En el cumple de mi nieto Manuel

 


Cercanías de los lagos de Picot, una choza-cueva troglodita en el camino, 28 de agosto de 2020.

Barranco (Valle d'Artigue)-Lagos de Picot.

 

Apenas había andado un poco cuando el sendero se hundió en la niebla. Había un religioso silencio en la montaña. Religioso porque quizás recuperé por unos instantes el ambiente que algunas veces había buscado en mi adolescencia refugiándome en la semioscuridad de alguna iglesia. Sucedía cuando el camino se alejaba del riachuelo o se interponía un largo promontorio entre el arroyo y el sendero. Los ambientes que la niebla crea entre la suave indefinición que surge a cada paso, hoy un aislado abedul, unas grandes rocas que aparecen como gigantes dormidos o simplemente el color agotado de los yerbazales que atravieso, siempre tienen un cierta calidad de aguada, una acuarela que se disuelve en puro gris claro cuando los ojos del pintor quieren ir más allá de unos pocos metros. Una niebla para un millar de metros de desnivel de descenso da para vestir numerosos escenarios que llevar al papel. Pero antes de llegar a algunos parajes donde los abedules, la yerba y los avellanos otoñaban con sus delicados dorados, me crucé en la niebla con un joven que portaba un cayado al modo del de Moisés de la película de De Mille. ¿Por qué a veces me parecen tan hermosos estos hombres y mujeres solitarios con los que me cruzo en lugares remotos? Hoy le vi salir de la niebla como una aparición. Rubio, de largos cabellos, recogido el pelo con un pañuelo como nos presentaban en los tebeos de niños a lo piratas, la mirada adusta. Hombres y mujeres, menos, que van por el mundo como seres de otro planeta, el rostro atezado, casi todos como aislados en un universo diferente al del resto de lo mortales. Bendita raza ésta de los solitarios que recorren el mundo como ajenos a la realidad común y a los que yo imagino personajes de unos tiempos que nada tienen que ver con el trajín y las aspiraciones de la sociedad de nuestros días.

Ya, decía, el bosque, todavía bajo la pátina de los restos de una delgada niebla, más abajo se vistió inesperadamente de oro. Luego hubo un poco de cobertura y hablé con Victoria que en esos momentos estaba haciendo en la parcela los trabajos que corresponden al vagabundo y que ella asume en su ausencia. Esta mañana cortar el césped y limpiar los conductos de la bomba del estanque de los peces. Cuando me lo cuenta me veo tan lejos de esos asuntos de El Chorrillo, que me parece inverosímil que exista también para mí otro mundo que no sea éste de las nieblas y las montañas. Hablamos de la familia. Hoy se reúnen todos en casa para celebrar el cumpleaños de mi nieto Manuel. Eso sí que lo siento. No me gusta estar ausente de casa cuando nos juntamos todos, ese número mágico de doce personas que constituimos la familia cercana. No estaré en la comida, pero estaré. Un beso a todos uno por uno empezando por los más pequeños, mis tres nietos: Manuel, Manuela y Ainara, la golondrina; besos también para Victoria, Guille, Rosa, Lucía, Malela, Quique, Andrea y Mario.

Después de descender casi mil metros, desde el punto más bajo, Gite d’Etape de Mounitou, me quedan mil setecientos metros de desnivel hasta el siguiente refrigerio, el refugio de Estang de Fourcat, ya en Andorra, así que me quedaré por el camino. La señora de la Gite d’Etape me preparará algo de comer para el trayecto.

He dormido una larga siesta y ahora ya estoy mejor. Me dolía todo el cuerpo, el magullado de la caída de ayer, el hombro… vamos que un asquito. No tenía otro deseo que el de quitarme el frío de encima y dormir. En un momento logré hacer un gran esfuerzo y comí un bocadillo que me había hecho la señora de la Gite d’etape de Mounitou. Menos mal, estaba jugoso y apetecible. Luego volví a inflar el colchón que prácticamente se desinfla del todo cada hora y me volví a arrebujar como un niño pequeño en el saco de dormir. Me despertó la violencia de un trueno. Ahora llueve copiosamente fuera.

El lugar en el que estoy es sorprendente, nunca había estado en un sitio semejante, tan totalmente troglodita. Subía metido en la niebla bajo una débil lluvia hacia los lagos de Picot cuando a la derecha, entre los helechos y los rododendros observé una especie de muro de grandes piedras coronado por una capa redondeada de tierra con vegetación. Había un indicio de senda, así que me acerqué. Una choza de piedra. Me asomé, pero en el suelo había grandes pedruscos sin un lugar para extender el saco. Sólo cuando lo ojos se me acostumbraron a la oscuridad pude ver que la choza–cueva se prolongaba hacia el fondo donde había un estrecho espacio despejado perfecto para extender mi saco. Los que hicieron la cabaña parece como si hubieran aprovechado la disposición de algunas grandes rocas para elevar sobre ellas grandes bloques que probablemente no pudieron ser levantados por menos de diez hombres hasta lograr cerrar el techo en forma de bóveda. Luego cubrieron las rocas de la bóveda con tierra que con el tiempo se llenó de vegetación. Me las habría visto mal colocando la tienda en esas circunstancias de lluvia. Tuve que trajinar también un poco para alcanzar el riachuelo del barranco y coger agua.

Creí que iba a pasar la tarde sumido en una especie de estado de muérmica postración, pero no, la tormenta sigue tronando fuera y esta cueva-choza después de mi siesta se ha convertido en un lugar muy acogedor. Así que si los ojos me dan para ello lo mismo todavía veo una película. Anoche vi Una jornada particular, de Ettore Scola, con los siempre brillantes Marcello Mastroiani y Sophia Loren y volvió a resultar un buen final de nuevo para jornada de caminante. Ha tenido que pasar un mes para que volviera a resucitar el cine. Voy a ver si como algo y me marcho al cine de nuevo. 











 

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