Los caminos que se bifurcan



  
Augstwiesenalm, 12 de julio de 2019.

Via Alpina. Tramo Morado. Refugio Pühringer – Augstwiesenalm


Día a día me voy sintiendo cada vez más despegado del mundo de más allá de estas montañas, de una realidad que no sea esta de las lluvias, las nieblas, las largas caminatas. Me voy pareciendo al carpintero de mi cuento de ayer. Un asunto un poco duro del que esta mañana a punto estuve de escabullirme. Había llovido toda la noche y por la mañana el aspecto de las montañas era del todo menos amable. Las nubes bajas cortaban las laderas sumiendo las cumbres en una penumbra oscura que preludiaba lluvia durante todo el día. Miré los mapas y me acogí al seguro confort de descender a la civilización y caminar por ella, aunque esta civilización fuera de asfalto, hasta alcanzar el ramal de la Vía Alpina más adelante. Sí, lejos de la inseguridad de los caminos de altura, de la incertidumbre en que a veces te deja la niebla por mucho que en el teléfono la línea del track cruce de por medio la pantalla. Y me despedí de Alberto y sus compañeros, toda la pandilla del servicio del refugio que me habían tratado con una exquisita cordialidad, y salí a la intemperie. Fuera había un grupo equipado para el agua hasta las cejas, guantes, gorro de lana, pluma, chubasquero. Di los buenos días y tomé el camino opuesto al de ellos. Pero me jodía aquella determinación por la que me había decantado a primera hora. Tanto hablar de las nieblas y las lluvias como regeneradoras de una voluntad decidida y ahora, ante la posibilidad de llegar hasta aquellas nubes que cubrían el monte de enfrente y caminar en su algodonoso interior, me echaba atrás, me alejaba de ese mundo que vengo interiorizando más y más convirtiéndolo en mi modus vivendi más esencial y… ¡bah!. Había un kilómetro y medio hasta la bifurcación, un paseo entre las hondonadas de terreno kárstico. Cuando había hecho la mitad del camino ya había vuelto a cambiar de planes. Anunciaba lluvia y tormenta pero era lo mismo, en la bifurcación dejé a un lado el camino del valle y tomé la senda que me llevaba montaña arriba, de nuevo hacia los neveros, la niebla y la lluvia.


Quizás fue esta decisión la que hizo que me sintiera definitivamente más integrado en este mundo asalvajado y a su vez más lejos de la civilización. Contribuía a ello el hecho de que llevara dos días sin cobertura alguna. Mi chica ayer tuvo que esperar sin éxito que el caminante la felicitara por su cumpleaños. Y a lo que parece tendrá todavía que esperar un día más porque un aire de cobertura que vino se esfumó a lo pocos minutos y sólo dio para decirle que estaba vivo y que todo bien, y plas, comunicación concluida.

Mis expectativas para hoy se centran en encontrar un lugar con agua a mano y en la posibilidad de poder secar algo mis botas que hacen agua por todos los lados.

Estas montañas no son espectaculares, grandes picachos o atrevidas cumbres, pero, como todos los paisajes kársticos, tienen gracia infinita, valles que no son valles, grandes hondonadas sin salida, lagos cuyas abundantes aguas desaparecen por un agujero produciendo un rumor cavernícola de cascada engullida por una sima, prados de un verde intenso que alegran la blancura acanalada de la roca, un sendero que atraviesa por este mundo durante horas como un extraño en una tierra que pareciera no haber sido tocada por el hombre, tal es la sensación de soledad que me produce esta larga travesía en donde es imposible avanzar en línea recta sino que más bien, de parecida manera a lo que sucede cuando se camina por un glaciar, es obligado dar vueltas y más vueltas para sortear las acanaladuras de las rocas, las pequeñas simas, el corte afilado de las rocas o los lomos de burro bellamente erosionados a veces como para una exposición, pero que se interponen en mi camino cada dos por tres.


Las nubes seguían ahí arrastrándose por las faldas de la montaña de mi izquierda, inofensivas y más como materia estética que otra cosa. A las once me permití un descanso. Comí algo, no mucho pensando que no estaba ya lejos  del Albert-Appel-Haus, un refugio donde tenía pensado detenerme un rato. Desde allí el terreno se hizo menos agreste y el sendero fue perdiendo altura. Cayó un pequeño chaparrón y a punto estuve de parar, pero era un lugar muy umbrío y seguía pensando en el agua, en mi té de la tarde, en mis sopas de tomate. Necesitaba hidratarme, así que resistí hasta encontrar la fuente que había localizado en mi mapa.

Ya está liada. Había llegado junto a la fuente y enseguida me dispuse a poner la tienda mientras recordaba, a propósito de ésta, los versos de Juana de Ibarbourou que ya encontraron algunas veces su lugar en mis blogs cuando tropecé con alguna fuente:

No me lleves, si muero, al camposanto
a flor de tierra abre mi fosa, junto al riente
alboroto divino de alguna pajarera
junto a la encantada charla de alguna fuente.


Pero no había tiempo para versos, pies para qué os quiero. Tuve el tiempo justo para mojarme levemente y disponer todo para volver a asistir inmediatamente al mayor espectáculo del mundo. La tormenta azota ahora con ganas mi tienda. Mi confianza en ella se ha incrementado con el paso de los días y ahora sólo puedo temer que la condensación deje caer alguna gota en el interior.

Hoy he sido previsor y en el último refugio que he pasado me he apropiado debidamente de un rollo de papel higiénico que me va a servir para secar algo las botas. Los calcetines cuelgan de un mosquetón en el techo de la tienda, de otro el chaleco y en el vestíbulo extendí mi equipo de agua. Quizás mañana esté todo seco con un poco de suerte.

Y pasa la tormenta y sale un poco el sol y abro la ventana de mi tienda y es agradable contemplar las montañas y el bosque desde el confort de mi colchón de aire. Apenas son las cinco, tiempo del té y las pastas. Ayer comencé a ver La semilla del diablo, de Polanski, una copia realmente buena y espero con ganas que oscurezca algo para finalizarla. La versatilidad del mundo Polanski es excepcional. Todo lo que he visto últimamente de él me ha encantado. Hace días La fiesta de los vampiros, con su desenfadado humor, antes El cuchillo en el agua, que me descubrió a Jolanta Umecka. Para esta noche me espera una faceta distinta de Polanski, quizás la más conocida de su obra, aquella que hace moverse a sus personajes entre los insólito y lo demoníaco, como es el caso de La semilla del diablo.

Y llueve y llueve… mucho más que en la Soria de Machado.








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