Libros para empezar el año



El Chorrillo, 9 de enero de 2020

Es la una de la madrugada y después de unas largas horas de lecturas que me llevaron de una a otra parte del mundo, o desde Emily Dickinson a los versos de Chelo, la compañera de Juan Miguel Poisón, descubrí al otro lado de la mesita de mimbre tres libros que me regalaron los Reyes y que con el trasiego de la familia y los nietos había olvidado: Una furtiva lagrima, de Noelia Piñón y Mi viejo y el mar, una obra recomendada por José Manuel Vinches mientras caminábamos el pasado otoño una mañana con los compañeros del Navi frente al escenario siempre gratificante de La Maliciosa erguida al otro lado de la Barranca vestida con la incipiente nieve del invierno que se aproximaba; el último volumen, regalo acertadísimo de Melchor, lleva el título de Historias de bellas montañas. Después de hojear por encima los dos primeros volúmenes, abrí el libro de Ramón Portilla.

Tengo que confesar que el nombre de Ramón no me sonaba hasta que un día me encontré con esa joya de libro de Juanjo San Sebastián titulada Cita con la cumbre. Hoy me siento como un analfabeto que descubre su ignorancia a edad tardía. Mi abandono temprano de los ambientes de montaña durante casi cuarenta años, tienen la culpa de mi desconocimiento.

Sí, eché un vistazo al libro, leí el prólogo de Juanjo San Sebastián, y terminé por dejarlo de nuevo sobre la mesita de mimbre. El fuego ardía en la chimenea; apagué la luz y me quedé contemplando las llamas. De repente Ramón, Ramón y sus montañas, esas bellas montañas y su historia, que son el alma de sus relatos junto a la de aquellos que escalaron por primera vez sus paredes, debieron de formar algún mezcla química extraña en mi interior porque al asiduo lector que llevo dentro, habituado a vivir los libros y sus aventuras en una dimensión en la que los autores, o los grandes protagonistas de las montañas, son entes que sólo existen en el ámbito de las páginas de los libros, encontraba dificultad para identificar a un “señor”, el mismo Ramón, con quien había coincidido el pasado otoño a la salida de un cine donde se proyectaba una película de montaña, con el autor de las aventuras del libro que tenía entre las manos.

No bastaba que Francisco Sanchez o Santiago Pino me hubieran hablado largamente de él y de su andadura alpinista. Ahora este hombre me imponía. Me imponía al modo en que me imponen todos los que son o han sido capaces de redondear sus sueños con arrojo y de los cuales los libros o los medios dan testimonio. Me sentía jodidamente pequeño porque pese a haber soñado con cumbres similares después de devorar los libros de Rebuffat, Bonatti y otros tantos clásicos de entonces,  había tenido que contentarme siempre con… va… No sé bien si es eso. Quizás es envidia, envidia sana, simplemente. Alguien que posee en su cuerpo, en sus células, rastros de tus propios sueños no cumplidos, esa falta de arrojo que no tuviste, esa preparación que no fuiste capaz de cumplir, acaso esa capacidad y aptitud que te faltó, es decir, ese yo que quisiste ser y para lo cual te faltaron las fuerzas u lo que fuere.

Me pregunto, ¿no son estas personas de algún modo parte de nuestro yo no realizado, esa parte que, como en la novela de Ítalo Calvino, El conde demediado, no acertó a completarse por entero y que por tanto cuando miramos a nuestros iguales que “soñaron en grande y tocaron el cielo” se nos llena el cuerpo de nostalgia? Con Ramón quizás esto suceda más por su fama de hombre sencillo y buena persona. Yo de jovencito siempre tuve cierta inclinación por las “lecturas ejemplares”, una “manía” que ya septuagenario todavía me persigue aunque sea de manera algo diferente. Ciertos libros, y con ellos sus autores, siguen abonando mis proyectos o mi actitud ante la vida; y no es poca cosa lo que me enseñaron, por ejemplo, Renato Casarotto, Diemberger, Hermann Bulh, Bonatti o  últimamente, Rosie Swale con sus más de sesenta años atravesando a pie sola en invierno Siberia y Alaska; también podría incluir en esta lista a otra mucha gente no necesariamente relacionada con la aventura: el arte de vivir, como el cocido, necesita algo más que garbanzos.

Últimamente cada cierto tiempo me doy un empacho de libros de montaña, unas cuantas semanas hasta que mis ojos o mi ánimo adquieren cierto estado de saturación; es un modo de ponerme en situación de buena esperanza, y no es que me vaya a quedar embarazado a estas alturas, es que mi cuerpo y mi mente, al roce con la Brisa y con los poetas de la vida, y no son otra cosa, ya lo decía Kurtyka, los grandes de la montaña, termina engendrado algún tipo de emoción que termina concretándose en algún pequeño reto. ¿Para qué han de servir los libros de montaña si no para renovar en nosotros aquellas pequeñas inquietudes que constituyeron siempre la sal de nuestras vidas?

En mi caso, dado el acierto de los Reyes Magos con los que regalos de este año  y gracias también a José Manuel Vinches, lo mismo un libro sobre el mar viene a alentarme nuevas propuestas para este invierno. Dado que, como le contaba el pasado otoño a José Manuel, mis actitudes natatorias y de navegación son nulas y que por tanto he dejado las actividades marinas para mi próxima reencarnación, lo que querría despertar es mi vieja afición a caminar en invierno junto al mar. El pasado invierno fue el Algarve y la costa atlántica entre Cabo San Vicente y Lisboa, y si la lectura de Mí viejo y el mar me animan, aunque sea siguiendo el rumor de las olas desde la orilla, lo mismo me voy con la tienda y el macuto a pasar parte del invierno a las Azores o a Canarias.

Espero que la lectura del libro de Ramón y de Mi viejo y el mar,  amén de despertar alguna nostalgia en mí, me sirva para menear el culo y salir de esta espléndida burbuja casera en que me he sumergido desde principios del otoño.

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