Del Kangchenjunga, las féminas y una obra de Miguel Delibes.






El Chorrillo, 26 de septiembre de 2019

Lo primero que me llamó la atención nada más echarme a la calle y abandonar la estación de Atocha... ah, tantos meses sin pisar las calles de una ciudad, tanto tiempo perdido por las montañas discretamente lejos del mundo civilizado... fue la afluencia de mujeres que por ellas transitaban, sus movimientos de cadera, sus traseros, su fácil y encantador modo de sonreír, la liviandad de su andar; era como si toda la sensualidad que pueda esconder la montaña bajo su tosco aliño indumentario ;-) hubiera anulado durante los meses últimos el perfume que la mujer va dejando en este mundo donde Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza y a la mujer eterno anhelo del hombre. La montaña, aún desde su seráfica atracción, siempre quedó falta de ese ingenio que Yavhé, alguna vez habría de acertar, demostró al crear tras sus días de inspiración su obra genial: un hombre y una mujer. La montaña, diosa que alimenta el mundo desde las altura de sus glaciares, padre y madre a la vez según la leyenda nepalí, que hace del mundo que rodea al Kangchenjunga la cuna de la existencia de este mundo, nunca llegó a la altura de Yavhé cuando acertó a  crear a la mujer. De ahí que los amantes de las montañas al no poder permanecer eternamente en éstas adorando sus nieves y el perfume umbroso de los bosques, tengamos que descender de tanto en tanto de las alturas para encontrarnos con ese otro ser primigenio que alumbra y engalana la Creación y hace que la montaña y Dios se complementen en su labor creadora haciendo, como asegura Nives Meroi en No te haré esperar (Tres veces en el Kangchenjunga), de dos seres, hombre y mujer, la unión de dos soledades en pareja hacia la cima (Siamo due solitudini unite in coppia verso la cima). Sé que corro el peligro de mezclar churras con merinas con esta última afirmación, pero valga la misma para apuntar, en broma o por serio, a ese universal que hace que a un hombre que espera en plena calle la hora para una sesión de teatro se le vayan los ojos y la imaginación hacia ese perfume que dejan las féminas en su tránsito por el paseo del Prado.



Decía que fue lo primero que llamó mi atención, tanto que, pese a que llevaba en la mano el libro de Kurt Diemberger, K2 El nudo infinito, que había comenzado días atrás y que pretendía continuar leyendo en un banco junto al Jardín Botánico mientras esperaba la hora del teatro, tanto que ni siquiera me dio tiempo de abrir el libro abstraído como estaba en mirar a todas las féminas con las que me cruzaba. Así que para no aparecer un descarado y mirar a mi gusto, me senté a la sombra de unos plátanos en pleno paseo del Prado y me dediqué a lo propio. Una gordita con cara de porcelana atrajo enseguida mi atención. ¡Níveos valles y montañas!, invocaba yo desde mi interior viendo pasar a una frágil y bella descendiente de Eva, ¿habéis visto qué seres tan adorables caminan por estos extraños senderos de asfalto y cemento? Y nosotros, que siempre creímos que no había bien más grande y bello que vuestras laderas y las esbeltez de las cumbres o la belleza de un cielo estrellado contemplado en la soledad de un collado o la majestad de las tormentas llenando la atmósfera de música inefable, hete aquí que descendidos de las montañas como quien baja del Sinaí con las Tablas de la Ley, caemos sobre la ciudad como quien aterriza sobre el paraíso. Así que nada de Diemberger, ni de K2 ni de Hermann Buhl. Pasé una hora deliciosa entre el infinito del deseo y la gracia de la pura contemplación… Hasta que se presentó Victoria que, ajena al hechizo en el que estaba sumido, dijo un breve ¿vamos?, que me obligó a levantarme. Nos dimos un beso, le pregunté qué tal había ido la sesión con el fisio y despacito y cogidos de la mano nos dirigimos al teatro Bellas Artes.



Lo que siguió también tenía cierto carácter de excepcionalidad. Por una parte la extraordinaria actuación de José Sacristán, Señora de rojo sobre fondo gris, un crítico asegura en el contexto de esta obra que José Sacristán hace del teatro algo sublime, que me parece algo exagerado pero que apunta a lo excepcional de su trabajo solitario, y por otra por el hondo tratamiento que se da al tema de esa clase de amor que un hombre y una mujer mantienen a lo largo de décadas al punto de hacerte sentir que de algún modo ambos forman una especie de realidad única en la que como las raíces de dos árboles próximos, los actos y los sentimientos, se entrelazan para formar una complementaria unidad existencial. “Con su sola presencia aligeraba mi pesadumbre de vivir”, afirma reiteradamente Nicolás, el personaje que representa Sacristán. Eran los años difíciles en que Franco todavía usaba de la represión y la tortura en las cárceles del país y su hija y su yerno habían sido detenidos. Nicolás es pintor y su mujer, Ana, cuando éste descendía del taller para acostarse le preguntaba: ¿Ha descendido el ángel? A veces descendía, pero durante largas temporadas estaba ausente y entonces los lienzos permanecían en blanco y los pinceles arrinconados. Su esposa es el alma del hogar amenazado por las ramificaciones de la dictadura de aquellos años. Ana contrae un cáncer en alguna parte del cerebro, fallece y la obra es un continuo flash back por donde pasan los recuerdos y los sentimientos de cinco décadas de vida juntos. Parece que Ana está inspirada en la esposa de Miguel Delibes a la que precisamente éste llamaba “mi equilibrio”. Miro con escepticismo esa "pesadumbre de vivir" que acaso transmite el alma de Delibes a su obra, pero bueno, no es algo que hubiera observado en otras novelas suyas, pese a la época que le tocó vivir.

Es difícil dejar de reflexionar sobre la propia realidad de pareja cuando Nicolás, en un monólogo al que uno tiene la sensación de asistir como voyeur a través del ojo de una cerradura, tal es su realismo y la identificación de actor con el personaje, nos va poniendo punto por punto en una secuencia de situaciones por las que inevitablemente pasa la vida de una pareja en los tiempos de la dictadura. Para Nicolás y Ana, a diferencia del encuentro de Nives Meroi y Romano Benet, que la primera define como la unión de dos soledades en pareja hacia la cima, Nicolás y Ana aparecen como dos soledades hacia el encuentro uno del otro en la que el arte de él y el esquivar el dolor de los tiempos que les ha tocado vivir son los protagonistas. El teatro, el cine o la literatura, cierto teatro, cierto cine, etc., puede atraernos por mera diversión, por el gozo que estas artes proporcionan, pero muy especialmente es fácil que apreciemos como un valor muy importante la capacidad que el teatro, el cine o la literatura tienen para hacernos reflexionar y contextualizar nuestras propias vidas en relación a nuestra experiencia, un acto que nos obliga sin lugar a dudas a ver y a analizar en nuestra realidad, quizás, algunas otras verdades que, vistas con otros ojos nos ayudan a conformar nuestra propia existencia.


A la salida del teatro, y camino de los servicios, me tropecé con una pareja de antiguos compañeros de trabajo en el colegio, probablemente una pareja con los que podríamos haber compartido aficiones comunes como el arte, la música o la poesía, pero sucedió entonces que chocamos por algo, hubo desavenencias y la cordialidad común se rompió. De aquello probablemente hace un cuarto de siglo. Hoy nos ignoramos, pasamos unos frente a otros con la indiferencia de quien pasa junto a un muro. Mientras hacía uso del servicio me sentí esbozar una sonrisa irónica. Dos chimpancés probablemente habrían hecho lo mismo. Sin embargo dos bonobos no, éstos, que son más sociales y conciliadores probablemente habrían dejado en el olvido sus viejas riñas y unos minutos después del encuentro se habrían acicalado unos a otros.

A última hora, ya paseando camino de la estación de Atocha, empezaba a sentirme un madrileño más en medio de esa pequeña multitud que bajaba hacia Cibeles. Las mujeres habían bajado de su poético pedestal para transformarse en un elemento más de la humanidad que discurría por la calle, la muerte había visitado el hogar de un pintor en el escenario del Bellas Artes y José Sacristán había dado vida a esa entrañable corriente de afecto o amor que corre por la vida de las personas que han vivido cuarenta, cincuenta años juntas y que han tenido hijos y compartido sus vidas; y ahora, nosotros, como una pareja más del escenario urbano, pobladores de este mundo efímero, pero a la vez tan lleno complejas y atractivas realidades, cogidos de la mano bajo la noche madrileña, paseábamos camino de casa.







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