Vivac bajo la Morra de Lechugales


Collada Valdominguero, 22 de agosto de 2019 

Picos de Europa. Anillo de los Tres Macizos. Cabaña Verónica – Áliva -  Vegas del Toro – Collada Valdominguero. 


A esta hora hoy mi cuerpo me pide que le deje en paz, en paz, ¿me oyes? Sí, le oigo, no es que esté enfadado es que a última hora le he metido un tute desproporcionado y se queja, pide clemencia. Nada más llegar al collado de Valdominguero, bueno, una portilla un poco más al sur, daba señales de tal desvalimiento que inmediatamente tuve que prepararle un Sopistán, que no le bastó, y tuve que darle un buena ración de agua, que tampoco parecía decirle mucho, así que recurrí a un té con pastas, y después a unos fideos chinos. No, a mi cuerpo le ha pillado de sorpresa todo esto, el canalón de Jidiella es mucho canalón para subirlo como colofón de una larga jornada. En las Vegas del Toro paré junto a la fuente con la intención de quedarme allí, a la vera del arroyo del río Duje. Estuve un buen rato a la sombra de una de las bordas. No eran todavía las dos y después de un tiempo me pareció que no me hacía el lugar, una pista frecuentada, un ostentoso cartel de prohibido acampar. Definitivamente dormir en las alturas en un lugar solitario donde pudiera contemplar el crepúsculo y el amanecer me atraía mucho más. Nada, recogí, me calcé y eché un peso suplementario de tres kilos de agua a mi equipaje. Mil metros de desnivel y en mis mapas ningún camino, sólo disponía del track que había bajado de Wikiloc. En la descripción se hablaba de un paso delicado en el tramo final servido con una cuerda, que después resultó ser una cadena. La cuerda, enrollada como una cobra en el fondo del vestido de un fakir, yacía junto al extremo superior de la cadena como jubilado forzado al que han exonerado de sus tareas laborales contra su voluntad. Alguien, el voluntarioso samaritano que puso la cadena la había concedido la gracia de seguir contemplando al borde del precipicio a los raros caminantes que frecuentan este desafiante canalón que proporciona paso para la ascensión a la Morra de Lechugales desde el valle de la Lomba del Toro que une el Cable con Sotres. 

El caso, sí, es que me metí en aquel canalón y lo llevé muy bien hasta algo más de los dos tercios, hasta el preciso momento en que el camino desapareció y fue obligado deambular de un lado para otro buscando un rastro. Pero es que este canalón, que parece un hijo nacido a destiempo y no deseado no mereció la gracia de los hitos ni de los puntitos rojos, ni las señales blanquirrojas o blanquiamarillas, nadie se acordó de él que no fuera el samaritano que colocó una cadena para superar el paso clave en las cercanías del collado. Así que cuando perdí todo rastro del sendero me vi como en los mejores tiempos subiendo por donde Dios me dio a entender, es decir encaramado de piernas y manos a unos cuantos resaltes. A todo esto la pendiente se había puesto, como era de esperar, de patas. Aquello de andar trepando así con el peso que llevaba terminó desquiciando a mi cuerpo que resiste bien pero que cuando la cosa se pone tan fina y hay que utilizar las manos el cansancio le arrebola el hígado y las pulsaciones se le ponen a ciento y mucho. Bueno, ya está bien de canalón.



Entre el refugio hotel de Áliva y las Vegas del Toro, con una pista un tanto aburrida ya me cupo volver a mis tiempos de lectura, algo que últimamente en Dolomitas y ahora en Picos, dejó de ser habitual porque la tajada mayor de mi atención se la tenía que dedicar a las delicadezas del camino. Se comprenderá que es imposible seguir las intrigas y los pormenores de una novela, y menos todavía los sesudos asuntos filosóficos, cuando el sendero hace la corte a un respetable vacío o cuando es necesario andar continuamente a la búsqueda de los hitos en un desierto de piedra continuamente jalonado por grietas u hoyos infranqueables. Hoy me cupo la suerte de volver a las páginas de uno de los maestros indiscutibles de la lengua castellana; se trataba de Alejo Carpentier, en su novela El reino de este mundo, un relato en torno a los tiempos de la independencia de Haití a caballo entre los siglos XVIII y XIX. Cuando elegí el libro me fue indistinto el argumento, mi intención era volver a paladear la apretada y brillante prosa de Alejo Carpentier.
Nada más empezar tuve la sensación de que la cocina y los ingredientes en que se envolvía la historia de Haití tenían un cocinero muy próximo en la figura de Álvaro Cunqueiro. Descubrir a Álvaro Cunqueiro en un escrito de Alejo Carpentier, que antes no habría sido capaz de relacionar, fue una grata sorpresa. Quizás tenga que ver con esa afición de Cunqueiro de recrear momentos históricos con una peculiar prosa que siempre sorprende por la minuciosidad con que ahonda en la terminología de ambientes, usos, aparatos o circunstancias particulares de la época, cosa en la que Alejo Carpentier se muestra igualmente como un gran maestro que nos sirve la complejidad de un mundo ido con la profundidad y el sabor que tiene el perfume de una época donde todavía lo mágico persiste como un apreciado ingrediente que no abandona la literatura latinoamericana y que con tanto gusto disfrutamos. 



Y antes de Áliva, hoy mi crónica imita el andar de los cangrejos, fue amanecer en el corralillo de piedras por encima del cual el sol anaranjaba las cumbres de enfrente. Era día de no tener prisa, así que desayuné despacio. Sara, que pensaba salir a las siete de la mañana rumbo al Jou de los Cabrones, ya había recogido su tienda, pero estaba desaparecida. Llegó cuando estaba preparándome para marchar. Se había dado una vuelta por el refugio y había estado de charla con Yago, me dijo. Yo también pasé a despedirme de él, después de desear un bonito día a Sara.

Empezar el día caminando con una ligera cuesta abajo por medio resultó ser muy agradable. Pasé bajo los Horcados Rojos recordando otros tiempos, mi primera salida a Picos, el Jou de los Boches, una ascensión al Naranjo con un vivac en su cumbre, viejos amigos que reaparecían uno tras otro mientras me acercaba a Áliva y el sendero se iba haciendo muy concurrido en las cercanías del Cable.

Mi tentempié lo tomé al sol en el refugio de Áliva junto a numerosos caminantes, ciclistas o simples turistas. Aquello parecía el Retiro una mañana de domingo. 












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