¡Ah, entonces!

 


Refugio Etang de Fourcat, 29 de agosto de 2020

Cueva-choza de lagos de Picot-refugio de Etang de Fourcat.

 

Está fuera de toda duda que las circunstancias excepcionales actúan sobre nuestros sentidos y nuestra percepción como esas sustancias que aceleran las reacciones químicas, o incluso sin las cuales éstas no se producen. Recogido en un rincón de una cueva donde apenas llega la luz del amanecer de un día de espesa niebla por fuerza el mundo se tiene que ver distinto. Todo el recorrido que haga hoy a partir del momento en que ponga el pie fuera de la cueva-choza que me ha acogido esta noche estará marcado por un plus que mis sensaciones, mi sentido de la belleza, mi receptividad a la soledad y al entorno netamente salvaje y agreste elevarán a su máximo estado de esplendor y de permeabilidad en el orden sensitivo y emocional.

Cuando dejo mi cobijo me vuelvo y lo miro por un instante con un hondo agradecimiento. Es muy probable que el hombre de las cavernas del paleolítico sintiera algo parecido cuando en medio de las lluvias y las tormentas encontrara un abrigo seco como éste. Habituados a tener el bienestar físico al alcance de la mano es difícil apreciar la relevancia que puede tener para alguien un simple resguardo entre las rocas. Sentir cómo nuestro cuerpo y nuestra alma se reconfortan tras un cansancio extremo y un caminar de una jornada entre la niebla bajo la lluvia son prerrogativas de la aventura que no están al alcance de quien tiene todas las necesidades cubiertas. Quizás haya muchos que no tengan la necesidad de sentir tales cosas, que por otra parte no es algo que se busque a propósito; pero, de hecho, ah, cuándo uno está metido en ello y tiene que lidiar con las dificultades y lidiando las supera y tras algunas horas puede encontrar un cobijo seco y acogedor; ah, entonces. ¡Ah, entonces!

Entonces sentarse, o mejor meterse en el saco, y guardar silencio. El silencio del encuentro de uno consigo mismo, de uno con la niebla o con la agreste ladera que ha guardado celosamente un espacio precisamente para ti. El mundo se ha parado y entonces tú miras por el hueco de la cueva su inmovilidad que sólo es rasgada por el suave tintineo de la lluvia, o acaso más tarde por sobrecogedores truenos que llenan las montañas del fragor de una orquestación que llega al fondo de la cueva como una manifestación de amor y reconocimiento por la vida que palpita en el caminante arrebujado ahora en su saco de dormir y abiertos todos sus sentidos a un abigarrado manojo de sensaciones que fluyen como un torbellino a través de su alma.

Dejo mi cobijo, decía, con agradecimiento. La niebla es intensa, pero hacia arriba se alcanzan a ver unos abruptos resaltes de roca. Me entrego confiado al sendero pensando que ya sabrá él abrirse paso por ese laberinto de rocas. Sólo he cubierto el macuto pero pronto el calabobos me obliga a parar y a vestir la capa de agua. El terreno es accidentado. Me entrego por completo confiado a las señales rojiblancas que cuando aparece la roca desnuda y las pedreras son ayudadas muy eficazmente por lo hitos. Cuando la pendiente cede tras una franja de yerbazales amarillos Van Gogh, esos con que el pintor de la oreja cortada pinta las cosechas de su tierra, el entorno, envuelto en la frazada de la niebla, se hace realmente hermoso, más, grandioso. Enfrente una cascada ramifica el haz de sus cabellos de plata y los deja caer desordenada y ruidosamente sobre un caos de rocas cubiertas de óxidos y verdín. Probablemente si en ese momento desapareciera la niebla y diera paso al sol el lugar perdería gran parte del encanto que le ofrece la soledad y el telaje traslúcido de la niebla. Pero no, el escenario que pintan los elementos alrededor de este mundo salvaje es tan magnífico que no puedo imaginármelo de otro modo. ¡Bendita niebla, bendito calabobos y bendito escenario de rocas y resaltes atrevidos que han venido a regalarme esta mañana uno de los ratos más hermosos y agrestes del entero verano!

Obviamente sin hitos y sin señales rojiblancas sé que hubiera sido imposible seguir este itinerario, y menos sin los cables de acero de más arriba que me ayudarán a superar algunos contrafuertes sobre una roca en todo momento resbaladiza. Así que también, y mucho, mi agradecimiento para todos los desconocidos que sembraron estas laderas de hitos, señales y ayudas especiales en lugares complicados. En la vida y en la historia siempre hay seres desconocidos sin los cuales probablemente ese chorro de vida que corre por la vena de tantos aventureros no habría sido posible. Llegas de repente a una pared que se abre entre la niebla como infranqueable, pero sabes, lo tienes asumido por experiencia, que por algún lado, un diedro, una hendidura, una placa unos hombres desconocidos han instalado unos cables de acero para que tú, tú, puedas subir hoy. Gracias. Gracias. Porque es verdad que en el mundo hay muchos hijos de puta, es verdad, pero cuánta más verdad es que la riada de desconocidos, no sólo esos a los que rendimos homenaje, es también inmensa. ¿Cómo no voy a poder pensar en estas cosas cuando no veo ni pijo a mi alrededor, estoy rodeado de paredes escabrosas, ando con la búsqueda de una referencia, algo que me oriente y de pronto me encuentro dentro de los pocos metros del campo de visión con un poco de pintura rojiblanca o un cable de acero?

Para más alivio, mi pierna izquierda, que ayer no me sostenía por el porrazo anterior, esta mañana, acaso estimulada por el ibuprofeno, ya resiste algunos esfuerzos que le pido. Me he propuesto extremar mi atención y ello hace mi camino lento, pero está bien, me siento seguro y satisfecho pese a lo altamente resbaladizo que está todo. Me siento satisfecho por otras razones también. Mis dudas antes de salir de Madrid poco a poco se disipan, aunque las circunstancias me obliguen a caminar con mucho más cuidado y a vigilar continuamente el color de la orina. El haber adquirido una bolsa de agua que puedo utilizar constantemente sin descargar el macuto me está ayudando a regular la cantidad de agua que debo beber.

Tras un repecho y una corta ascensión observo que lo que hay más abajo a mi derecha es un lago. Igual podía haber sido un fantasma, tan escasa es la visibilidad. Lo miro y siento una gran satisfacción por estar en este momento donde estoy. De tanto en tanto refulgen entre la niebla esos yerbazales con su nota de color; por sus lomos resbalan en todo momento gotas de ese agua que satura el ambiente. Mis pies, a su roce con las yerbas y las matas de rododendros son una balsa de agua desde hace un buen rato. Tras superar un repecho equipado con dos cables de acero llego a lo que puede ser un collado. La niebla hace un amago de desaparecer tan breve que apenas me deja tiempo para tomar unas fotografías.

Seguirá una larguísima travesía de grandes bloques de granito que forman pequeños barrancos que es necesario rodear. También me veo obligado un par de veces a consultar el gps a falta de señales. Otro collado, un descenso y de nuevo las señales me llevan monte arriba. ¿Habrá algún guapo que en estas circunstancias fuera capaz de orientarse, subida va bajada viene, una revuelta aquí otra más allá, siquiera para mantener la dirección adecuada? En cierto momento las señales terminan en un sendero mucho más ancho y preparado. Es el indicio de que el refugio está cerca. Aparece un poco más allá la informe y fantasmal silueta de un edificio. Un perrillo sale a recibirme. Del lago junto al que se levanta el refugio ni flores. Abriendo la puerta sale a recibirme también Guillaume, que para mí es como si fuera el regidor de un castillo fantasmal en medio de una niebla que sólo deja ver a unos metros. Hablamos un poco. Son las dos de la tarde. Guillaume me pregunta de donde vengo y a qué hora he salido. Conoce la cueva-choza en donde he dormido. Seis horas. No está nada mal para las circunstancias del recorrido, me dice. Evidentemente, lo que dije más arriba, esto habría sido otra cosa en un día de sol.

Al poco rato ya me he cambiado de ropa, llenado las botas de papel de periódico y todo está en orden. Me espera una cerveza, un bol de sopa y una jugosa tortilla de jamón y queso. Al poco rato llega una pequeña troupe proveniente de un valle al este del de Mounicou. Somos siete personas en el refugio. Es un lugar acogedor y Guillaume contribuye mucho a que lo sea. Pasar la tarde tumbado en una pequeña habitación es hoy un lujo.











 

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