Cumbre de Peñalara, 4
de octubre de 2019
Esta noche, oyendo la séptima de Beethoven, me pasa
fugazmente por la cabeza la cumbre de Peñalara. Estoy con el tercer movimiento.
Nada en esta música que sugiera la paz de una noche bajo las estrellas allá
arriba. Desde mi ventana veo el llano cuajado de luces de pueblos que huyen
hacia el horizonte. No se me hace difícil imaginar un paisaje similar desde
cualquier cumbre de Guadarrama. El silencio de la noche, el cielo intensamente
cuajado de estrellas y acaso, como un susurro, una música más apacible que la
de hoy, Bach probablemente. Y me sonrío
pensando en aquello que escribió Cioran de que si Dios
existiera tendría que estar eternamente agradecido a Bach. Llevo un tiempo que
no estoy muy de música, pero se me antoja ahora que algo así como el Magnificat
allá arriba, solo…
Un día más tarde. Son las ocho de la tarde. He
llegado a la cumbre de Peñalara hace un rato. El sólo empezaba a pintarse de
caramelo a la derecha de la Mujer Muerta. Enseguida los valles se cubrieron de
esa delgada bruma que hacen las delicias del fotógrafo cuando éste trata con el
zoom de aplastar los distintos planos de un fondo cubierto de montañas. Se
forma entonces un degradado de colores cálidos que, partiendo de los primeros
planos más densos y oscuros van desvaneciéndose hacia el horizonte ganando en
luz y en color hasta explotar sobre un horizonte de fuego que adquiere
parecidas tonalidades a las que se producen alrededor de una llama. Fiesta
espléndida que como canta Franco Batiato debería invitarnos a diario a recogernos
frente al crepúsculo. Oración, canto a la magnífica belleza de este mundo,
susurro venido de la entrañas de la tierra, caricia para los ojos y el alma.
Hoy, mientras subía la larga loma desde Dos Hermanas he comprendido que sería
una bonita cosa subir cada semana a dormir en una cumbre o un collado de
nuestra sierra. Pero enseguida se me iban los pensamientos al frío que está por
venir. Con los años me he hecho un friolero y ahora me impone respeto la nieve
y el frío y me acobarda la idea de dormir en invierno en estos sitios. Y claro,
para darme ánimos tiro de los recuerdos de cuando dormíamos sobre la nieve al
principio de la Apretura cada fin de semana cuando subíamos al Galayar, de los vivacs en Gredos con aquel primer saco
miserable en el que era tiritar y castañeo de dientes toda la noche. Hacerse
mayor podría transformarse en un reto, me digo, volver a hacer lo que hacías de
muy joven se convierte en un apetecible deseo para el que todavía no estoy
preparado; tampoco será para tanto, embutido en un buen saco de dormir, me
susurro. Y solo. ¿Y si se levanta uno de esos vientos con los que conviví este
verano en Alpes o Pirineos… o viene el lobo y me come? Vamos, que los dedos se
me hacen huéspedes, que me da cierto canguelo pensarme en una de estas cumbres
en invierno.
De momento lo cierto es que la cosa está cuajando.
La cumbre de Peñalara está ya cerca, sólo queda el último repecho. Me paro a
considerar el tema intentando atraparlo como si fuera una bella mariposa
perseguida por un entomólogo a punto de completar con ese atractivo ejemplar su
colección de coleópteros. Tener un proyecto, un reto en mente agita mis neuronas. Ya las veo asomarse de tanto en tanto por los intersticios de mi
cuerpo a recabar noticias sobre… oye, tú, ¿qué pasa con esa idea de seguir
durmiendo en invierno por las alturas? Y yo haciéndome el sordo como quien no va
con uno la cosa, pero a la vez recordando aquella terrible circunstancia de
Kurt Diemberger y sus compañeros durante seis o siete días en medio de una
tormenta en el K2 a ocho mil metros y pese a todo este hombre durmiendo en
calzoncillos. Yo que, por aquello de más vale humo que escarcha, me acuesto
forrado hasta las cejas, aunque después, es cierto, siempre termine cociéndome
durante la noche.
Ahora un cuarto de luna sobrevuela por encima de la
almenara de mi vivac, uno muy chulo y amplio que me protege del viento a pocos
metros de la cumbre. Ayer me había hecho a la idea de probar escuchar cierta
música en este privilegiado balcón sobre el llamo segoviano. Pongo en funcionamiento la música. Bach, Cantata
131.
Desde lo profundo clamo
a ti, Señor.
Señor, oye mi voz,
estén tus oídos
atentos a la voz de mi súplica.
La voz del tenor instila en mi ánimo una suerte de
sentimiento paralelo en el que el Señor no es otra cosa que este mundo
silencioso que me rodea, la luna, las estrellas, esta soledad, la débil silueta
de la Cuerda Larga enfrente, las montañas sumidas en el sueño. Un dios, la
Naturaleza y sus infinitas encarnaciones, que nos conforta, nos alumbra,
acompaña nuestros sueños, llena nuestros sentidos de su belleza o sobrecoge nuestro ánimo bajo el estruendo de
la tormenta; dios humilde, afable que tanto trae huracanes como una brisa
cargada de tomillo o romero, pero dios que no admite súplicas porque ante él
nadie estará nunca de hinojos.
La constelación de Águila ocupa mi atención justo
frente a mis ojos mientras escucho el Magníficat. Sí, mejor que haya
existido Dios durante un par de milenios, lo justo para poder desembarazarnos
de él después de que tantas maravillas hayan sido creadas por su motivo. Si bien
es cierto que el hombre inventó a Dios no es menos de cierto que por él tenemos
esta maravillosa música; música, pintura, arquitectura, literatura que
dignifican nuestra animalidad y le da profundidad, todo eso que hizo al hombre
de hoy tras descender éste de los árboles. ¿De qué servirían las estrellas y
todo este espléndido mundo sin la conciencia que sustenta su admiración y su
disfrute? Es una reacción elemental recurrir a un ser que creó montes, ríos,
animales y personas, pero es mucho más hermosa la otra realidad, la de que el
hombre se hizo a sí mismo a lo largo de milenios conjugando sus esfuerzos, su
curiosidad y una cada vez mayor capacidad para profundizar en la realidad y en
su condición de hombre.
La idea de una mujer que engendró a Dios, una
especie de dios, Jesús, también resulta atractiva para un pensamiento
agnóstico. El hombre, que tantas cosas creó, incluido a sí mismo, a lo largo de
los milenios, borracho de sí mismo y de sus posibilidades, termina engendrando a
Dios. Me parece preciosa la idea. Lo malo del caso es que el invento, siendo
a imagen y semejanza del hombre salió como salió, Dios vengativo, Dios
orgulloso, sádico y, por supuesto Dios, también amoroso, siempre y cuando… le
ames a él sobre todas las cosas. El Dios ególatra que todavía adora media humanidad. Ese monstruoso delirio de un Dios capaz de condenar al fuego eterno a media humanidad por toda la eternidad (ahí es na),
no podía salir de otra cabeza que no fuera la de un hombre enfermo. Habiendo
como hay hombres buenos y no tan buenos, lo propio es que el dios resultante
saliera como salió, añadiendo una coda también curiosísima como es ese
engendro llamado Iglesia Católica donde la pasta y la suntuosidad representan
un buen ejemplo de lo que de hecho esconde esta institución, algo no muy diferente
de lo que representa, por ejemplo, el banco Santander.
Y el Magnificat…
esa maravilla, sigue sonando mientras rachas de niebla empiezan a ocultar la
luna y las estrellas. Sólo cuando me despierte horas más tarde volverá a
brillar en el cielo el manto de las constelaciones. Entonces, en el zenit, Orión,
acompañado de sus perros, anunciará la cercanía del alba.
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