Un manto de nieve cubre la montañas

 


Refugio Etang de Fourcat, 30 de agosto de 2020

 

Había quedado para el desayuno con Guillaume, el responsable del refugio, pero tuve que levantarme con la primera claridad para ir al baño. Por la ventana entraba la lechosa luz de una mañana turbia envuelta por la niebla. Me asomé a la ventana. ¡Cáspita!... ¡Todo estaba nevado! El campo de visión no iba más allá de unos pocos metros. Las hierbas cercanas aparecían como pirulís de hielo. ¡Joder! Igualito que hace un par de años en Islandia. Peor porque allí me esperaba un larguísimo pero tranquilo descenso. Aquí no. Aquí tenía por delante atravesar un collado, terreno complejo y, sobre todo, ni sendero ni señales que estarían abrigadas bajo la nieve. En Islandia fue una bella sorpresa después de cruzar un macizo atravesado por el glaciar. Era un día de Navidad sin Papá Noel con nubes que flotaban acariciando lejanas laderas. Fue hermoso abrigarse y seguir confiadamente las señales del gps que me dirigían en solemne silencio hacia el mar. Un día de esos que por su belleza y soledad uno colocaría como un cuadro en las paredes del salón de su casa para recrear las miradas que la memoria pide a veces refrescar para recordarte la belleza de este mundo y de la vida.

Hoy era parecido, pero después de la experiencia del día anterior trepando y destrepando por grandes, angulosos y resbaladizos bloques de granito o por zonas que requerían algunos pasos de escalada, la idea de abrirme paso en condiciones similares a las del día anterior con un palmo de nieve y entre la niebla me encogía el animo. Volví a la cama.

Después del desayuno desempolvé alguno de los mapas que llevaba a ver si ello estimulaba alguna decisión, pero no llegó nada. Mi duda era el collado de L’Arbella del que Guillaume el día anterior me había dicho que tenía un centenar de metros de descenso algo complicados. Luego sopesé dirigirme al norte por el larguísimo valle de Etang d’Izourt que me podría incorporar al GR10 en una jornada y media, pero no me lo aconsejó Guillaume porque tenía unas pendientes de hierba muy inclinadas que con la nieve podrían ser peligrosas. La tercera opción era quedarme en el refugio y esperar a que saliera el sol. El parte metereológico daba mejoría del tiempo para el día siguiente.

En ello estoy después del desayuno frente a un pescador que ordena sus aparejos y los cebos. Trato de usar mi olvidado francés. Me dice que se ha levantado a las ¡seis de la mañana! Y que está de regreso de su jornada de pesca. Admirable. Me muestra la nasa con tres enormes truchas en su interior. Empezó a lanzar su sedal en plena oscuridad rodeado por ese inmenso manto blanco que había caído durante la noche. Quiero imaginarme el escenario, el pescador trepando entre las rocas cubiertas de nieve, asomado al precipicio del agua que sería imposible ver, preparando su aparejo en la oscuridad, lanzándolo al pozo de carbón que sería el lago y, allí, en medio de un silencio sepulcral, probablemente acompañado por los copos de nieve que caían tranquilos y sin viento, escrutar en la oscuridad cualquier pequeño ruido en el agua, el ligero tirón del sedal. Uno y esas inescrutables aficiones, raras, desmadradas, totalmente incomprensibles para aquellos que son ajenos a ese inmenso muestrario que pueden constituir las pasiones de los hombres. Despierte usted a un hombre corriente que desayuna chocolate con churros cómodamente frente al periódico en una mañana de verano y plantéele una situación como la que he descrito más arriba a las seis de la mañana a 2500 metros de altura en la oscuridad y con nieve y le parecerá algo tan ajeno e irreal como encontrarse al mediodía una legión de marcianos recorriendo la Gran Vía.

Pasiones que me dais la vida. Montañas que me dais la vida, titulaba yo uno de mis últimos libros que narraba una de mi travesías de los Alpes. ¡Qué sería de nosotros si alguna que otra pasión no recorriera nuestra alma en esta corta estancia sobre la Tierra! A fin de cuentas después de tanto bombo y platillo sobre la historia, “el progreso”, la complejidad de la política, los asuntos económicos y tantas cosas más, ¿qué quedaría en esencia si uno estuviera investido, “maniatado”, inmerso en unas pocas pasiones? Esas pasiones, entre las que el amor constituye una de las más absorbentes, ¿no son acaso el combustible de nuestra existencia? Pasiones que tanto pueden llevar a la muerte a un Kukuczka empeñado en la “inútil” conquista de las montañas más altas del mundo como a un enamorado rechazado por su amada, pero que en la medida en que el comedimiento, ese difícil equilibrio que la vida enseña a la larga, y el sentido de supervivencia entran en juego, pueden poner a cualquier mortal en estado de buena esperanza y gestar en consecuencia una vida que merezca la pena.

La verdad es que la nieve y la niebla han dejado un aspecto extremadamente hostil en el ambiente. Levanto la vista de mi particular máquina de escribir y lo que me encuentro es un paisaje invernal de alta montaña que me sobrecoge el ánimo si pienso internarme en ella en estas circunstancias. Entre el valor y la cobardía o el temor, hay un delgado equilibrio en el que a veces es difícil ver con claridad, especialmente cuando, como esta mañana, uno se asoma a la ventana y ve el paisaje cambiando su indumentaria de verano a pleno invierno.

Hace frío. El refugio es como una cerveza metida dentro de un congelador. Creo que me espera un largo día de lectura.







 

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