Llueve, llueve, llueve…



  
Refugio Loserhütte, 13 de julio de 2019.

Via Alpina. Tramo Morado. Augstwiesenalm – Refugio Loserhütte. 


Llovió intensamente toda la noche. Amanece lloviendo. Me duermo esperando que haya una pausa en la lluvia. Sueño, vuelvo conduciendo de una excursión a Gredos. De un coche que me precede se han soltado dos grandes bobinas de cables de metro y medio de diámetro. Me pasan rozando junto al retrovisor, se pierden en la distancia. El coche que ha perdido las bobinas se aleja como si nada. Me propongo avisarle, pero cada vez me saca más distancia. Desisto, pero al cabo del rato encuentro que estoy conduciendo a ciegas, algo me impide ver y entonces sigo conduciendo más despacio pero con el coche arrimado al borde de la carretera para que el contacto de los neumáticos con el borde del asfalto me guíe en la conducción. Siento un poco de angustia, pero nada más. Al despertarme lo relaciono con la actuación de Mia Farrow de la noche anterior. La película de Polanski, La semilla del diablo, me había dejado el sistema nervioso algo alterado y me costó dormirme. El último primer plano de Mia Farrow luchando entre lo demoníaco y su sentido maternal era un interrogante posible sin solución. La maternidad vencía, la protagonista se integraba en el mundo de los demonios y asesinos.


Mia Farrow entre la maternidad y lo demoníaco

A las ocho me despierto. Miro el techo de mi tienda, ese hexágono tan familiar que me sirve de cielo en mis largos internamientos bajo la lluvia, compruebo que no ha entrado agua. Un alivio. Cuando parece que aminora, me incorporo, inspecciono el cielo a través de una rendija de la tienda, esta muy cerrado, grandes nubarrones como tripas de burro cubren el bosque y las laderas de las montañas. Preparo el desayuno. Cuando parece que va a haber una pausa y estoy empezando a recoger, una nueva tromba de agua se desencadena sobre la tienda. Vuelvo a meterme en el saco. Ahora el viento la agita de un lado para otro con fuerza, el agua arma un ruido ensordecedor. Hoy dormí toda la noche con los tapones de cera debido a ese ruido rotundo de la lluvia sobre el techo de tela. Son las nueve. Me estoy empezando a mentalizar sobre la posibilidad de pasar todo el día en la tienda. La fuente, la que me recordara ayer tarde a Juana de Ibarbourou, la tengo al lado. Malo sería que no cesara la lluvia unos minutos para permitirme coger agua.

Tiene algo de magnífico esto de vivir la experiencia de un vendaval cómodamente metido en el saco de dormir bajo un trozo de tela. Casi me parece un milagro. Hace un par de años pasé un par de días junto a unos acantilados en la isla de Formentera esperando a que pasase un temporal. Fue una experiencia inolvidable, el mar bramando como un monstruo marino que se quisiera tragar la isla, la tienda dispuesta a volar porque las piquetas no eran consistentes. Salir en medio de la tormenta a apilar grandes rocas sobre las piquetas para reforzarlas, mirar brevemente esas enormes olas estrellándose contra el acantilado ahí mismo y corriendo volver a meterme en la tienda, ahora aliviado al ver que ésta resistía. Y la lluvia torrencial horas y horas. Y yo, motivado por la circunstancia, escribiendo un post tras otro, recordando otras tormentas y viejas lecturas de aventuras leídas durante toda la vida. Si experimentar la vida es una de las mejores cosas que tenemos a nuestro alcance, la experiencia ésta de la soledad en los Alpes aguijoneada por el temporal creo que es una de las más grandiosas. Tiempo de silencio interior y meditación, de valorar aquello que es importante en la vida y lo que no, valoración vivencial, nada de razonamientos más o menos edulcorados.


La emoción me embarga por dentro. Si se me rompe esta tienda volvería a comprar otra igual, aunque tuviera que hacerle algunas reformas. Mi tienda y yo, especialmente en estas circunstancias, somos como la Santísima Trinidad, sólo que dos en uno y no tres. No es exagerada la simbiosis y cercanía que se pueden alcanzar dentro de este útero. Útero y bebé en formación recogido sobre sí mismo y arrebujado en el líquido amniótico en el interior del temporal.

Hago tiempo, me afeito. Me compré antes de salir de casa una maquinilla de afeitar del tamaño de una tarjeta bancaria que uso con el gusto de un juguete descubierto en el escaparate de una vieja juguetería. La carga mi batería dual y es el primer objeto con el que me relaciono nada más despertarme. Alargo el brazo todavía encogido en el saco y en unos minutos ya tengo medio aseo concluido; el resto lo hacen esas toallitas húmedas que son también un buen invento cuando escasea el agua.

No sé qué hacer, paró un poco pero el cielo está uniformemente oscuro. Las diez.


Los senderos son riachuelos, los prados esponjas plenas de agua en donde se hunden las botas hasta la caña. La niebla campea más arriba pero pronto me engullirá a mí y a todo el paisaje de alrededor. Unos extensos prados terminan en un embudo rocoso por donde debo ascender. De repente un ruido aparatoso. Miro al frente y a pocos metros veo caer un árbol de medianas dimensiones. Durante unos segundos caen también algunos cascotes y rocas sueltas. Miro hacia arriba, la pendiente es muy inclinada, obligadamente tengo que pasar por la línea de caída del árbol. Mi vista está fija en lo alto mientras aligero mi paso. Llueve fuerte desde el mismo momento en que terminé de recoger la tienda. La niebla ya se ha hecho del lugar. La lluvia fuerza mi atención sobre las rocas que a veces forman largas llambrías estriadas. Veo un collado a lo lejos después de unos fuertes resaltes, pero no es mi camino que, de repente empieza a trepar por una ladera muy inclinada en donde tengo que recurrir a las manos para progresar. El sendero cruza a lo bravo por una ladera poco accesible. El chaparrón hoy no va a dar tregua. Mis pies son ya una bañera. El sendero tropieza ahora con un muro insalvable, sigue una delgada vereda y posteriormente una pared que es cruzada convenientemente por un cable de acero. Se trata de una travesía que asciende oblicuamente salvando pequeños resaltes rocosos en ocasiones obstruidos por esos pinos raquíticos, no más altos de metro y medio, con los que me vengo encontrando en lo últimos días. Algunas veces asciendo agarrándome a sus ramas como último recurso. Esto es como subir a ciegas. Adivino un entorno muy agreste con un gran precipicio a mis pies. El agua chorrea por las rocas formando de tanto en tanto pequeñas cascadas que encauzan su agua en lo estrecho del sendero. Cuando el despeñadero pierde inclinación me encuentro con un largo nevero que baja como un couloir por el medio de una canal. Llego al final y sigo la delgada línea del sendero que cruza un prado, pero noto enseguida que las señales han desaparecido. El gps está programado para que me avise cuando me separo ochenta metros de la ruta, pero aquí ochenta metros pueden ser una barbaridad. Saco el teléfono por el escote de la capa pero la pantalla está cubierta de agua y no responde a mis dedos. Llueve intensamente. Tardo un rato en secar algo la pantalla. Cuando funciona muestra una ubicación fuera de ruta. Tengo que retroceder hasta encontrar de nuevo las señales. Sí, unos minutos después las encuentro haciendo un giro a la izquierda que no había visto.

Estoy mojado, pero a gusto, incluso disfruto de este entorno transformado de repente en uno de esos cuarenta días y cuarenta noches de navegación del Arca de Noé. Me pregunto si tendrán algo para secar la ropa y las botas en el próximo refugio. En pocos sitios lo hacen. Si no logro secar todo esto, pienso, no sé qué voy hacer. Apenas me quedan dos o tres prendas secas. La tienda también está empapada. Y si el tiempo sigue así, ¿qué? Imposible continuar algún día más en estas condiciones. ¿Encontrar un hotel, un refugio en donde esperar que amaine? Ahora el terreno se ha humanizado, pero el sendero es un río y aunque voy poniendo los pies en los lados no siempre puedo evitar meter las botas en ese riachuelo. Lleva un día y medio lloviendo fuerte y sin parar: ¡lógico!, cómo va a estar si no el monte. El pequeño altillo que localicé ayer para la tienda fue como encontrar una aguja en un pajar. Hoy habría sido imposible encontrar un sitio.


Me encuentro con unas pequeñas casas de madera y media hora más tarde cruzo bajo una cascada proveniente de un lago a la derecha que me indica la cercanía del refugio Loserhütte. Es de nuevo mi encuentro con la civilización. Una carretera llega hasta él y hay incluso un autocar aparcado enfrente. Dentro hay un ambiente de fiesta. Hombres ataviados con el traje típico de la región, pantalón corto de pana, chaleco rústico; cabezas tocadas con el sombrero de las fiestas alpinas. Nadie en el servicio habla otra cosa que alemán, pero no importa, son gentiles. Enseguida me llevan a un lugar donde puedo poner a secar mis cosas. Lo que sigue es como la terminación de los cuentos de final feliz.

Ahora, con casi todo mi equipo seco, hecha la colada, contestado el correo, miro fuera la niebla pegada a la ladera. A ratos se descubre un poco el monte y, abajo, en lo profundo, lejos, se ven casas, acaso un pueblo. Pero sí, todavía llueve. Ahora también el viento, que azota a ráfagas la ladera, y que se deja oír ululante desde el confort de mi habitación.





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