Via Alpina. Tramo Morado.
Augstwiesenalm – Refugio Loserhütte.
Llovió intensamente toda la noche.
Amanece lloviendo. Me duermo esperando que haya una pausa en la
lluvia. Sueño, vuelvo conduciendo de una excursión a Gredos. De un
coche que me precede se han soltado dos grandes bobinas de cables de
metro y medio de diámetro. Me pasan rozando junto al retrovisor, se
pierden en la distancia. El coche que ha perdido las bobinas se aleja
como si nada. Me propongo avisarle, pero cada vez me saca más
distancia. Desisto, pero al cabo del rato encuentro que estoy
conduciendo a ciegas, algo me impide ver y entonces sigo conduciendo
más despacio pero con el coche arrimado al borde de la carretera
para que el contacto de los neumáticos con el borde del asfalto me
guíe en la conducción. Siento un poco de angustia, pero nada más.
Al despertarme lo relaciono con la actuación de Mia Farrow de la
noche anterior. La película de Polanski, La semilla del diablo, me
había dejado el sistema nervioso algo alterado y me costó dormirme.
El último primer plano de Mia Farrow luchando entre lo demoníaco y
su sentido maternal era un interrogante posible sin solución. La
maternidad vencía, la protagonista se integraba en el mundo de los
demonios y asesinos.
A las ocho me despierto. Miro el techo de mi tienda, ese hexágono tan familiar que me sirve de cielo en mis largos internamientos bajo la lluvia, compruebo que no ha entrado agua. Un alivio. Cuando parece que aminora, me incorporo, inspecciono el cielo a través de una rendija de la tienda, esta muy cerrado, grandes nubarrones como tripas de burro cubren el bosque y las laderas de las montañas. Preparo el desayuno. Cuando parece que va a haber una pausa y estoy empezando a recoger, una nueva tromba de agua se desencadena sobre la tienda. Vuelvo a meterme en el saco. Ahora el viento la agita de un lado para otro con fuerza, el agua arma un ruido ensordecedor. Hoy dormí toda la noche con los tapones de cera debido a ese ruido rotundo de la lluvia sobre el techo de tela. Son las nueve. Me estoy empezando a mentalizar sobre la posibilidad de pasar todo el día en la tienda. La fuente, la que me recordara ayer tarde a Juana de Ibarbourou, la tengo al lado. Malo sería que no cesara la lluvia unos minutos para permitirme coger agua.
Mia Farrow entre la maternidad y lo demoníaco |
A las ocho me despierto. Miro el techo de mi tienda, ese hexágono tan familiar que me sirve de cielo en mis largos internamientos bajo la lluvia, compruebo que no ha entrado agua. Un alivio. Cuando parece que aminora, me incorporo, inspecciono el cielo a través de una rendija de la tienda, esta muy cerrado, grandes nubarrones como tripas de burro cubren el bosque y las laderas de las montañas. Preparo el desayuno. Cuando parece que va a haber una pausa y estoy empezando a recoger, una nueva tromba de agua se desencadena sobre la tienda. Vuelvo a meterme en el saco. Ahora el viento la agita de un lado para otro con fuerza, el agua arma un ruido ensordecedor. Hoy dormí toda la noche con los tapones de cera debido a ese ruido rotundo de la lluvia sobre el techo de tela. Son las nueve. Me estoy empezando a mentalizar sobre la posibilidad de pasar todo el día en la tienda. La fuente, la que me recordara ayer tarde a Juana de Ibarbourou, la tengo al lado. Malo sería que no cesara la lluvia unos minutos para permitirme coger agua.
Tiene algo de magnífico esto de vivir
la experiencia de un vendaval cómodamente metido en el saco de
dormir bajo un trozo de tela. Casi me parece un milagro. Hace un par
de años pasé un par de días junto a unos acantilados en la isla de
Formentera esperando a que pasase un temporal. Fue una experiencia
inolvidable, el mar bramando como un monstruo marino que se quisiera
tragar la isla, la tienda dispuesta a volar porque las piquetas no
eran consistentes. Salir en medio de la tormenta a apilar grandes
rocas sobre las piquetas para reforzarlas, mirar brevemente esas
enormes olas estrellándose contra el acantilado ahí mismo y
corriendo volver a meterme en la tienda, ahora aliviado al ver que
ésta resistía. Y la lluvia torrencial horas y horas. Y yo, motivado
por la circunstancia, escribiendo un post tras otro, recordando otras
tormentas y viejas lecturas de aventuras leídas durante toda la
vida. Si experimentar la vida es una de las mejores cosas que tenemos
a nuestro alcance, la experiencia ésta de la soledad en los Alpes
aguijoneada por el temporal creo que es una de las más grandiosas.
Tiempo de silencio interior y meditación, de valorar aquello que es
importante en la vida y lo que no, valoración vivencial, nada de
razonamientos más o menos edulcorados.
La emoción me embarga por dentro. Si
se me rompe esta tienda volvería a comprar otra igual, aunque
tuviera que hacerle algunas reformas. Mi tienda y yo, especialmente
en estas circunstancias, somos como la Santísima Trinidad, sólo que
dos en uno y no tres. No es exagerada la simbiosis y cercanía que se
pueden alcanzar dentro de este útero. Útero y bebé en formación
recogido sobre sí mismo y arrebujado en el líquido amniótico en el
interior del temporal.
Hago tiempo, me afeito. Me compré
antes de salir de casa una maquinilla de afeitar del tamaño de una
tarjeta bancaria que uso con el gusto de un juguete descubierto en el
escaparate de una vieja juguetería. La carga mi batería dual y es
el primer objeto con el que me relaciono nada más despertarme.
Alargo el brazo todavía encogido en el saco y en unos minutos ya
tengo medio aseo concluido; el resto lo hacen esas toallitas húmedas
que son también un buen invento cuando escasea el agua.
No sé qué hacer, paró un poco pero
el cielo está uniformemente oscuro. Las diez.
Los senderos son riachuelos, los prados
esponjas plenas de agua en donde se hunden las botas hasta la caña.
La niebla campea más arriba pero pronto me engullirá a mí y a todo
el paisaje de alrededor. Unos extensos prados terminan en un embudo
rocoso por donde debo ascender. De repente un ruido aparatoso. Miro
al frente y a pocos metros veo caer un árbol de medianas
dimensiones. Durante unos segundos caen también algunos cascotes y
rocas sueltas. Miro hacia arriba, la pendiente es muy inclinada,
obligadamente tengo que pasar por la línea de caída del árbol. Mi
vista está fija en lo alto mientras aligero mi paso. Llueve fuerte
desde el mismo momento en que terminé de recoger la tienda. La
niebla ya se ha hecho del lugar. La lluvia fuerza mi atención sobre
las rocas que a veces forman largas llambrías estriadas. Veo un
collado a lo lejos después de unos fuertes resaltes, pero no es mi
camino que, de repente empieza a trepar por una ladera muy inclinada
en donde tengo que recurrir a las manos para progresar. El sendero
cruza a lo bravo por una ladera poco accesible. El chaparrón hoy no
va a dar tregua. Mis pies son ya una bañera. El sendero tropieza
ahora con un muro insalvable, sigue una delgada vereda y
posteriormente una pared que es cruzada convenientemente por un cable
de acero. Se trata de una travesía que asciende oblicuamente
salvando pequeños resaltes rocosos en ocasiones obstruidos por esos
pinos raquíticos, no más altos de metro y medio, con los que me
vengo encontrando en lo últimos días. Algunas veces asciendo
agarrándome a sus ramas como último recurso. Esto es como subir a
ciegas. Adivino un entorno muy agreste con un gran precipicio a mis
pies. El agua chorrea por las rocas formando de tanto en tanto
pequeñas cascadas que encauzan su agua en lo estrecho del sendero.
Cuando el despeñadero pierde inclinación me encuentro con un largo
nevero que baja como un couloir por el medio de una canal. Llego al
final y sigo la delgada línea del sendero que cruza un prado, pero
noto enseguida que las señales han desaparecido. El gps está
programado para que me avise cuando me separo ochenta metros de la
ruta, pero aquí ochenta metros pueden ser una barbaridad. Saco el
teléfono por el escote de la capa pero la pantalla está cubierta de
agua y no responde a mis dedos. Llueve intensamente. Tardo un rato en
secar algo la pantalla. Cuando funciona muestra una ubicación fuera
de ruta. Tengo que retroceder hasta encontrar de nuevo las señales.
Sí, unos minutos después las encuentro haciendo un giro a la
izquierda que no había visto.
Estoy mojado, pero a gusto, incluso
disfruto de este entorno transformado de repente en uno de esos
cuarenta días y cuarenta noches de navegación del Arca de Noé. Me
pregunto si tendrán algo para secar la ropa y las botas en el
próximo refugio. En pocos sitios lo hacen. Si no logro secar todo
esto, pienso, no sé qué voy hacer. Apenas me quedan dos o tres
prendas secas. La tienda también está empapada. Y si el tiempo
sigue así, ¿qué? Imposible continuar algún día más en estas
condiciones. ¿Encontrar un hotel, un refugio en donde esperar que
amaine? Ahora el terreno se ha humanizado, pero el sendero es un río
y aunque voy poniendo los pies en los lados no siempre puedo evitar
meter las botas en ese riachuelo. Lleva un día y medio lloviendo
fuerte y sin parar: ¡lógico!, cómo va a estar si no el monte. El
pequeño altillo que localicé ayer para la tienda fue como encontrar
una aguja en un pajar. Hoy habría sido imposible encontrar un sitio.
Me encuentro con unas pequeñas casas
de madera y media hora más tarde cruzo bajo una cascada proveniente
de un lago a la derecha que me indica la cercanía del refugio
Loserhütte. Es de nuevo mi encuentro con la civilización. Una
carretera llega hasta él y hay incluso un autocar aparcado enfrente.
Dentro hay un ambiente de fiesta. Hombres ataviados con el traje
típico de la región, pantalón corto de pana, chaleco rústico;
cabezas tocadas con el sombrero de las fiestas alpinas. Nadie en el
servicio habla otra cosa que alemán, pero no importa, son
gentiles. Enseguida me llevan a un lugar donde puedo poner a secar
mis cosas. Lo que sigue es como la terminación de los cuentos de
final feliz.
Ahora, con casi todo mi equipo seco,
hecha la colada, contestado el correo, miro fuera la niebla pegada a
la ladera. A ratos se descubre un poco el monte y, abajo, en lo
profundo, lejos, se ven casas, acaso un pueblo. Pero sí, todavía
llueve. Ahora también el viento, que azota a ráfagas la ladera, y
que se deja oír ululante desde el confort de mi habitación.
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