Picos de Europa, el retorno a las fuentes de la emoción




Junto al refugio Cabaña Verónica, 21 de agosto de 2019 

Picos de Europa. Anillo de los Tres Macizos. Cordiñanes – Refugio Collado Jermoso – Refugio Cabaña Verónica. 


Noche en el puerto de Pandetrave. Suena el despertador. La hora canónica, las seis de la mañana. El mundo duerme a mi alrededor, la cordal de los Picos del Friero ocupa oscura sobre el negro de la noche el ventanal de mi chozacar. Despacio, recojo, ordeno la furgoneta y me tomo el consabido tazón de muesli con la demora de quien tiene todo el día para desayunar o cepillarse los dientes. Unos minutos después, envuelto en el ronroneo de la furgo desciendo despacio por la carretera como si fuera caminando hacia Posada de Valdeón, stop, giro a la derecha, en el cielo se encienden las primeras luces. Hace treinta años que no tomo este tramo de carretera hacia Cordiñanes. ¿Una salida con mis hijos y Victoria? Es posible. La visión temprana de los Picos me impone un poco. Nada más dejar el coche en el aparcamiento de Cordiñanes ya me desorienta la dirección que toma el camino. ¿Por dónde coño me va a llevar esto, me pregunto viendo los paredones sobre los que parece se va a estrellar el sendero? Sí, por ahí mismo. Sí, no me equivoco, es que estamos en Picos de Europa, y entonces me vuelvo a preguntar si esos treinta años que llevo sin asomar la cabeza por Picos no tendrá que ver con eso, con que Picos me impone, me desasosiega acaso un poco. Sus senderos aéreos, las trepadas múltiples por aquí y por allá, sus canales impresionantes, esa sensación de soledad que se siente en este inmenso desierto de rocas. Me parece que yo no conocía el porqué pero mi cuerpo sí que lo debía de saber. Hoy, charlando, mientras Sara y yo buscábamos los puntos rojos o los hitos del “sendero”, de otros asuntos, ella que caminaba sola hablaba de un temor que no era la verticalidad ni los lobos, sino los hombres, sí, esos sapiens que todavía andan como recién bajados de los árboles y que pueden crear problemas a las mujeres solitarias, yo dirigía mis palabras a no rehuir ese gusto de caminar solo que tan interesante es y tanto gozo proporciona y la animaba a enfrentar la cosa con humor, sin perder, por supuesto, el sentido de la realidad. Bueno, pues mientras argumentaba en relación a su temor, yo no perdía de vista los mis propios, hoy, y tenía muy presente la exposición considerable que supone subir a la canal de Asotín y la última canal que sale bajo el mismo refugio de Collado Jermoso. Y recordaba naturalmente mi última travesía por Dolomitas y encontraba que lo que hacía estaba en concordancia con las sugerencias que le mencionaba a Sara en relación al temor que ciertos machos carpetovetónicos le pueden producir. De hecho ya había tenido uno de esos tropiezos dos días atrás más abajo de Cabaña Verónica. ¡Dios, santo, que todavía haya “hombres” así en el mundo?!


Sí, enseguida vuelvo a la canal de Asotín, pero voy a terminar antes con Sara. Yo me estaba tomando una cerveza charlando con Mateo y Valeria, dos compañeros italianos con los que compartía mesa, y la observé unos metros más allá sola. Me llamó la atención. Cuando tuve oportunidad se lo pregunté, sí, iba sola, era de Chicago. Le pregunté si le gustaba caminar sola, dijo que sí, pero hizo un gesto ambiguo que debía de encerrar alguna incógnita. ¿Temor a los lobos, bromee, a los peligros del camino? No llegó a contestar. Luego nos encontraríamos de nuevo camino de Cabaña Verónica y entonces quiso aclararme lo que había dejado sin respuesta en Collado Jermoso. Temor de género. Lo creo muy poco probable en nuestras montañas, acaso en Estados Unidos las cosas son diferentes, pero aún así pensar que los hombres seamos como género un posible temor para las mujeres que quieren viajar o caminar por la montañas solas es un lastre que como hombre puede llegar a avergonzarme. De hecho, cuando ella en Collado Jermoso no contestó a mi broma de su posible temor a los lobos, si me abstuve de continuar con la conversación fue porque noté cierta reticencia en ella  que probablemente derivaba de la misma raíz del temor del que hablábamos. 

Tuvimos una tan interesante conversación durante el camino, mientras buscábamos los hitos o las señales, que en algún momento me hizo sonreír la situación. Quien conozca el camino más allá de Las Colladinas, entre Collada Ancha y Cabaña Verónica, tan complicado como atravesar un gran glaciar lleno de grietas, comprenderá que la cosa no da para hablar de literatura, cine o para glosar la figura de don Quijote, una de las razones de que Sara lleve un trienio por España, y sin embargo así era. Contaba de un abuelo de origen gaditano cuya biblioteca estaba compuesta por dos únicos libros: La Biblia y El Quijote, hecho que la debió de llevar a tener una buena relación con Cervantes. 

Con Sara junto al refugio Cabaña Verónica

Una anécdota cortó nuestra conversación. Habíamos avistado su tienda, colocada cerca de ese hermoso iglú de refulgente plata, que es el refugio de Cabaña Verónica, y al poco rato vimos que había dos personas que “rodaban” como una pelota su tienda, que además tenía su macuto dentro con todas sus cosas. ??. Era difícil de entender aquello. Ella apresuró el paso entre las grietas del glaciar. Cuando llegué junto a la tienda le grité: ¿todo bien? Sí, contestó. No tardamos en descubrir el misterio, nos lo explicaron Nacho y Adara, una pareja de Madrid que tenía su tienda colocada un poco más allá. Había habido un accidente cerca del refugio, una mujer que se había hecho una herida importante en la cabeza en una caída, y el helicóptero había venido a por ella. La ventolera del helicóptero había sido la culpable, había volado su tienda. Si la tienda no hubiera tenido el peso del macuto como lastre quizás Sara habría tenido que ir a buscarla al otro lado del Atlántico :). 

Bueno, el caso es que hoy, además de ser el empedernido solitario de siempre me propuse ser también un tío muy sociable, bueno, en realidad no me propuse nada, salió así, que a uno le encanta, pese a esa manía de la soledad, charlar con unos o con otros y pegar la hebra allí donde se tercie. Y así ya en lo prados de Asotín con los dos primeros madrileños que me encontré departimos sobre tres o cuatro asuntos, entre ellos ese de la masificación que va a terminar por convertir el mundo en una infinita sala de espera. Dentro de veinte años un amigo podrá llamarte por teléfono para darte la grata noticia de que le habían concedido para un día de marzo del año por venir un pase para subir a Peñalara. Que nadie se ría, que la situación llegará. Y cuando todos los chinos puedan viajar como cualquier europeo, podremos ver Las Meninas del Prado solicitando día y hora con cuatro o cinco años de antelación. Ellos iban para el Llambrión.

Adara, Nacho y su perra Zara haciendo calentamientos junto al refugio

Según les veía alejarse sopesé la idea de subir yo también al Llambrión, que había dejado a medias, como se deja a medias una conversación interesante, una tarde de treinta años atrás mientras la ascendía con mis hijos y Victoria porque habíamos perdido las señales a última hora y se nos hizo de noche. Recuerdo aquella noche como una de las más fantásticas que he vivido nunca. Me jode mucho que mis hijos no se acuerden de ella. Una de las noches más maravillosas de tu vida debería ser una de las noches más maravillosas de las vidas de ellos también y, sin embargo, no creo que se acuerden de ella. Mañana cuando tenga cobertura les mandaré un whatsapp para que me lo confirmen. Bueno, pues llegamos en medio de la oscuridad, serían la una o las dos de la madrugada, a un pequeño prado y, después de las fatigas no exentas de temores del largo descenso en la oscuridad, cuando al fin pudimos respirar en sitio seguro, entonces, sí, entonces, hice la cosa más sencilla del mundo, alcé los ojos al cielo y quede totalmente arrobado por la emoción ante la visión de un cielo estrellado que nunca, nunca había contemplado tan bello, tan brillante, tan negro, tan conmovedor. El grito de mi alma, de mi pequeñez, de la grandeza y belleza del mundo que contemplaban mis ojos debió de quedar represado en mi ánimo durante más de treinta años porque lo recuerdo intensamente como si fuera ayer mismo. 

Estaba en que pensé subir al Llambrión, pero mientras ascendía la canal del arroyo Congosto, una empinada trepada que me pilló a traición porque yo esperaba un caminito como el que lleva de Griñon a mi casa, se me quitaron las ganas. Verme allá trepando, y algo mosqueado, buscando las señales blanquiamarillas por una encerrada y empinadísima  canal me gustaba a medias. Por una parte alimentaba eso que yo hablaría después con Sara, es decir que uno no debe renunciar a lo que le gusta porque ande por allí el lobo de cierto miedo, sino que… claro, según, cómo, etc. Pero bueno, tomo nota, de momento siempre está ahí Carlos Soria para dar ejemplo y ayudar a poner las íes donde haga falta. 


La verdad es que en el refugio Collado Jermoso se respiraba un ambiente tal de camaradería que hasta un muy tímido se habría visto contando su vida a cualquiera de los visitantes del lugar. Con Mateo y Valeria, que son italianos afincados en Valencia y que celebraban su primer año de casados con esta gira, anduvimos por Cabo de Gata, las Dolomitas y alguna que otra ferrata; con un grupo de madrileños celebramos nuestra afición por la cerveza y las montañas; con dos mujeres de Cabezón de la Sal compartí las bondades de la condromalacia de rótula y sus exitosos ejercicios, amén de un irrenunciable amor de toda la vida por los Picos. 

Con Mateo y Valeria en el refugio Collado Jermoso

Sí, inútil hablar de este entrañable reencuentro con Picos, a los que debería incluir en mi agenda con cierta frecuencia. 

Junto al refugio de Cabaña Verónica la gente estaba igualmente maravillosamente comunicativa, incluido Yago, el cuidador y responsable de este excelente metro cuadrado de refugio. ¿Yago?, ¿Conoces al Yago, de Shakespeare?, le pregunté con sorna enseguida. En realidad Yago no se parecía en nada al otro Yago, el nefando urdidor de intrigas de Otelo. Es un tipo de lo más cordial y comunicativo. Hicimos corro alrededor de una cerveza todos: Adara y Nacho, su perra Zara, Yago, Sara y un servidor. 

Yago, gestor del refugio Cabaña Verónica

Es tarde y todavía tengo que prepararme la cena en este pequeño nido junto a Cabaña Verónica. Un gran manto de estrellas cubre el cielo. 





Sara con los Horcados Rojos al fondo













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