Retenido por la nevada en un refugio de altura

 

 

“Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo como en los viajes que he hecho a pie y solo” (Rousseau, 1979, 149-152).

 

Refugio Etang de Fourcat, 30 de agosto de 2020

 

Que no me pregunten cuándo salí de casa que no lo sé, creo que fue a finales de julio, pero eso porque existe un calendario y porque existen los hitos de las semanas o los meses que ayudan a orientarse en un hipotético tiempo que acaso no exista. De hecho cada vez existe menos el tiempo y necesite de una pandemia por medio, un viaje o un largo recorrido de meses por las montañas para hablar de cosas relacionadas con lo que uno ha vivido. Pero igual que usamos el tiempo como referencia del acontecer podríamos hacerlo con el espacio. De hecho en mi caso particular, que partí del Cantábrico con el ánimo de alcanzar otro mar, me resulta mucho más útil referirme a unos valles, unas montañas o determinado bosque, o acaso a tal o cual tormenta, una muy espectacular, por ejemplo, descendiendo el circo de Barrosa, que hablar de días o fines de semana.

Sin embargo hoy sí siento algo de eso que llamamos tiempo. De repente el metrónomo que marca la sucesión de los espacios, hoy dormir aquí y salir a la mañana y caminar y subir y bajar se ha detenido y ese espacio que para otros es el tiempo se ha convertido en un mirar por la ventana. Por cierto, nieva de nuevo, apacible, quietamente, como si la lluvia se hubiera equivocado de estación y quisiera amortajar las montañas antes de tiempo.

Había comenzado a leer Elogio del caminar, de David Le Breton, y me encontré con unas líneas que me hicieron detener la lectura para reconsiderar lo que allí se decía: “Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento”. Se trataba de ese radical interrogante que tantas veces asalta al vagabundo. Anteayer, mientras subía hacia los lagos de Picot, intentaba saldar parte de mi “responsabilidad con los males del mundo” siguiendo la historia de España al filo del gobierno de Adolfo Suárez, la lucha permanente del ejército y la extrema derecha por cerrar cualquier rendija a la transición democrática, los problemas económicos, el difícil concierto del centro y la izquierda política para lograr un entendimiento realista frente a la situación de toma de posesión de las instituciones todas y del lavado de cerebro en que había sumido el franquismo al país durante un tercio de siglo. Y leyendo bajo ese calabobos y entre la niebla sentía en algún momento que mi radicalismo político de izquierdas sin perder intensidad tenía necesidad de reajustar algunos parámetros de juicio sobre aquella época. Entendía que muchas veces juzgamos hechos históricos con una mentalidad de a toro pasado que no tiene en cuenta realidades determinantes que obligaron a los principales actores del centro y de la izquierda a concesiones que acaso fueron imprescindibles para que el aparato del Estado no saltara por los aires de la mano del ejército, la extrema derecha y los estamentos más conservadores. He llegado en mi lectura hasta el momento en que el prestigio de Adolfo Suárez empieza a estar minado por los problemas económicos y las presiones de uno y otro lado y, desde ahí la magnitud de los problemas eran tan abrumadores que sentía que muchos de mis juicios previos sobre el rey, los socialistas y algunos de los políticos del momento quedaban tocados del ala. No dejé de leer hasta el mismísimo momento en que atisbé entre la niebla la cueva-choza que me serviría de cobijo aquel día.

Querer ser buen ciudadano sin una memoria histórica ajustada a la realidad de los tiempos nos pone en una situación de compromiso en relación con la verdad. Un ejemplo lo puede constituir el desprestigio en que ha caído ese llamado rey emérito al que todos los posibles méritos del tiempo inmediatamente posterior a la muerte de Franco se le pueden ir por los imbornales de su codicia sin remedio.

Por otra parte ese pueblo traicionado, que da título al libro de Paul Preston, en ningún momento está exento de culpa… que lo estamos viendo hoy día sin más. Que si algo le exonera el lavado de cerebro a que fue sometido, y que sigue siéndolo, durante décadas, nadie le puede librar de su dejación de haber crecido sin quitarse el yugo de una propaganda pura y dura que sigue arrasando impunemente el país a costa de la extinta ETA, los comunistas, Venezuela o cualquier otra patraña creada por la derecha que continúa alimentando la ignorancia de una parte de la población poco acostumbrada a pensar por sí misma.

Yango, el perro de Guillaume, viene a que le haga carantoñas. Es de una variedad de collie, más pequeño y de pelaje blanco con grandes manchas negras. Le acaricio y de puro gusto levanta la cabeza y el cuello agradecido.

El libro de David Breton que ya en sus primeras páginas echa mano de autores que me son caros como Gaston Bachelard y Henry Thoreau, empieza haciendo afirmaciones que yo mismo escribí muchas veces en este blog, por ejemplo: “Caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”. Y que tanto se parece a aquel “Caminar es una forma de meditar”, que enunciaba John Berger en Puerca tierra. Ese goce tranquilo de pensar y caminar de que disfruto especialmente desde mi jubilación se ratifica con el libro de Breton en algo más que en una actividad ejercida con alguna frecuencia. En realidad constituye durante un largo período del año un modo de vida. 




 

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