en el seno de una
clase media acomodada y ello pudo facilitar el desarrollo de su
pensamiento, no creo que fuera totalmente determinante para que éste
hubiera evolucionado de parecida manera.
Demasiada madera para un whatsapp. Los
problemas estructurales son determinantes pero, y aquí es donde yo
quería meter una cuña, las actitudes, el trabajo, el coraje, la
fuerza de voluntad también son decisivos, y a mí me gusta pensar
que la fuerza que nace, debe de nacer, del interior de los
individuos, y que ellos mismos deben fomentar y cuidar es fundamental
para que el resultado sea totalmente legítimo. Probablemente aquí
sería Nietzsche, el que subido en el púlpito de Zaratustra, estaría
abogando por una plena participación del individuo en su propio
crecimiento.
Quizás un día de estos siga dándole
cuerda a este asunto en alguno de mis post.”
Quique:
“Este es un debate que hemos tenido
en otras ocasiones al hablar de la voluntad en la vida y, en lo
esencial, estamos de acuerdo, solo vemos el debate con ópticas
diferenciadas.
A mi me gusta y me identifico más con
la parte del Evangelio que cautivó a los romanos que tenían una
visión despiadada de su vida cotidiana: el bienaventurados los
mansos, el antes pasará un camello por el ojo de una aguja.... o,
sobre todo, el acierto de Cristo al reflexionar que nunca se le podrá
encontrar tras su muerte porque nunca le buscaremos en el sediento,
el hambriento o el sufriente con el que nos cruzamos cada día. Estas
son reflexiones que salen del libro de Carrere, El reino, del
que tuvimos una visión también diferente.
Es evidente que la voluntad, el coraje,
la fuerza individual son determinantes para forjarse un lugar en el
mundo: el Dios ha muerto de Nietzche. Pero por echar leña al fuego se
puede defender que el superhombre de Zaratustra es la resolución
individualista a la pérdida de un lugar común y de unas estructuras
de cuidado que la sociedad provee al individuo, pero puede haber
otras colectivas. La Utopía de Moro ante la afirmación de la
monarquía autoritaria inglesa, el derecho de gentes de Victoria ante
los atropellos contra los indígenas americanos, el imperativo
categórico de Kant, la Declaración Universal de Derechos del Hombre
y el Ciudadano de 1789, los procesos de asunción de la igualdad y la
Soberanía Nacional del XIX, el marxismo y más adelante
el existencialismo francés abordan soluciones colectivas al
desamparo del individuo.
Está claro que todas estas doctrinas
están teñidas de determinismo e incluso de paternalismo, pero creo
que conforman un suelo social estable en el que todos los individuos,
y no solo los mejores adaptados, puedan desarrollar su vida.”
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