En La Mesa de los Tres Reyes

Las Agujas de Ansabere al amanecer desde las cabañas de Ansabere


Collado de Linza, 4 de septiembre de 2019 

Pirineos. En la Senda Camille, más o menos. Cabañas de Ansabere – Mesa de los Tres Reyes – Collado de Linza. 


Esta mañana era el gozo de sentir que las piernas me llevaban a mí y a mi supermacuto con una inusitada y tranquila fuerza. Había salido de las Cabañas de Ansabere un tanto mosca porque el pastor la tarde anterior había puesto pegas a que subiera por ahí, que era mejor por aquí y por allá, me dijo, cuando mi mapa me decía otras cosas. Una línea morada en el mapa que llevo es un T3, que no suele presentar dificultades especiales. El track me llevaba además directamente al col d'Esquestes, paso previo para alcanzar la cima de La Mesa de los Tres Reyes. El sendero, que atravesaba primero un pequeño bosque, subía después sin miramientos primero por prados en donde se perdía el camino, y después por una gran pedrera en donde no era difícil encontrar el rastro del sendero. Al final de la pedrera la cosa se complicó algo porque aumentó la pendiente y había que hacer pequeños escalones a base de patadas en la fina gravilla, pero no fue más de un centenar de metros. Fue cuando superé este trozo, cerca ya del col, que sentí por dentro el gusto de ese placer que corre por el cuerpo cuando notas que tus fuerzas están en consonancia con el propósito que has elegido para vivir esa parte de un día del mes de septiembre. Quizás llevaba subidos setecientos metros de desnivel, las cabañas quedaban remotamente lejos a mi pies y las bellas agujas de Ansabere las empezaba a ver por debajo de mí cuando fui consciente de que no había parado un solo segundo y que sentía mi cuerpo tan a gusto en ese movimiento de uuuuno, doooos, uuuuuno, dooooos, sin fatiga, haciendo sin más su trabajo como un metrónomo que no tuviera otro objeto que el de alzar una pierna, cargar todo el peso sobre ella, alzar la otra… me encanta esa sensación que se desprende del lento ritmo de mis piernas sobre una pendiente respetable. La satisfacción que surgía de la constatación de mi propia fuerza creo que no habría sido igual si hubiera ido acompañado. Ir solo hace que tus sentidos, que están pendientes de tus movimientos y sensaciones, sean mucho más dúctiles, estén más sensibilizados para recibir las sutiles variaciones que se producen en tu cuerpo, tus músculos o tu alma, si se quiere. Las sensaciones suben a la tu cabeza como el humo por el tiro de una chimenea, cálidas, agradecidas de que las alimentes con estos delicados placeres que se desprenden de tu cuerpo, del hecho de estar en un paraje agreste y encantador, de la calidez de una mañana de sol. 

Cuando empecé a sentir estas cosas, consideré también mi edad, la satisfacción que me proporciona el que pueda seguir subiendo montañas como ésta que ya había ascendido cuarenta años atrás con mi paciente chica (paciente, sí, a ver si más abajo me acuerdo de explicar ese adjetivo) con un esfuerzo similar al de hoy, ni más ni menos. Si cuarenta años después puedo volver a esta montaña, en esta ocasión con quince kilos más a la espalda, acaso todavía soy capaz de hacerlo en lo quince años siguientes… ese pensamiento esperanzador cruzó por mi cabeza alcanzando el col d’Esquestes. Ese pensamiento y también  el recuerdo de Carlos Soria. Me preguntaba que si yo a los setenta y un años era capaz de sacarle tanto placer y satisfacción a una misérrima ascensión pirenaica, cómo habría de ser la satisfacción de Carlos a los ochenta años subiendo un ocho mil. Todavía recuerdo un vídeo suyo que vi en una ocasión hablando, casi gritando, a su madre, con la emoción temblándole en la garganta, en la cumbre de uno de sus numerosos ochomiles: “¡mamá, estoy aquí, en la cumbre del Manaslú” (creo que esa era la cumbre). ¡Qué hombre tan grande! ¡Qué hermoso ejemplo para todos los que nos vamos haciendo mayores!: una lección de vida sin igual. 

A Carlos, que sé que lee este blog en alguna ocasión, le estoy muy agradecido por el empuje que supone para mí y otros en parecidas circunstancias, ese arrojo, ese seguir poniéndose las montañas por montera minimizando estos dichosos años que se nos van echando encima irremediablemente. A veces sueño con seguir caminando a su edad los senderos y las montañas que recorro ahora.



Es casi final de tarde y escribo metido en el saco en mi tienda, que instalé en las cercanías del collado de Linza a una hora del refugio. Hacía sol, pero ahora la niebla lo vuelve a cubrir todo. Hace un viento respetable que agita la tienda doblándola como un velero en mitad de una tormenta. No se ve ni pijo y me parecía estar en medio de la nada, pero… de repente tengo visita. Empezaron a sonar los cencerros y esto se convirtió en un interminable desfile de ovejas. Cientos, muchos cientos y además éstas no necesitan gps ni mapas, van todas derechitas como si se dirigieran al bar más próximo a tomarse una cerveza en un día de sofocante calor. Las últimas corren que pierden el culo ante el miedo de quedarse solitas en medio de esta nube. Parece como si fueran a comprar el último modelo de iphone a punto de salir al mercado. Con una pequeña rendija de la tienda abierta espero  inútilmente al pastor. Subiendo hacia el collado había encontrado a una oveja con una cría que debía de tener días. No viendo absolutamente a  nadie, ni pastor ni otras ovejas, supuse que estaba perdida y me había propuesto avisar en el refugio. Vano empeño el mío. La madre, ante la imposibilidad de que su pequeño recién nacido hiciera el camino de ramoneo diario del rebaño, había optado, lista ella, por no abandonar a su bebé. 



Estaba subiendo a La Mesa de los Tres Reyes… El último tramo lo hice con dos franceses que habían subido por otra vertiente desde Lascun. Era un buen punto de observación sobre las montañas de los alrededores, especialmente el Anie, ahí, al alcance de la mano. Enseguida llegó una pareja de enamorados, al menos ella sí estaba enamorada; se le notaba en los ojos, así, como los personajes del Greco mirando desde su baja estatura a su chico como si éste fuera la aparición de la virgen de Lourdes a la pastorcilla de turno. 

Me acordé de los amigos catalanes con los que había pegado la hebra en el refugio de Arlet y que hoy llegarían al de Linza. Habría sido agradable pasar una tarde de charla frente a un par de cervezas. No se encuentra a gente interesante todos los días… pero me atraía una tarde solitaria en mi tienda. El único problema era el agua. Encendí el teléfono y me puse a rastrear el mapa a la búsqueda de una fuente. Y la encontré, estaba en una desviación del camino del refugio, fuente de la Solana, ese era su nombre. Pero cuando llegué allí, decepción, la fuente se había secado y el abrevadero próximo yacía vacío como una casa abandonada desde siglos atrás. Fue por ahí que me encontré a la mamá oveja y su bebé. La mamá estaba tan preocupada por su pequeño que se dejó fotografiar sin dar la acostumbrada espantada. Iba a seguir mi camino sin más cuando pensé, yo qué sé, que acaso podía mirar más arriba. Salí del camino y me interné por un vallecillo arriba donde aparecían pequeñas manchas de un verde más oscuro. Todo estaba muy seco, pero seguí subiendo y subiendo hasta que los angelitos del cielo premiaron mi constancia. En una pequeña oquedad encontré una tubería de polietileno de la que manaba un pequeño hilo de agua: ¡eureka! Tardé un cuarto de hora en llenar mis cantimploras. Lo siguiente fue encontrar un lugar para mi tienda en un collado próximo al de Linza.





Ah, por cierto, la idea de subir a la Mesa de los Tres Reyes se la debo a Ramón Portilla que recientemente posteó en fb su ascensión como uno de sus últimos "techos" del país que le quedan por subir. Gracias, Ramón, por esa idea que atrapé en tu fb y que me sugirió desviarme de la Senda Camille por el Ibón de Acherito y cabañas de Ansabere para alcanzar La Mesa.
















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