De conversación con los hitos

 


Refugio Mont Roig, 25 de agosto de 2020 

Barranco de Comamala – Refugio Mont Roig

 

Había perdido el sendero temprano subiendo el barranco de Comamala y andaba de acá para allá a la búsqueda de alguna traza cuando de repente oí que me llamaban. Estaba rodeado de majuelos y abedules, un bosque bastante apretado, miré en todos los sentidos pero nada, nada hasta que al final tras unas ramas de avellano le vi, era un hito rechoncho en forma de pirámide con un simpático pirulí de pizarra en la punta superior. ¿Perdido, eh?, dijo en un tono que no escondía la rechifla con que se dirigía a mí. Al principio me pilló un tanto sorprendido, pero enseguida recordando el verosímil encuentro de Alicia en el País de las Maravillas con el conejo, pensé que después de todo en cuanto al habla se refiere no había mucha diferencia entre un conejo y un hito. Mi agradecimiento a estos anónimos seres que aparecen proverbialmente cuando las trazas de los senderos se pierden entre las pedreras o en las anfractuosidades del bosque, no pude hacer otra cosa que sentarme a su lado para hacerle partícipe de mi gratitud. Después de que nos hubimos presentado, yo como un mamífero del género o de la especie, que no estoy seguro, de los sapiens y él como Teófilo, eso me dijo, enseguida me puso al día del escaso trasiego de caminantes que pasaban por este barranco. Le estaba muy agradecido a cierto caminante, uno de esos samaritanos que tenéis entre los sapiens, dijo, que el pasado verano había hecho de su ser, primero simples piedras dispersas por el bosque, un importante personaje del barranco, especialmente para los despistados como tú, decía, esas confianzas se tomaba el hito como si me conociera de toda la vida. Se le veía orgulloso del servicio que prestaba orientando a los caminantes. Le pregunté si había visto a Toni o Jean, los dos compañeros con los que coincidí días antes cerca del refugio del Portillón y que me deben de llevar la delantera, pero no estaba seguro. Sí ha pasado sin embargo antes que tú esta mañana un belga de nombre Gracián. No podía estar allí toda la mañana de charla con el hito si es que quería llegar al refugio Mont Roig, así que tuve que despedirme, pero antes accedí a su deseo, me pidió que compusiera un hito también yo un poco más abajo, primero para que la dirección del camino quedara mejor señalada y segundo para que le sirviera de compañía. Aquí en el bosque estamos muy solos, no es como en las pedreras de arriba que hay muchos y pueden charlar entre ellos. Correspondí a su deseo, bajé cincuenta metros y di vida a otro hito. Gracias, chico, me dijo, ahora en este tramo ya no se pierde nadie. Chao! Teófilo, nos vemos. Hasta otra, contestó él.

Mil cuatrocientos metros de desnivel es mucha tela para subirla de un golpe, pero lo conseguí. En esta ocasión no me salté ni un hito, una buena ristra de ellos que me llevaron hasta el coll de la Cornella, donde efectivamente estaba Gracián, el andarín belga. Me ofreció un trozo de queso mientras yo descargaba el macuto en el collado. A partir de aquí no nos perderíamos de vista en el largo descenso, el estany de la Tartera, la bassa de Curios, un nuevo coll, el de Caberante, el estany Mayor de la Gallina, el estany Mitja y por fin el estany Menor de la Gallina a cuya orilla el Centro Excursionista de Cataluña construyó el refugio Enric Pujol, más conocido como Mont Roig. Un descenso entretenido y laborioso por una antigua cuenca glaciar que obliga a continuas subidas y bajadas para sortear las laderas y los saltos rocosos laminados y pulidos por los glaciares.

Llego al refugio unos pocos minutos después que Gracián. No parece dispuesto a pernoctar allí. Me dice que tiene miedo a unos bichos pequeños. Le digo que si mosquitos, no, dice en su reducido castellano. ¿Ratones? Tampoco. Me indica que son muy pequeños y saltan. Caigo, tiene temor a las pulgas o a las chinches. En refugios no me sucedió nunca encontrármelos, le digo. Y le cuento un par de encuentros con ellos, en una ocasión en un albergue haciendo el camino Lebaniego: aquello fue la noche del loro. Y el pasado año en un hotel de Milán. Bicho escurridizo que como te toque en suerte estás perdido para toda la noche. Gracián me señala más abajo el estany de Llaveras. Me encanta bañarme en cueros en estos lagos, me dice. Cotejo yo también la posibilidad de dormir junto al lago, pero me da la impresión de que los prados de la orilla están muy inclinados. Decido quedarme en el refugio. Nos despedimos hasta mañana.

Gracián

El refugio, una estructura que se repite en Cataluña es una sólida construcción tipo vivac, pero con literas para dieciséis personas. Limpio y acogedor. Estoy solo. Hace un momento ha asomado un hombre que viene con su familia y van a acampar en los lagos. Sólo quería echar una ojeada.

Subí muy bien los mil cuatrocientos metros de por la mañana, pero con menos alegría el resto del camino. Llegué al refugio lo suficientemente cansado como para tumbarme un largo rato antes de pensar en comer algo.

Paso la tarde al sol, un sol casi de otoño que a 2500 metros es una agradable caricia. En el refugio Fornet me habían preparado comida para dos días en tápers de usar y tirar de modo que al menos de momento puedo prescindir de esa reiteración de bocadillos a los que mi paladar empezaba a rechazar, butifarra, churrascos, hamburguesa y la sorpresa de un buen pedazo de strúdel que es mi postre favorito cuando camino por los Alpes. A ello añadí golosinas de todo tipo y barritas que me sirven de desayuno con el capuchino y un poco de chocolate. Así que al sol donde me he hecho una butaca a base de mantas doy cuenta de mi merienda cena. El strúdel debería haberlo dejado para mañana pero no soy capaz de resistir a mi gula. Capuchino con strúdel para finalizar el día.

La suave luz de la última hora de la tarde y un cacho de uña de luna sobre el monte que tengo enfrente son el cierre de telón de la jornada. Ahora tengo que decidir si juego una partida de ajedrez o veo una película.

 









 

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