Mi última jornada en Dolomitas


Refugio Passo di Valles, 8 de agosto de 2019. 

Alta Vía Dolomitas 2. Refugio Pedrotti– Refugio Passo di Valles. 


Final de tarde junto a un río después de una jornada que me había dejado exhausto. Terminación también de mi periplo dolomítico. La Alta Vía de las Dolomitas ha quedado atrás, otro proyecto cumplido que pasará a formar parte del baúl de los recuerdos, ese arsenal que poco a poco se va llenando y en donde en el futuro podré hurgar a la búsqueda de lo que van siendo mis raíces, porque así lo siento cada vez que me echo al monte o a los caminos. Mi ser, como un árbol que poco a poco se va acercando al final de su ciclo vital, pero que sin embargo sigue echando raíces que se alimentan de las montañas y los bosques, o como hoy de enormes despeñaderos en donde el caminante casi deja las piernas en el rigor del descenso; mi ser, como un árbol, decía, cada vez que incorpora, todavía, un pedazo de vida intensa a sus células, siente que está construyendo de alguna manera un hermoso puente hacia la nada. Todos esos robustos árboles que hoy jalonaban el valle, yertos sobre el cauce seco del torrente, que crecieron alimentados por sus múltiples raíces y que ahora tornaron a la nada fosilizada pero que fueron, robustos y orgullosos, sin ningún ánimo de trascender, eso, un pedazo de vida. Lo que escribió Flaubert en alguna parte: “¡Ah! El viaje, esa cura de humildad en la que te das cuenta del diminuto lugar que ocupas en el mundo”.

Un día más que amanece, benditos sean los elementos, con un cielo que hace propicia mi jornada. Muchos, muchos cables salvando aéreos pasajes que en caso de mal tiempo yo no me habría atrevido a pasar. No me imagino en absoluto escalando por estas vías ferratas en uno como tantos días que pasé caminando bajo la lluvia. Y por cierto, nos sólo los cables o las ferratas, tampoco muchos de los caminos que los ingenieros del CAI diseñan por estas montañas me habría atrevido a caminarlos, a veces estrechas veredas que sortean abismos y en donde hay que andar con todos los sentidos puestos en el lugar en que vas a poner los pies.


El largo descenso desde el refugio Roseta es una bella y segura construcción que zigzaguea en una empinadísima pendiente que se hunde en el fondo oscuro  del valle mil metros de desnivel más abajo. Es la ruta que baja a San Martín de Castroza y es la que seguirán los compañeros mallorquines que terminaron aquí su recorrido. El mío toma un valle lateral que miro con cierta circunspección cuando veo las paredes que tiene que atravesar. Pero hace sol y el camino es consistente lo que me hace pensar que más arriba cuando la cosa se ponga difícil habrá equipamiento para superarlo. Lo que sucede efectivamente. Una larguísima pasarela de acero cruza por entero una pared que cae a plomo sobre el sendero que lleva al paso de Balị. En la travesía me cruzo con tres parejas. Maniobras delicadas para efectuar el cruce porque no existe traza de camino ni repisas consistentes. En estas travesías recaen sobre tus manos todo el peso de la aventura. En cierto momento noto que me aferro al cable con excesiva fuerza, el vacío es total. Intento relajarme y disfrutar de la situación y después de un rato lo consigo. Mi confianza va en aumento. Noto que ayer, quizás por el hecho de que iba acompañado por los mallorquines, tenía una tensión menor encima. La soledad te hace vivir con más plenitud el momento, pero necesita también en estos parajes de un hábito que me falta y que más tarde, en la escalada de la segunda forcella, el Passo delle Lade, donde no encontraré a nadie, ya la noto por la seguridad con que me veo subir. A los italianos en general se les ve como quien está en su casa. En algún momento me cruzo con un señor bastante mayor en algún paso delicado. Me lo imagino toda la vida recorriendo éstas montañas con que lo que para mí tiene un cierto tinte extraordinario para él puede ser lo que es el camino Smith para nosotros. 

Desde la forcella el nuevo paisaje vuelve ser de atrevidas paredes donde la imaginación puede trazar decena de rutas. La niebla va y viene como un adorno por las aristas y el fondovalle. Abajo a no más de media hora se ve el refugio Pradidali . He desayunado medio bocadillo de jamón y un strudel, que no está mal, pero llegar al segundo refugio me va a llevar cuatro o cinco horas. En el refugio no me ofrecen nada caliente, más bocadillos, que no quiero. Así que me marcho sólo con un trozo tarta y un café con leche, cosa que lamentaré más tarde porque en el macuto sólo me queda un trozo de pan. 


Los juegos de la niebla entre las paredes y los picos serán una constante durante la mañana que da para tomar alguna buena fotografía. Desde el mismo refugio la cumbre más bella resulta tener un aspecto muy parecido al Naranjo de Bulnes desde el oeste. En mi ascensión hacia el Passo delle Lede no resistiré la tentación de fotografiar reiteradamente las cumbres que dejo atrás en todo momento cotejadas por volátiles y algodonosas masas de niebla que esconden las cimas, las insinúan y en otro momento, como si del teatro se tratara, descubren totalmente el lugar de la escena. Mientras tanto el sendero ha dejado atrás el valle y sus pedreras y se ha encaramado hasta unos farallones donde al principio no acierto a ver la continuación hasta que descubro una señal rojiblanca que me lleva al comienzo de lo que será una larga ascensión por sucesivas terrazas prácticamente todas superadas con la ayuda de cables de acero. Unos pasos muy aéreos en algún lugar, algunos peldaños de hierro… Me vuelvo un momento para saborear el espectáculo. Ha desaparecido el Naranjo de Bulnes y ahora lo que tengo de frente es una serrada e imponente crestería. 

Al otro lado del Passo delle Lede la niebla es mucho más espesa. Es el comienzo de un larguísimo descenso de más de mil metros por un terreno accidentado y de mucha pendiente que alterna pedreras, terrazas y parajes delicados. A mitad del descenso mis piernas se resienten del golpeteo constante sobre la rótula. Me siento cansado y tengo que doblar la atención. Mis problemas con la rodilla, una condropatía que arrastro de hace años me hizo desistir el pasado año en esta misma ruta a la altura del paso Cereda. Perdí la confianza en mis piernas entonces y busqué otras montañas menos empeñativas para mis rodillas. Hoy recordaba una ascensión por las montañas chinas de Huangshan Mountain con Victoria en una situación similar. 


Allí fue peor porque el descenso, que era de más de mil metros y muy brusco, se hacía en todo momento con escalones. Los chinos, excesivamente originales ellos, habían llenado todas aquellas montañas de peldaños como si se tratara de una vivienda de infinitos pisos. Fue terrible. La reiteración de un movimiento igual durante mil metros de desnivel hizo que al día siguiente casi fuéramos incapaces de caminar. 

Al llegar al fondo del valle había dos posibilidades, subir al refugio Treviso, doscientos metros de desnivel más arriba o rodear el macizo por el valle de Canali. Elegí esto último. No había comido apenas durante todo el día y me encontraba exhausto. 


Unos kilómetros más allá puse a punto mi apetito en la malga Canali. Poco más abajo había servicio de autobús. Necesitaba lavarme y hacer la colada para incorporarme a la civilización y en el valle por el que bajé el río estaba seco, así que me fui a buscar habitación a un albergue próximo. No había disponibilidad, estaba completo. Me mandaron a un hotel más arriba en el valle. Resultó que según subía hacia el hotel empecé a oír ruido de agua. Otro valle confluía más arriba y por éste bajaba un caudaloso riachuelo. No es que tenga aversión a los hoteles, pero prefiero con mucho mi pequeña tienda. No me fue difícil encontrar un lugar discreto junto al agua. 

Todavía no sé hacia qué parte de Europa o a qué montañas dirigiré mis paso a partir de mañana. Veremos. 
















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