Refugio Loserhütter, 14 de julio de
2019.
Via Alpina, tramo Morado.
Llueve… naturalmente. Estoy sentado
frente a una ventana de un refugio en lo alto de una empinada ladera
que cae sobre un valle donde, cuando la niebla se abre un poco, se
ven casitas y verdes cultivos como si lo estuvieras viendo desde un
avión. Lo excepcional de mi situación, un día de descanso obligado
a causa de una persistente lluvia que anega las laderas de la
montañas, y la parecida circunstancia física de cierto invierno al
otro lado de medio siglo, me han colocado frente a otra ventana en
donde un estudiante solitario rodeado de libros preparaba el
exhaustivo programa del antiguo Preu. Aquella ventana daba también a
un valle que frecuentemente se veía envuelto en la niebla y
transformado, por tanto, en un algodonoso lago sobre el que se
alzaban altas montañas. El estudiante levantaba de tanto en tanto
sus ojos del libro de Matemáticas y paseaba su vista largamente por
aquel mundo de nieblas nimbado por un belleza hasta entonces
desconocida para él. Aquel valle recibía el nombre de Valcamónica
y sus aguas eran deudoras de los glaciares del macizo del Adamello,
en la Alta Lombardía. Mirando desde la ventana, a la izquierda,
merodeaba frecuentemente la niebla enredando sus jirones entre
las apuntadas copas de unos cipreses. A veces, en lo días en que el
pueblo aparecía como envuelto en la mortaja de la lluvia, a media
mañana, para dar descanso a sus ojos, tomaba el paraguas y salía a
dar un paseo. Frecuentemente el final del paseo concluía en el
cementerio donde aquellos cipreses que viera desde la ventana,
alentaban pensamientos filosóficos en aquel muchacho. Tenía veinte
años, había dejado un trabajo bien remunerado en un banco y había
emprendido la aventura de ser autónomo y de estudiar. La existencia
sosa y sin porvenir de empleado que había llevado en los cinco años
anteriores había quedado atrás y ahora por delante lo que se le
ofrecía era la vida, cruda, descarnada, toda ella por hacer.
Me place contemplar en retrospectiva
aquellos instantes cuando la vida era sólo una promesa. La lluvia
forma sobre las mesas del exterior pequeños regueros que se hinchan
formando gráciles protuberancias transparentes. Y sin embargo
recuerdo la vida con un punto de cierta inquietud. La mía, que se
desarrolló junto a otras vidas, la de mis padres, mis hijos, mi
pareja. Empecé a leer esta mañana La invención de la soledad, de
Paul Auster, en donde cuenta la historia poco agraciada de su padre.
Historias de familia, hermanos, esposas, vida cotidiana entre las
cuatro paredes del hogar. Algo que vivimos todos los individuos, ese
medio siglo que decía más arriba que hay entre la lluvia de un
lejano invierno y la lluvia de hoy frente a la ventana de un refugio
en los Alpes, pero en la que cuando nos vamos haciendo mayores
deseamos no encontrar rastros que enturbien la percepción que
queremos de nosotros mismos. ¿Cuántas veces comentamos en casa los
errores inadvertidos de los otros, de mi suegra, de mi padre, de
amigos cercanos? Muchas, y sin embargo el miedo, el temor de que
nosotros por un razón u otra tengamos sobre nuestros hombros un peso
similar sin advertirlo, recorre alguna fibra de mi interior en forma
de leve interrogante.
No me hubiera gustado estar en la piel
del padre de Paul Auster, ni tampoco en la del de Philip Roth
(Patrimonio, una historia verdadera), en donde ambos cuentan la
historia de sus padres. No se trata de atender esa necesidad que
tenemos todos los humanos de gozar del aprecio de los demás, es algo
que concierne a nuestra demanda de coherencia, de tener la conciencia
de que nuestros actos están limpios de algo que podamos considerar
impropio de la idea que tenemos de nosotros mismo.
La vida se va cerrando poco a poco
sobre sí misma y es tiempo de tener ajustadas las cuentas, de vivir
tal que si fueran los últimos días. Es un idea que merodea por toda
la filosofía budista y cuyo cumplimiento creo que ayuda a dar
estabilidad al alma, o al sistema nervioso, como se quiera. Escribe
Paul Auster: “Pronto me di cuenta de que mi padre no había hecho
casi ningún preparativo para marcharse”. Se trata incluso de algo
más que eso, de vivir sin que sea necesario hacer ningún
preparativo porque todo está a punto en todo momento para marcharse.
Y para marcharse… de ahí la necesidad de estar en paz con uno
mismo y especialmente con la gente que quieres y te ha acompañado en
gran parte del camino de la vida.
Días atrás recibí las anotaciones
del diario de una amiga que me supera discretamente en edad. Su
entrada comenzaba así: “Querido diario…”, es decir, ese mismo
personaje con el que tan frecuentemente hablaba Antonio Machado, “converso
con el hombre que siempre va conmigo”.
Quizás ese sea el paraíso al que toda
persona de bien debería aspirar, es decir marcharte al otro mundo
con la conciencia de que no has sido un canallita, sino aquello de
Machado de haber sido en el buen sentido de la palabra, bueno. Y si
además te vas como viniste, desnudo como la mar, como para dormirte
definitivamente satisfecho como un pachá.
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